RECITALES Y ARTÍCULOS

jueves, 22 de febrero de 2024

LOS EXTREMOS SE TOCAN

 


Con pasos de serpentina de papel, volaban bajito sobre la acera. Al cruzar el paso de cebra, parecía que pasaba un convoy de juguete con doce vagonetas de hojalata, y a cuál más tarumba. Eran unos pequeñuelos que, unidos a una lazarilla cuerda y a su vez a la correa de una señorita como si llevara a pasear de mascota a un perro salchicha, iban desde el andén de su guardería rumbo a esa vieja estación de un Centro de día.  

Al verlos entrar así, atados, algunos ancianos les dijeron que esa no era su casa. Que qué pintaban aquí. Que esto no era un correccional para semejante sarta de botarates. Pero, adónde va esa longaniza con piernas, dijo uno. Otro, en voz alta, al verlos como el haz de la vida, como panecillos recién salidos del horno, dijo que sentía su cuerpo hecho una carraca, como un asno viejo y pellejo.                         Pero los niños saben, que los viejos conocen muchas cosas que ellos no saben. Y les cuesta tan poco acercarse. Si han venido con su candor de virtuosos de la inocencia, con sus canciones y cuentacuentos bajo el brazo, a darles, como si les hubiese salido un bolo, su mejor velada. Pero, con tan sólo tres años, qué saben estos terremotos de terapias de estímulo, de argucias para sacarles del sopor de los recuerdos, qué del cansancio de vivir, qué de despertarles la vida a través de ellos mismos. Si estos pillastres van a lo suyo, a dibujar en el aire con un hilo de tiza del sueño en las manos las canciones:  Las ruedas del autobús, A mi burro le duele la cabeza, Estrellita dónde estás, Debajo de un botón, A la zapatilla por detrás, Un cocodrilo se metió en la cueva… Y esos ancianos, que como los niños tienen hilvanes frágiles, el mismo revoltijo de emociones que solas se les escapan cada día, tan vulnerables como arena a la orilla del mar, y, además, como los extremos se tocan, de pronto despierta Matusalén, y alguno, milagrosamente, se levanta de la silla de ruedas, otros regresan de la lejanía, y todos riendo, cantando, llorando, aplaudiendo, iluminan de vida lo que era una mustia sala. Luego, esas tarumbas vagonetas de hojalata sueltas en ese bosque de años, de memorias confusas, de huesos de coral, parlotean con ellos en ese lenguaje de gorjeos de luz del paladar, que ambos aprendieron de los pájaros que anidan en sus cabezas.                  

¿No será que la vejez no es lo que pensamos, lo que vemos a distancia? ¿No será que la hacemos ser así, tristeza mortal, cansancio de rutina infinita? ¿No será que, perdidos, necesitan de alguien o de algo que les remueva el asombro?      

Luego, a una palmada de la señorita, meten todo ese revoltijo de bártulos invisibles por la ranura de su inocencia, se anudan a su lazarilla cuerda, y como con pasos de alas de serpentinas de papel, se van volando, muy bajito, sobre la acera.  

Rubén Lapuente Berriatúa 

publicado el 15/02/24 en el diario La Rioja

sábado, 10 de febrero de 2024

LA MUCHACHA DE MADERA

 


Todos llevamos un niño o una niña dentro. Aquel niño mío jugaba con cualquier cosa: con una hoja de otoño, con un palitroque, con el vaho del cristal de la ventana…, luego le veías aventando a un escarabajo, haciendo a un gusano de seda monstruo por detrás del tintero, o dejando, el canalla, un vaivén desierto en la pecera. Y para que aún siga correteando por mi frente y no se me muera, he levantado mi casa como un juguete. Por ahí asoma un futbolín de los viejos bares, con una banqueta para que alcance la empuñadura del puntapié de Bellingham; unos perennes calcetines con rayas blancas y rojas en el tendedero: bandera de nuestros hijos, que por aquí anda siempre Wally; una mariquita de mascota para echar mano de ella si pide un deseo; un viejo patinete tranvía de las aceras, parrilla de los olvidos de madre; un triciclo con montura de caballito, que aunque no ha leído a Panero, un día se escapó al trote, al amanecer, sin pensar en regresar, pero volvió de las alas de las orejas, en volandas: calentito a casa; asoma una peonza, la mía, tiznada, ocho años más joven que yo, y que si la toco ahora, me quema la savia de sus días azules; un globo con barquilla para soñar volar sobre las tejas, y ver cómo se emborracha de licor de luna mi gata Vilma; un libro pop-up que no tuvo y lo abro hoy a su asombro y al mío: el de los dinosaurios de Sabuda.

 Mi casa como un juguete que se asoma al remanso del agua dulce del Iregua. Y parecería que ya no necesitara más cachivaches, pero desde que le leí “Una casa en la arena”, la de Pablo Neruda en Isla Negra, con sus mascarones de proa: María Celeste, Micaela, la Sirena de Glasgow, La Bonita…, me recordó esa fábula de marineros que le conté una tarde donde la belleza de una muchacha: mascarón de proa de su goleta de Playmovil, desbravaba la tempestad, arrodillaba la galerna: serenaba la ira de los dioses. Y lleva un tiempo tirando de mi manga para que le busque por el desguace de los mares, una bella “mascarona” de proa…

Ahora la muchacha de madera es el juguete de la casa. Arrancada de su viejo bauprés de goleta, tiene de la gubia del viento y de los golpes de las olas del mar, rosetas de niña en las mejillas. Tiene flores de algas y de lirios marinos enredadas en el pelo. Tiene aferrada entre las manos, como su único tesoro, una caracola llena de secretos.                                                                                                               Por la roda de la casa, la he subido hasta un cielo de luceras y altos miradores, donde se vea reflejada en el embalse y no se le vacíen del corazón los recuerdos.                                                                             Al atardecer, algo pasa arriba, algo oímos, algo nos sobrecoge, como si llamara con su honda caracola a lejanos mares perdidos… Y subo con mi niño a mirarla. Y yo no sé si será la humedad, la niebla, pero por sus empañados y ciegos ojos de cristal, se le sueltan a la muchacha de madera dos gotas de agua…                                                                                                                                                        Y ella no sabía llorar.

Rubén Lapuente Berriatúa. 

Publicado en el diario La Rioja 1/2/24