RECITALES Y ARTÍCULOS

miércoles, 3 de diciembre de 2025

PETIRROJO

 


Es solo un petirrojo, el amigo de los jardineros, el que se me acerca melodioso y colega. Viene a mí esperando mi caridad, o que mi azada o mi corta césped descubra su alimento de arañas, lombrices, hormigas, y demás bicharracos.

Cuando en la pandemia los carceleros nos dejaron volver a la segunda vivienda, me encontré con la maleza amarilla a la altura de mi pecho, y me vino este simpático, no sé si es el mismo de ahora, a mirarme de arriba a abajo, buscándome las alas. Hizo su nido en el seto a dos palmos del suelo, confiado, como si toda mi propiedad fuera suya. Hasta me dio también por pensar que me miraba como a un dios, como yo alguna vez miro las estrellas.

Una antigua leyenda dice que el color anaranjado de su pecho y cara, viene de cuando Jesús estaba muriéndose en la cruz, y el petirrojo, entonces de color marrón, se posó en su hombro, y mientras le caía gota a gota la sangre, impasible, no dejaba de susurrarle al oído un canto lento y dulce que le aliviara del terrible dolor de morir así. Y desde entonces nacen con esa mancha anaranjada del color de la sangre de Cristo.  

Yo de niño tenía de mascota una pandilla de periquitos y canarios, siempre volando por la cocina. Una cepa seca de una viña de Cenicero, colgada en la pared de azulejos, hacía de nido. Y ponía mi boca en pico para darles besos de miga de pan, y sacaba mi lengua disfrazada de ramitas de mijo. Al anochecer me regalaban un bis de trinos, creyendo que la luz de la bombilla era otra vez el sol de la mañana. Y por el acantilado de la mesa arrojaban el tintín de cobre de la calderilla de mi monedero.

Me acuerdo de aquella ultima tarde de pájaros, de juegos, cuando se escaparon todos por el balcón. Seguro que fue mi madre la mano negra, la que acabó con ese disparate de ir por detrás con un trapo, restregando las heces, barriendo las plumas. Y ahí se me acabó la niñez. Esa tarde me echaron con cajas destempladas del paraíso. Y tuve que irme una larga temporada a aprender ese forzoso oficio de vivir: ese mal invento.

Ahora con este petirrojo, quizá reanude aquella ultima tarde que dejé a medias. He esparcido por la yerba migas de pan, algo de fruta, semillas, y he apuntalado una anaranjada y confortable casita de madera en el tronco de mi haya, por si quiere formar parte de la familia.

Le falta poco para posarse en mi hombro y llegar a ser el loro petirrojo de este canoso poeta pirata, poco para que me cuente al oído esa hazaña de amanecer siendo siempre el mismo. De leer cada día una página en blanco del viento, del sol, de la lluvia. De llevar la escuela aprendida en el torrente de las venas: graduarse cum laude en indigencia. Que todo lo que tengas acabe en el filo de las alas. Migrar cuando tiritas de frío. Amar por instinto. Mirar al hombre como a una alimaña. No demorar la muerte: Caer de la rama como a un agujero sin fondo del sueño…

                     Morir solo para morir.

Rubén Lapuente Berriatúa      publicado en diario la Rioja


sábado, 15 de noviembre de 2025

LA BESTIA DEL CUARTO

 


Abrazabas un cilindro de madera engastado con cegadoras llaves de plata, y al verte así, tan pequeño, nos parecía que ese clarinete era quien sostenía tu niñez.

Al principio huías al fondo de la casa atrancando la puerta de la última habitación, como la de una sitiada ciudadela. Así no nos llegaría el estridente arpegio de un aprendiz sonrojado.

Y poco a poco fuiste derribando barreras, quitando cerrojos, dilatando la larga rendija de luz de la puerta, acercándonos lentamente los colores del sonido. Y al principio dejábamos nuestros quehaceres, bajábamos el volumen de la televisión, o parábamos la murga de la lavadora o del aspirador. Y sentados como en la butaca de un teatro, buscándonos los ojos, disfrutábamos de esas primeras veladas.

Y mira que lo hacías bien, que el vecino de debajo de nuestros pies, el lunático del cuarto (menuda alimaña), le bastaba con oír correr ese breve chirrido de las sillas de la cocina (nunca hemos sabido tocar ese instrumento), que seguidamente mentaba a toda nuestra familia, para luego ponernos a troche y moche su vieja radio, y a un volumen tan desorbitado que el corazón, como en una guerra, corría a su refugio. Pero cuando a una hora cualquiera del día se desahogaba el clarinete en la casa, nos quedaba la satisfacción de que su profundo silencio denotaba un buen oído musical. La música amansaba su fiereza, aunque yo diría mejor que azucaraba su amargura. Nunca cruzó conmigo, ni creo con nadie del edificio una sonrisa, una palabra amable.

Y el ámbito de la casa se fue poblando de escalas, adagios, sonatas, fantasías. El aire fresco y nuevo de olas de notas vivía entre nosotros.

Pero un día tenía que ser, te salieron alas para volar de casa. Y te llevas la música, la voz, los pasos silenciosos, el ya voy, ya voy, y tu aura de muchacho bueno, pero nos dejas lo mejor, la memoria que es nuestra. Aquí se queda una nota en cada rincón de la casa, y un abrevadero de partituras grabadas en el tuétano de nuestros huesos.

 El poeta de Moguer nos dijo que no corriéramos, que fuéramos despacio, que adonde teníamos que llegar era solo a nosotros mismos: Ese camino de paso quedo, tan cercano y lejano a la vez. Yo no me indago demasiado por si enseguida me decepciono. Y como nunca sabré del todo el por qué de este viaje de la vida hacia el cansancio, solo espero que un día coincida un ratito conmigo en un bar o en la luz de la sombra de un verso, y me basta.

¿Consejos doy que para mí no tengo?  Mentira. Mira, hijo, el camino a uno mismo es largo e intrincado, a veces tortuoso. ¿Sabes cómo se enfrenta uno a la malaventura, a esa sombría morralla de muy adentro sabiendo que no hay sumidero, que no hay olvido?  Uno se salva poniendo el volumen del zumbido de los golpes de la vida bajo, pero muy bajo, dejándolo estar. Tú, me entiendes. Aplícate el cuento mío: Que ese chirrido de las sillas de la cocina, no desate a la bestia del cuarto.

Rubén Lapuente Berriatúa  

         publicado en el diario La Rioja  6 de Noviembre 2025

lunes, 27 de octubre de 2025

EL BIOMBO

 


Fue de casualidad. Pasábamos mi mujer y yo por delante de aquella tienda de muebles de Vara de Rey, y una flecha dorada de Cupido nos alcanzó de lleno a los dos. Venía del escaparate, de un biombo de ahí expuesto que nos hizo pegar la nariz al cristal, y ver en ese cuerpo de madera, lo que le faltaba a la memoria de la casa.

Maldecimos al azar por no habernos presentado antes. Sabíamos de siempre que en nuestro dormitorio nos faltaba algo que cerrara nuestra intimidad y, ahí lo teníamos. Por su piel, aún se le escapaba una gota ámbar bien visible desde la calle, como si fuera la última lágrima del dolor de serrarle la vida.

Entramos ya con la decisión tomada, y mientras la vendedora se esforzaba en alabar su belleza, su exquisitez, su profusa talla tan enramada de laureles y pámpanos, yo enjugaba con la uña esa última gota o lágrima dura de su savia rota.

 Y nos compramos el biombo.

Lo pusimos en nuestro dormitorio, junto a la cama, y de la manera que colocaría una barrera el portero de un equipo de futbol. Desde la puerta del dormitorio mi mujer hacía de cancerbera: “un poco a la derecha, no tanto, esa hoja última gírala un poco más, así, así, perfecto”. Desde la puerta ya nadie podría meternos un gol por toda la escuadra.

Y nos dio algo más de intimidad, ganamos un periquete para estar más presentables por si entraban como elefantes en cristalería esos bajitos sin modales de la casa. Recuerdo todo esto ahora, porque ya les salieron a los enanos pieles rojas alas para volar de casa, y han dejado al biombo como desamparado, sin destino, huérfano de su noble y casta causa.

Pero siempre será el último cerrojo de nuestro dormitorio. Y sigue dándole a nuestra alcoba un aire como de suite de saloon del oeste desvergonzado. En una de sus hojas descansan siempre mis pantalones. Vivaquea de una esquina mi camisa. Si fuera un cowboy colgaría también el sombrero de ala ancha, las botas con espuela de estrella de cinco puntas, y la cartuchera con la culata de mi revólver asomándose como una víbora de plata. Luego entra ella por un lado y… ¡Ale hop!, planta en el medio esa prenda que tiene allí en lo alto algo de doble triángulo celestial, que te evoca como dos mascarones de proa abriéndose paso por entre las olas de la casa. Luego, cuelga la falda y… ¡Ale hop!, aparece por el otro lado la misma, pero, oh milagro, qué hermosamente distinta.

 Y aunque la casa anda ya sin más pasos que los nuestros, no te plegaremos amigo biombo, que viendo desde dentro del edén de las sábanas, todo ese sugestivo paisaje en tu atalaya, que otra cosa mejor podemos hacer si no es apagar ya los malditos móviles, y de paso mirar de reojo tras los cristales de la ventana, por si encima tenemos la suerte de que… ¡amenace tarde de lluvia!

Rubén Lapuente Berriatúa      publicado  25/9/2025 en el diario La Rioja 


miércoles, 1 de octubre de 2025

VINO PARTISANO

 


Visitando el lagar de un bodeguero de la sierra de Contraviesa, me traje unas botellas de su vino natural, salvaje. Un vino de sus rebecos viñedos.

Le dije que no era muy amante de los caldos tradicionales por esa quizá alergia que me provocaban, dándome en seguida dolor de cabeza. Que supongo no sería culpa del vino que es inocente. Hay algo en ellos, no es el alcohol, que mal se me enreda dentro.

Angelicales del todo no son, me dijo. Algunos los manipulan tanto que los vuelven dóciles como un guante, les quitan su verdad, su carácter. Eh, pero ojo con este mío, desde el primer sorbo no se te va a subir a la cabeza, que no he utilizado herbicidas, ni pesticidas, ni siquiera abonos químicos. Y si no llueve, que aquí no se riega, ya está la benditera niebla santiguando a los labios de los sedientos pámpanos. Además, siempre he buscado un reflejo de la añada, dejando que fuera la uva la que expresara su carácter, sin añadirle ni quitarle nada: Ni levaduras seleccionadas, ni otro tipo de bacterias para acelerar la fermentación, hecha con los mismos hollejos.

Me dijo, que su vino ni lo había clarificado ni casi filtrado, que él solo se había hecho mayor. Además, no tenía ni una pizca de sulfito añadido en ningún momento del proceso de elaboración. Ah, y que, bajo la soledad del cielo de mi paladar riojano, el que deja memoria, disfrutara de él. Que yo ya sabía de qué altas cumbres de cielo granadino venía, de qué manos vendimiado, en que cárcel libre florecido. Y verás, Rubén, cómo te conquista y se corona como el rey del barranco oscuro de tu boca.

Y no quise probarlo ahí. Me llevé unas botellas, y le dije que ya le mandaría en un correo mis sensaciones.

Tenías razón, Manuel, el vino no siempre es inocente. La alergia venía de tejemanejes, de sobar de sulfitos la espuma. Y no sabes cómo me sorprendió este singular vino tuyo, el que sé, labraste grano a grano, ahí donde pacen tus tímidos verdes rebecos. Vino turbio como agua oscura de pozo. Y lo saboreé aquí, en la Rioja, tranquilo y amable, recordando su paisaje granadino. Y no sólo de aquel del final del verano, cuando las vides ya colmadas, danzaban vanidosas sus pendientes de negros soles, sino también del otro paisaje, el olvidado, aquel del frío invierno de las Alpujarras granadinas, cuando las desnudas cepas, centinelas de vacíos odres que la nieve lavaba, se retorcían titiritando en esa soledad y angustia lorquiana, de la que sólo pueden salir puras añadas de rojo terciopelo.

 

Sí, Manuel, vino negro de tu barranco oscuro. Vino partisano, único, sublevado. Puro como una piedra, enseñándote al pie del cielo, la orgullosa cicatriz de su parto natural bajo las mismas estrellas que vería Federico.

 Vino como la poesía, Manuel, solo para una inmensa minoría.


Rubén Lapuente Berriatúa 

                             publicado el 11/9/2025 en el diario La Rioja


sábado, 20 de septiembre de 2025

GORGORITO

 


Sorteando el tinglado, el teatrillo de guiñol de la abarrotada plazuela, alejándome del bullicio, enfilando ya el bulevar de la avenida, me alcanzó hiriéndome dulcemente por la espalda, una tormenta de algarabía. Era el guirigay de la chiquillería del barrio. Eran los inocentes gritos acallando las añagazas de la bruja Ciriaca o del Ogro Dienteslargos, seguro escondidos en el collage de bosque del mismo telón de fondo de mi memoria, alertando, todos a la vez, de emboscadas y peligros al despistado héroe Gorgorito, o a Rosalinda, su eterna novia pura. Y que no se salieran nunca con la suya los más malos que el veneno vencido.

Demoré el paso para quedarme en el estruendo de la estaca en mano dando a la remanguillé en la malvada cabeza de trapo de turno. Y me di la media vuelta para volverme a ver en el recuerdo, sentado en el suelo, ligado por la maroma de otros brazos niños, entrando en esas historias sin miramientos, completo, con las mismas muecas de tirria, de apego, de desprecio, de alerta, de miedo, de júbilo, que las que veo yo ahora en esta nueva camada de chiquillos. Pelea entre el bien y el mal, que nos enseñaba a no ser tan saltaparedes, tan lagartijas, tan duchos en travesuras. Y que ganara siempre la amistad, la verdad, la ternura, la valentía, sobre el egoísmo, la mentira, la cobardía. Cuentos y canciones interpretadas por aquellos títeres que nos animaban a entregarnos, a seguir a nuestro héroe de cartón y trapo. Ahora recuerdo que Gorgorito nos pedía una palabra mágica, que no sé cuál era, para deshacer el sortilegio de la bruja, y éramos todos a una el orfeón de chivatos de esas bravatas de los más malos que la quina.

Las arengas dichas por este héroe nos las creíamos más que las de nuestros sesudos mayores. Y sentíamos a los títeres con vida propia, y luego parloteábamos como ellos con animales y astros y plantas y objetos: una escoba entre las piernas era un caballo, un bordillo de acera era un precipicio, una manta rodando por el pasillo de la casa de la mano del abuelo, era un coche al que subirnos…

Y todos los sentimientos estaban ahí juntos, en ese teatrillo de las emociones. Toda esa imaginación y fantasía de sueños despiertos, nos serviría después, seguro, para olvidarnos de nosotros mismos en la penumbra de un cine, o para desaparecer en las páginas de un libro, o iluminar la penumbra de unos versos de Lorca, o para perderme yo en la agreste belleza de esta sierra de Cameros que me rodea, y con tan sólo cerrar los ojos, como si con la imaginación no hiciera falta viajar.

Y para tener, todavía hoy, un trocito vivo de aquel mismo niño. El que salía de la mágica tramoya de la plazuela de las emociones, como un limpio río risueño, colmado de entregarse a este privilegiado y hermoso viaje de la vida, aunque a cierta edad, sea ya hacia el cansancio, hacia no moverse nunca más.

Rubén Lapuente Berriatúa        publicado en el diario La Rioja


jueves, 11 de septiembre de 2025

TODO ES DE ALGUIEN

 


Cuando esta senda de la vega del Iregua se preña de manzanas, cómo no parar el coche un momento e inaugurar la nueva cosecha en el milagro de un manzano. Las ves ahí como dulces planetas, tan atractivas, y te cuelas por entre los alambres, entras en esa finca como un viejo ladronzuelo. Es un ritual mío de cada verano. Miro a los lados, escojo la más singular de una rama vencida, y muerdo esa carne dulce que es un hilo virgen de la oculta fuente de la tierra riojana. Y cómo inunda y espabila el interior más puro y dormido de uno. Y es que la sensación de tomarla de la rama es distinta, única, a verlas en el timo del escaparate de la calle, como bodegones de manzanas empolvadas, con ese óleo impostado de cera roja.

 Y mientras la saboreo, siempre pienso en que, si realmente fuéramos solo dos en este mundo, y lo que piso el único terruño del planeta, por llegar yo un poquitito más tarde en el abrir de los ojos a la vida, ya sería el siervo de esta gleba. Ya tendría que llamar a esta puerta con cara de subordinado, y de rodillas.

Que la tierra la coparan los terratenientes con su linaje, su poder y su cuento, y para siempre, es echarle mucho rostro. Y como todo está ya tan bendecido por ese listo y saca cuartos fariseo Leviatán de Estado, no le pidamos ya al hombre que busque tiempo para soñar, esclavo como es del salario, guardaespaldas del capitalismo, con las barricadas ya en museos de paleontología. Que esta rueda del consumo no puede dejar de girar, no puede tener zapatas, ni su libro marcapáginas, que, si no todo se nos vendría abajo, convertidos solo en esclavos del estómago, bien uniformados, pero sin Rolex.

Todo se hizo malamente desde el principio, y eso que no hace tanto tiempo de aquellos pioneros del revólver en vaivenes de caravanas polvorientas, rumbo al oeste. Llegaban los primeros, y a cambio de cuentas de colores se quedaban con las tierras de los indios, luego las cercaban, y ya eran de alguien para siempre. Y es que el hombre es el único animal que le pone nombre y apellidos a la tierra, cuando el dueño de la tierra debería ser solo la misma tierra. Que los de carne y hueso pasamos en un santiamén. Si solo somos historias de nubes, de olvido, un poquito de nada. 

Y, mira, cada terrón del planeta es ya de alguien. Estoy por pensar que la culpa de todo la tiene Santa Rita, Rita, que lo que se da no se quita, como principio universal que ampara la ley.

Y mientras el jugo de la fuji me corre fresca por la comisura de los labios, a lo lejos oigo una voz entre los manzanos, un ¡eh, tú, sal de ahí! Y a la vez me ladran un par de fieles y fieros lebreles, sin estudios, claro.

Cualquiera le explica a mi terrateniente que se acerca, que estoy en una íntima ceremonia mía de estío, y no digamos nada si a los chuchos les suelto lo del influjo de la manzana ajena, in situ, sobre el pensamiento de Carlitos Marx.

y… ¡Joder, Ruben, tira la mordida prueba del delito, y corre, corre, pon pies en polvorosa!

Rubén Lapuente Berriatúa        publicado en el diario La Rioja

domingo, 7 de septiembre de 2025

EL DEDO CORAZÓN

 


No te engañes. Esa manecita sin tiempo que como una azucena se asoma a la rueda de la vida, tan hermosa, necesita ese largo dedo corazón tuyo. Mira cómo se aferra al rumor lento y espeso de tu sangre. Tiene la cintura precisa, y lo abarca tan bien, tan hecho a la horma de sus deditos. El viejo sarmiento tuyo para sacarla del mar del sueño blanco. No hay mejor noray donde atarse.

 Y es tu flotador en ese momento de la vida en el que notabas que el tiempo empezaba a correr, poniéndote alta la insoportable melodía del tic tac del corazón en el silencio. Y dirás que esa manecita de tu tardía nieta, te da vida. El verla crecer te hará ganar unos cuantos años al cansancio. Rejuvenecerás un montón cuando te coja de la mano y te lleve a todos los rincones de su planeta bajito. Su cobijo es ahora tu mano grande, esa llena de arbolillos de venas, ramajes a punto de estallar, y en las que te duele posar los ojos como si no fueran tuyas, como si en ellas empezara mucho antes a medrar huraña la muerte.

Pero no te engañes, esa manecita que ahora te busca, no es la tuya, no te salva. Te parecerá que dura una eternidad, pero en un suspiro se te acaba.

Y de pronto, ya estás solo y torpe para vivir sin molestar. Quizá ya habites en una casa grande llena de paredes sin recuerdos, despertando cada amanecer al mismo agrio olor, con el cansancio pegado a la piel, y con el único aliciente de mirar sin pestañear la puerta, esperando se abra a la vez que tu mejor sonrisa. Pero pena que aún te sostenga un molesto hilo de lucidez, porque te recuerda a ti mismo cruzando los domingos (la vida es ver volver) ese mismo portón de madera.

 Y esa pasajera mano, la que más recuerdas por ser la última, vendrá a verte, pero, ¿ves cómo no es la que te salva? Ya no necesita todo el tiempo la tuya, la huérfana tuya.

¿No comprarías una con palma y dorso que te diera las caricias? ¿Que fuera el bastón de tu torpeza, la gasa limpia de tu llaga? ¿Una mano de esas de andén o del puerto de las que se quedan siempre a lo lejos como una bandera al viento esperándote, y que no te abandonara nunca? ¿Una mano que una noche corriera lentamente la sábana blanca de tu último sueño?  

Hay un diario de una soldado de la edad dorada, que leo cada noche en su espalda vencida. Lo acompaña mi dedo para no perderme en sus renglones torcidos. Un diario que habla de soledad y ternura, de desdenes hirientes, de batallas perdidas, de encontrar en las cuatro paredes alquiladas, escondidos sollozos de madrugada.

“¿Sabes, Rubén? Le he llamado hoy corriendo, pero corriendo. Hasta temblaban mis dedos en el teclado del teléfono, y me ha dicho que todavía no podía venir. Perdón, pero se está muriendo su madre, le dije. Y mientras acababa sus asuntos, como un bebé me ha cogido el dedo corazón…"

Que no te engañen. Que no te olviden.

Rubén Lapuente Berriatúa      Publicado en el diario La Rioja