Es solo un petirrojo, el amigo de los jardineros,
el que se me acerca melodioso y colega. Viene a mí esperando mi caridad, o que
mi azada o mi corta césped descubra su alimento de arañas, lombrices, hormigas,
y demás bicharracos.
Cuando en la pandemia los carceleros nos
dejaron volver a la segunda vivienda, me encontré con la maleza amarilla a la
altura de mi pecho, y me vino este simpático, no sé si es el mismo de ahora, a mirarme
de arriba a abajo, buscándome las alas. Hizo su nido en el seto a dos palmos
del suelo, confiado, como si toda mi propiedad fuera suya. Hasta me dio también
por pensar que me miraba como a un dios, como yo alguna vez miro las estrellas.
Una
antigua leyenda dice que el color anaranjado de su pecho y cara, viene de
cuando Jesús estaba muriéndose en la cruz, y el petirrojo, entonces de color
marrón, se posó en su hombro, y mientras le caía gota a gota la sangre,
impasible, no dejaba de susurrarle al oído un canto lento y dulce que le aliviara
del terrible dolor de morir así. Y desde entonces nacen con esa mancha anaranjada
del color de la sangre de Cristo.
Yo de
niño tenía de mascota una pandilla de periquitos y canarios, siempre volando
por la cocina. Una cepa seca de una viña de Cenicero, colgada en la pared de
azulejos, hacía de nido. Y ponía mi boca en pico para darles besos de miga de
pan, y sacaba mi lengua disfrazada de ramitas de mijo. Al anochecer me
regalaban un bis de trinos, creyendo que la luz de la bombilla era otra vez el
sol de la mañana. Y por el acantilado de la mesa arrojaban el tintín de cobre de
la calderilla de mi monedero.
Me acuerdo de aquella ultima tarde de pájaros,
de juegos, cuando se escaparon todos por el balcón. Seguro que fue mi madre la
mano negra, la que acabó con ese disparate de ir por detrás con un trapo, restregando
las heces, barriendo las plumas. Y ahí se me acabó la niñez. Esa tarde me echaron
con cajas destempladas del paraíso. Y tuve que irme una larga temporada a
aprender ese forzoso oficio de vivir: ese mal invento.
Ahora
con este petirrojo, quizá reanude aquella ultima tarde que dejé a medias. He esparcido
por la yerba migas de pan, algo de fruta, semillas, y he apuntalado una anaranjada
y confortable casita de madera en el tronco de mi haya, por si quiere formar
parte de la familia.
Le
falta poco para posarse en mi hombro y llegar a ser el loro petirrojo de este canoso
poeta pirata, poco para que me cuente al oído esa hazaña de amanecer siendo
siempre el mismo. De leer cada día una página en blanco del viento, del sol, de
la lluvia. De llevar la escuela aprendida en el torrente de las venas: graduarse
cum laude en indigencia. Que todo lo que tengas acabe en el filo de las alas. Migrar
cuando tiritas de frío. Amar por instinto. Mirar al hombre como a una alimaña. No
demorar la muerte: Caer de la rama como a un agujero sin fondo del sueño…
Morir solo para morir.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en diario la Rioja

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