La Semana Santa de
Logroño da su más bello perfil a la vera de la luna de la noche, y por esas
callejuelas del barrio antiguo que abre su cauce peregrino al murmullo del
tronío de sus pasos. Este Jueves Santo desde la Iglesia de Santa María de
Palacio, en torno a las 22:30, sale el paso de la Cofradía el Descendimiento de
Cristo: José de Arimatea y su hermano Nicodemo, subidos en sendas escaleras,
desclavan a Jesús crucificado, mientras, abajo, María, Juan, La Magdalena, con
ese dolor helado que nace y sube tormentoso desde lo más hondo, le recogerán
para envolverle delicadamente en una perfumada sábana de lino…
Larga caminata
nocturna por Avenida de Viana, San Nicolás, Ruavieja, Sagasta… Momentos que
unos vivirán con el fervor de siempre, otros más pendientes de la mirada de
cristal de sus móviles, otros buscarán la belleza, no sólo en esa exquisita talla
oreando las calles tan arropada por el sonoro silencio amargo de la banda de
tambores de la Cofradía, sino también en ese fugaz fogonazo de plata de algunos
rostros de entre la multitud como tocados por la gracia de un rayo divino, y hasta
tirarán del hilo de la luna, como una cometa, pendientes de que se asome, hermosa,
por los viejos balcones del cielo, que no falte al encuentro, cuando la noche,
entre candilejas, se hiera de saetas sacando a bailar el alma temblorosa del
paso…
Si vas, escolta a
la talla hasta su entrada en el pórtico del templo de Santa María de Palacio,
ahí, la altura de la puerta obliga a portar el paso a unos centímetros del
suelo, y con el último izado, un estallido de júbilo de los cofrades, llena la
iglesia de un sobresalto que levanta olas en la sangre y aplausos de alguien que
no sabías que dormía en tus adentros…
No sé si te llevarás
a casa algún pedacito de esta noche viendo a ese hombre inocente que descuelgan
de la encrucijada de sus dos maderos, que no tiene religión; el mismo que decía
que dentro de uno está el paraíso, o que tu mano izquierda no sepa nunca que tu
derecha tiene un secreto (de la generosidad no se alardea, es humilde, no tiene
nombre ni apellido), o que antes de ver la paja en el ojo ajeno mírate la
gavilla en el tuyo… no sé, pero hay como una sola metáfora que explica el mundo
y que mana de ese inocente cuerpo ensangrentado, como si el sentido de la vida se
consiguiera con sacrificio, con renuncia: sentir uno el hueco de entregarse, el
hueco de amar sin esperar nada a cambio.
©Rubén Lapuente
Berriatúa