Estamos criando unos viejos bancos.
Son de carne de madera y huesos de hierro. Unos humildes bancos que nacieron de
la pandemia, mirándose frente a frente, de acera a acera, para conversar sin el
temor de que ese zarpazo de alimaña ciega nos pillara desprevenidos. Y ahí se van
a quedar. Un regalo para los que vengan después: hijos, nietos, nuevos vecinos.
Queremos que lleguen a ser como esos antiguos poyos adosados de las casas de
los pueblos, hechos para ver pasar la vida, tomar el fresquito, cotillear, coser
el mundo. ¿Por qué meterse en casa cuando en verano al atardecer el sol busca
la otra mitad del mundo, y nos deja de rebote la dulce luz de la mesilla de
noche de la luna?
Larga calle nuestra sin nada
antes para poner las posaderas, que a cierta edad buscas la forma de una silla,
el respaldo de una pared amable, hasta un cojín de borra de piedra en cualquier
camino. Y no te entretenías demasiado hablando, que la espalda dejó de ser aquel
joven junco meciéndose a la orilla del trajín de la vida. Sentarse en verano en
la calle frente a tu puerta, más que un placer, es la mejor medicina para aliviar
este viaje nuestro de la vida hacia el cansancio.
Luis tenía un viejo somier con
patas. Antonio, unos viejos maderos con esa piel arrugada como de frentes de ancianos
sabios. Y los dejamos ahí, sin saber si encajarían en el entorno, si los pájaros
de esta dulce ladera de trinos de El Rasillo, diariamente, los condecorarían.
Luis, el maestro de obras, salió
el primero a probarlos, a felicitarse mirándose orgulloso las manos. Amparo, cuando
dejó las labores jardineras probó si sostendrían su fatiga en flor. Ángel y Susana
comprobaron que eran de su cuerda, espartanos, lo primero y mejor para un
respiro tras venir de sus largas caminatas. Pascual probó si resistiría su bonachona
humanidad. Nieves acarició con los dedos el color verde hierba de sus vetas. La
rubia Begoña halagó su minimalismo. Los peluqueros, tras tantas horas semanales
de pie, les venían que ni pintiparados en sus días de asueto. Yo llamé al alcalde
para que no los quitara de la calle por su demasiada humildad y sencillez, pero
que ahí radicaba su belleza.
Ahora al atardecer los bancos se llenan de nosotros.
Quizá con el tiempo lleguen a ser como los poyos de
los pueblos, algo que hay que proteger, y por qué no un día referente del
Patrimonio de la Humanidad: el Facebook del vecindario.
La otra tarde en
este nuevo comienzo del verano, nos sentamos los de siempre, los del entorno, los
del verde barrio alto. Pero al ver venir por la calle sola a María José, semanas
sin aparecer, nos recordó que no estábamos todos vivos. “Qué bien que estés aquí
otra vez. ¿Hoy bajarás al huevo con patatas?”. No, aún no, nos dijo, buscando de
soslayo el huérfano asiento de Antonio en los bancos.
La eternidad
será un par de huevos fritos con patatas, los sábados, pero si compartes toda la
vida con alguien. Y en ese breve “aún no”, cabía todo el hueco del dolor de
quien ha perdido lo amado.
María José, no
tardes, te esperamos en los bancos.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario La Rioja 18/07/2024
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