Publicado en el diario Nueva Rioja hoy 9/6/2020 día de La Rioja
Vivo en una calle de Logroño, estrecha, diez o doce metros es la
distancia que separa mi casa de las dos que hay enfrente de mí, casi ignoradas
por uno hasta que un puñado de aplausos en los balcones y ventanas me las ha
devuelto como un humano mural, un photocall con sus agujeros para pintarles
caras, un 13 rue del percebe pero sin su chirigota.
Los otros edificios, andan demasiado en ángulo para detenerme a
mirar con detalle quien se asoma, y un miope como yo, cuando entorna los ojos,
llega hasta donde llega, y desisto de reconocer quien se une a esta ovación
diaria, aun así, echo una ojeada a mi derecha, a la casa de la fachada larga
que carece de balcones y tiene pequeñas ventanas, más de 40, pero sólo aparecen
algunas manos batiendo palmas con las persianas medio bajadas, como un escudo
protector, como si los dueños de esos brazos les diera vergüenza mostrarse;
uno, sí, retuerce el cuello para asomar la cabeza, y mira un momento para donde
estoy. Es un edificio sin ascensor, donde la mayoría de los que viven son
inmigrantes, y no salen más de cinco, tres cuento ahora que han dado las ocho,
supongo que porque no se sienten aún de este país o por timidez, o por la
incertidumbre y la angustia de lo que está por llegar, y eso no da para un
aplauso entusiasta. También, quizá, el cansancio y el nuevo temblor al futuro,
hace mella en los dos edificios de delante de mí, los que los aplausos me han
destapado y a los que he puesto rostro de vecino conocido en cada ventana, que
ya no todos abren.
Vivo en el último piso y justo enfrente de mí, a la misma
altura, también sale la vecina del quinto a aplaudir, la conozco del barrio, de
saludarnos siempre que nos cruzamos. Ni me acuerdo cómo se llama, es viuda,
vive sola, bueno, no del todo. Esta mañana, subido a lo alto del respaldo del
sofá de su salón, vislumbré un gato blanco o una gata, de raza angora turco, lo
sé porque mi hijo tiene una igual y cuando viene algún fin de semana disfruto
de ese felino, pues me da más de lo que pensaba pudiera ofrecer ese detective
de las habitaciones que es un gato. Tenemos que tener mucho cuidado
(indicaciones de mi hijo), con las ventanas y balcones, pues le gusta las
alturas, se sube o intenta hacerlo en la estantería más alta de cualquier
cuarto de la casa. Esta michina tiene alma de alpinista de élite queriendo
llegar a lo más alto por el sitio más difícil.
Un sábado de las navidades últimas, de madrugada, se subió a la
última repisa de la biblioteca, su primer ocho mil rozando el cielo de yeso, y
ahí se quedó maullando parte de la noche, incapaz de encontrar el camino de
bajada, hasta que tuvimos que llamar al grupo de rescate en montaña de mi
propio piso, todos vestidos con uniforme de pijama.
Pero la vecina deja el balcón abierto, y ayer, antes de
aplaudir, vi a esa madeja blanca con cola de cometa por primera vez en su
terraza, subido a una silla, sentado como en cuclillas. La mesa le cortaba el
porte por la mitad, y parecía un humano felino jugador de cartas a punto de
echarlas, o un marqués esperando que le sirvieran el té, bien quietecito, bien
serio y sereno estaba.
La gata de mi hijo sigue una mosca en el cristal de la ventana
cerrada a cal y canto, se lanza a cazarla sin miramientos. Sigue, su mirada
nerviosa, a cualquier paloma que surca el cielo subida al tejado del sofá. Con
las flores, todas rosas secas, que ocupan floreros y bandejas por
todos los rincones de mi casa, se las escondo, porque le gusta oír ese
crujido al morderlas como de snacks de patatas fritas. Nunca sabrá que todas
tienen una fecha de oro en el calendario de un corazón.
Cuando acabaron los aplausos me atreví a hablarla…
-Cómo llevas el tormento, vecina.
-Mal, mal, para qué mentirte, aquí, yo sola, tantos días.
-Oye vecina, echo de menos el ejército de geranios que teníais.
Llega un momento en el que el paisaje que te toca, por tenerlo enfrente, lo
haces tuyo, te lo apropias, sobre todo si es tan relajante.
- ¿Me dices que lo disfrutabas más tú que yo? Era cosa de Jaime,
le dio en la enfermedad por tener esto florido y la verdad estaba espectacular
y nos daba más intimidad, salíamos sin esa sensación de vernos observados.
Ahora sólo sale la gata.
-Ah. Es gata. De eso quería hablarte.
-¿De mi gata?
-Sí, es que la veo en la terraza y me da miedo, más cuando mi
hijo, que tiene una igual, nos ordena cerrarlo todo. Es que dejas el balcón
abierto.
-Ah, sí, es esta fachada que da al sur. Toda la tarde dándole el
sol y esto se vuelve un horno. Además, el estar pendiente de ella por si se
cuela, me agobia muchísimo, desde el principio, decidí dejarlo así, de par en
par abierto.
Y no te preocupes por la gata, que de momento no se va a
suicidar, que es más tranquila que una foto.
-¿Y las palomas que se posan en la barandilla? No
sé, un día le va a salir la vena cazadora y…
-¿A ésa? Ya te he dicho que es como agua de pozo, tranquila.
Pero escucha, si yo fuera la gata de la casa preferiría que me cerraran el
balcón.
-¿Cómo?
-Que una estaría entonces comiéndose los geranios, desplumando
palomas, que arriesgaría un poco más la vida. No sería tan remolona. De aquí se
llega al tejado con una simple pirueta, y sobre las tejas, los gatos hacen de
gatos. Cenaría dos veces. Y seguro que agotaría mis siete vidas.
- Ja, ja…. De todos modos, yo pondría unos discos, unos cedes
colgados para ahuyentarlas, por si las moscas.
-Quiero a mi gata pero más me quiero a mí. Si lo dejara siempre
cerrado, con la curiosidad que tienen, y en un descuido mío abriera la
terraza, estoy segura que se calzaría ahí las alforjas de bandolera, y en un
desliz…
-Ja, Ja…Bueno vecina, nos tendríamos que asomar más veces,
cuando ya no tengamos a quién aplaudir.
-La verdad es que antes, ni tú ni yo salíamos.
- Ni casi nadie. Mira, cuando paseo por las calles de Logroño,
al alzar la mirada, que me suelo fijar, solo distingo en los balcones,
bicicletas, trastos viejos, y no veo a nadie asomado, a nadie disfrutando.
- Pues, sí, no es muy agradable el paisaje que vemos: una pared de ladrillos, poco más.
No, no gozamos de la terraza. Debería volver a comprar unos geranios, unas
gitanillas, volver a ver esto hermoso, florido.
-Me encantaría volvieras a las buenas costumbres. Pero, para
salir a partir de ahora más veces, no harían falta flores. Algo hermoso hemos
ganado con esta pandemia, cada ventana, cada balcón, tiene ahora un
rostro conocido, amigo.
- Entonces, ¿nos citamos ya en la próxima pandemia?
- Ja, ja… Mejor antes, por el barrio, al cruzarnos, que ya todo
sea algo más que un hola y adiós.
-Ojalá nos paremos a charlar.
-¿Cómo se llama la gata?
-No, no tiene nombre la minina.
-¿De verdad?
-Sí, que así se le tiene menos apego, que supongo la sobreviré.
Me gusta sin nombre, como un silencioso y dulce huésped con pensión gratis. La
quería sólo para oír a alguien en la casa, tener un cascabel de plata en la
soledad, que diría el poeta.
-No sé si de plata, pero aquí, tan solo a doce metros, con
flores o sin ellas, tienes otro, vecina.