Sobre mi mesa me puso
Carmen en un vaso de agua, una rosa roja. Alguna vez las coge, yo también,
cuando vuelves por el largo camino de comprar el pan en la tienda del pueblo. Un
paseo agradable, tranquilo, entre casas con miradores verdes, y jardines donde algunas
pequeñas rosas se cuelan por la celosía de las vallas o del enrejado, o por los
mil vericuetos de los setos. Y me parecen como esas reclusas manos entre barrotes
buscando un soplo de libertad. Y te piden que las salves, que las lleves a ver
un poquito de mundo: a perderse por el bosque interior de uno mismo, o a la
hucha sombría del escalofrío de un escote de mujer por la casa, o a medrar como
nenúfar en un vaso de agua, o a ser en las páginas de un libro, mucho tiempo
después, la hermosa sorpresa de alguien al encontrarse con unos pétalos ajados,
y al adivinar quien los puso ahí, haga removerme en el olvido que seré.
Y es a la vuelta, con
el pan bajo el brazo, cuando a la rosa más aventajada y vivaracha y vagabunda
de todas las prófugas, ya elegida a la ida, la cortas con la uña la savia de su
belleza: su cuenta atrás. Son de una casa blanca poco frecuentada, que supongo tiene
de jardinero al libre albedrio de la Naturaleza.
Este rosal que sale a
la calle a provocarte, milagrosamente, aun sube de la bodega de la tierra un
olor sublime y primitivo, y sin necesidad de hundirte en su seno rojo. Estas afortunadas
rosas habrán nacido de algún abismo inmaculado, y para atrapar esa fragancia,
que casi puedes ver y tocar, seguro que antes han rasgado la sombra de una
muchacha enamorada.
Y cortadas, todas te
piden lo mismo: rodearlas, respirarlas, abrazarlas, agotarlas… ¡Y pronto!, que
el tiempo no da salvaguardia a nada ni a nadie: no indulta la belleza.
Me
la trae en un vaso de agua, y todo lo de a su alrededor se me empequeñece. Y hasta
maquilla de un intenso arrebol las mejillas del aire que respiro.
Mirándola,
admiras al artesano en sombra o a esa maga casualidad, tan mentecata por tardar
tanto, que la ha tallado así, con esas caderas o acampanadas faldas tan
imposibles de imaginar, y además le ha cosido el más exquisito perfume: su señuelo
para subirse cada primavera al largo tren del viento. Parece una cortesana regalando,
y solo para sobrevivir, todos sus encantos rosas a este faldero bosque de
Cameros.
Y
demasiado pronto se le cayó un pétalo. Enseguida otro le siguió. Yo ya
trabajaba en mi mesa, mirándola de reojo, sorprendido, cuando cayó otro. Al
poco rato, uno más, a plomo, como un terrible suicidio.
Otro
cayó en el agua. El último lo sostuve, turbado, con la mirada fija, unos
minutos, esperando lo peor…
Mientras
iba solapando, uno a uno, todos los pétalos, vino del ayer mi padre a
recordarme aquellos días tan hirientes, al no poder dejar de oír su rítmico estertor,
que no acababa nunca de apagarse…
Vino del ayer, dentro de esta rosa, a decirme que ver morir es mucho más duro que morirse.
Rubén Lapuente Berriatua
publicado en el diario La Rioja
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