Se llama Andrea, “la chilena”. De la mano de mi hijo vino
a nuestra casa, a conocer La Rioja.
Nostálgica. Sedienta. Loba en celo de su tierra lejana.
No sabía que yo tenía la luz, el paisaje, el perfume, la fuente suya: ese trozo
que le faltaba, que le ayudara, en su ya largo destierro en España, a combatir esa
ansiedad de la añoranza de quien, como un árbol, nace, vive, y muere en la
misma tierra…
Llévatelo. Ya me lo devolverás antes de que regreses a
ese bello largo pétalo de mar tuyo, a tu Chile - le dije.
Lo abrazó como a su vieja muñeca de trapo. Se lo llevo
al corazón de los labios como cuando tú te hundes en la profundidad de una rosa.
Bajo la luz de su mesilla, cada noche, seguro que fue siempre
la última estrella en apagarse.
Se llama Andrea, “la chilena”. Y es sencilla como si
partieras el pan. Bella como una manzana sonrojada. Como un silencioso mineral
que centellea, mágica.
Ayer volvió a nuestra casa de El Rasillo, sólo a despedirse,
(¿para siempre?). Un abrazo muy largo con mi mujer…Y bajo el verde arco de la
glicinia del zaguán, al hacerle yo una fotografía de perfil, me dijo, tímida, turbada,
que su boca era indígena, como disculpándose, como si creyera que no iría a
quedar muy bien, como si fuera algo que habría de ocultar…
Oh, Dios mío, esa raíz tan pura quisiera yo para mi boca,
le dije.
Andrea, marinera de ese largo navío chileno, ahora
rumbo Puerto Montt, a reencontrarse con su abandonado y amado latido.
En mi mano, de pañuelo, agitaba yo el trozo que le
faltaba:
Era un ramillete de hojas de papel. Era un libro de
poemas de Pablo Neruda.
©Rubén Lapuente Berriatúa
Publicado
en el diario La Rioja 10/08/2019
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