RECITALES Y ARTÍCULOS

sábado, 29 de febrero de 2020

GANARSE LA VIDA



Últimamente mi terraza parece un degolladero. Un gato medio montés, de la colonia felina que campea a sus anchas por El Rasillo (mejor eso que renacer de una bolsa cerrada de plástico que tiran al río), aprovechando que el murete de piedra de la terraza de mi casa es del mismo color gris que el de la piel de su tabardo, cada amanecer se calza ahí las alforjas de bandolero: Desenvaina el relámpago de su navaja.
Este sábado, limpiando un reguero de sangre, barriendo negras plumas de pájaros, me decía yo, que como le cogiera, le iba a arrancar sus veinticuatro bigotes de cuajo, y de uno en uno.
Yo estaba por dejarle el balcón entreabierto con una lata de Whiscas de señuelo, que se me había pasado por la cabeza el tener por entre mis piernas, de mascota, ese largo ocho de su alma salvaje. Dejarle mi mullido edredón, a cambio de oír su ronroneo virgen. Que viniera al reclamo del ala de mi mano, y pasarla luego sobre el suave jersey de lana de madreperla de su sinuoso lomo.
Dejarlo pasear por mi tejado, para verlo entrar luego por la claraboya del desván, borracho de licor de la luz de plata que destila esa hermosa doble luna del embalse de El Rasillo.
 Pero, hoy, muy temprano, sobre el alféizar del murete, al verlo por primera vez, al mantenerme unos largos segundos ese arrogante uno azabache de sus ojos, yo tras el cristal, me reveló cómo debería uno ganarse  la vida: que no le fuese nada fácil a nadie. 
Y pensé en mi hijo, y en tantos otros que han tenido que irse de la Rioja, obligados, demasiado lejos, por esa redonda burbuja de codicia nuestra que nos rompió el saco…
Pero mira por donde, ahora están aprendiendo, vertiginosamente, a ser ellos mismos. Y al final, sin padrinos, seguro que orgullosos de conocerse pero hasta la punta de la raíz de sus pestañas.

Volverán mejores, más hechos, sin miedo, como este gato medio montés, que por mí va a seguir toda la vida merodeando por mi terraza, desplumando pájaros.

Rubén Lapuente Berriatúa 

miércoles, 19 de febrero de 2020

LA CHICA DE LA TIENDA DE GOLOSINAS


Hacen Logroño. Y ojalá no se les ocurra irse a las afueras, a una de esas galerías comerciales como ciudadelas, que son de una tribu popular, de andar por casa, de bajar a la calle donde habita la vida: que tejen memoria en cada barrio con los hilos de su golosa algarabía. Que cimientan Logroño.
Todos los días del año, hasta en Navidad y Año Nuevo, dejan escapar su aroma en cada barriada. Y en cada tienda hay una chica que como una boca que enseñara su dulce paladar sube la verja de la golmajería a toda la barriada. Antes, temprano, ha espantado ya el vaho del frío en la harina, ha rebosado de mil y una delicias cada cubeta, ha dejado escapar el perfume del caliente hechizo de lo recién horneado… Y espera, de pie, la marea de una avenida.  

Aquí compro yo el pan, los caprichos, y avanzando en la fila, miro a la joven y bella dependienta cómo pesa en una balanza los dulces sueños de la niñez, no sólo de infinidad de locos bajitos, sino también de los que como yo, entrados en años, rescatamos los olores y sabores sin cerrar los ojos: dándonos un dulce homenaje cada día.
La veo, - fantaseo yo, en la fila-, cómo embolsa en aljabas de papel barras de pan como si fueran flechas de amasado amor de Cupido.
Y la veo entrar y salir de la trastienda, rauda, con ese dulce tesoro de bolsas de gominolas de repuesto en el regazo. La veo como el mascarón de proa de esa deliciosa goleta que es su tienda, vencedora de los embates de las olas de un infinito mar de azúcar.
 Y cómo la envidia este herido niño grande que soy, por toda esa pila de chucherías tan a mano que tiene, que juega con ventaja cuando le vengan esos días amargos de la vida, y ella, en un pispás, los endulce echándose a la boca una bola de chocolate, o un pequeño corazón de fresa con rocío…
Yo la nombraría adalid del barrio en ese cuento de ladrones y policías que siempre llegan tarde, cuando la veo, que soy testigo, registrar los bolsillos a angelicales niños o a elegantes y distinguidos caballeros o a señoras con abrigos largos de pieles, y todo por un escondido tic de abanico flamenco que,  por el rabillo del ojo, les descubre en las manos. ¡Y qué vergüenza da verlo!
 Avanzando en la fila, al anochecer, al comprar yo el pan caliente de la cena, ha sostenido ya tantas miradas, que cuando me toca a mí, ya todos los caminos, todos los atajos a sus ojos, los tiene ya hollados…De pronto, desde la calle, como un trueno en el sueño, oigo un viril silbido que la despierta, que la enciende. Entonces, echándonos con dulces cajas destempladas y al tiempo que se lleva la última gominola a la boca, de un tirón baja la verja de la tienda…
Y es en ese mismo dulce instante, cuando ella, lo veo en su rostro, comienza a vivir.

Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el digital 
nuevecuatrouno de La Rioja el 18/02/2020
Zona de los archivos adjuntos

lunes, 10 de febrero de 2020

ANDREA Y LAS CAMPANAS


                                                      I
Andrea que son ya las nueve. Que no has subido la verja. Pero, ¿qué te pasa? ¡Pero si ni has horneado el pan!
¡Que nos viene toda la marea del barrio Andrea!
No mujer. No me llores aquí. Pero ¿qué te pasa? ¿Qué? ¿Que no sabe si te quiere? Andrea que esto es un negocio. Deja en otro sitio el desamor ¿Que no se te pasa? Dile que si tiene que romperte el corazón que te lo rompa ya. Que deshoje de una vez su margarita.
Cómo vas a ser poca cosa Andrea. Ay, si viniera aquí, si viniera mucho antes de tu hora. De incognito. Si yo le enseñara en las cámaras cómo buscan esa joven mirada tuya, la que les hace empezar a quererte o esa sonrisa eterna que tienes, que vende Andrea, que vende. Que sintiera tu alegría. Tu fatiga de horas de pie. Tu firmeza con lo rapaz. Tu mano de niña hada que no coge las cosas sino que las acaricia Andrea, las acaricia. Lo que vales. Que en tu descanso, le sonara el móvil, tu llamada. Enseguida lo tomaría, seguro, para llevar en volandas con su voz, tu cansancio. Que se enamorara  aquí de la que no conoce. Aquí, maduraría su amor,
aquí Andrea.
Ya me gustaría a mí tener tus años para tirarte los tejos…
La verja, levanta la verja, Andrea. Venga. Ésa no, aún ésa no. La de tu estima, la de tus lágrimas, primero.

                                         

                                              II
Cómo imaginarme que, un día, de recolocar en los tejados de las iglesias de la Rioja los nidos de cigüeña, pudiese uno ganarse la vida. Y encima yo, que calzo un cuarenta y seis, y que mal ando por estas estrechas cornisas intentando que no se me vaya demasiado el reojo al abismo…
Les busco un enclave más seguro en un durmiente, o en una viga maestra, o los llevo a un apacible recodo, que así no asomen el peligro por estos aleros sagrados…
Y me tengo que dar prisa, que ya hay un olor a rosquillas anisadas por toda La Rioja, que ya regresan por San Blas.
 Y mira que son buenos maestros albañiles estos cigüeños. Que es el macho quien se adelanta unos días, y empieza ya a hacer en su enramado nido de amor de siempre sus chapuzas, tejiendo, de lecho, una alfombra de retales de musgo, de tierra, de yerba, de barro, de periódicos…
Y no se quejarán del trato tan mirado que reciben. Vienen del cinturón del hambre, del largo sahel africano. Vienen a buscarse la vida. Y parecería un chiste si dijera que llegan sin papeles en el pico, cuando del mismo sitio vienen otros, los que no tienen alas y cruzan el mismo estrecho, pero encallando en el estuario del madero roto de su propio fiambre… Mal negocio aún nacer humano en África. Pero no creo que tardemos mucho, y por nuestra baja natalidad, en egoístamente necesitarlos, y a manos llenas.
Bueno, pero qué culpa tendrán estas aves de paso, protegidas por la ley, del todavía recelo nuestro a que extraños se sienten a comer un trocito de nuestro bienestar…
Este tejado de la iglesia mudéjar de Igea es el último que me queda por adecentar. Y mira que me gusta su torre con la guinda de su imponente pináculo ¿Y el campanario? Menuda luminosa algarabía si sonaran las tres campanas a la vez. Si estuviera aquí Andrea se quedaría a oírlas. Son las de pueblo. Las de siempre. Las que su larga voz se ata a la alegría de los días azules…
Y ahora tiene gracia que, al estar embarazada, me llame cigüeño. Y eso que hace bien poco la hice llorar a mares, le dije que no sabía si la quería. Y es que uno anda todavía aferrado a su entraña, a su tormenta interior, a esta incertidumbre de vagar de trabajo en trabajo precario, hasta que descubres a una mujer que es un bálsamo. Que cuando la ves venir parece como si se te acercara la penumbra de un sol de mimbre o la de una enramada de higuera en una tórrida tarde de agosto... Y abraza, abraza como si se lo hubiese enseñado la misma brisa azul del mar…

- Andrea, Andrea, ¿sabes dónde estoy?
-Ya. Ya.  En Igea
-Sí, pero ahora estoy en el campanario.
Están tocando las campanas.
¿Las oyes, Andrea?
¿Sí?  ¿Las oyes?
¿Sabes quién las toca?
Las toco yo, Andrea.
¡Que las toco yo!
¿Las oyes? ¿Me oyes?
¿Sí?
¡Andrea!  ¡Que las toco para ti!

 Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el digital nueve cuatro uno de la Rioja el 8/02/2020