Yo venía de la huérfana soledad del silencio, tirado en su cita conmigo en un rincón de la casa, buscando una metáfora o la palabra que encajara en el puzzle de un poema, o esa idea que nace de pronto, y hay que agarrarla como sea, de donde sea, que como viene se te va volando.
Venía, e iba a ese cuarto suyo, el de
hilandera, el de las tardes de mi mujer, cuyo ruido de fondo, antes de entrar, me
recuerda algo al de un bar donde alguna vez he desplegado mis bártulos sobre
una pequeña mesa, y envuelto en ese runrún de las voces, he encontrado acodadas
a su cálida barra, esas evocadoras musas, que, a veces, logran dictarte lo que el
silencio y la soledad te regatean.
Entro, y oigo el frénico rumor del
pedaleo de su eléctrica rueca en el soniquete del desfile de sus puntadas exactas,
y en ese ambiente crispado veo difícil que estas otras musas modistillas cosan
las palabras, los versos, hilvanen los renglones de una historia a medida, difícil que se suban a las barbas de las de un
cálido bar, menos estridentes, infinitamente más reveladoras.
Y me quedo un rato haciendo como que
escribo con mi pequeño ordenador, junto a sus labores, frente a sus criaturas. Y
me enseña el arrullo que está haciendo para el futuro bebé, aún en ciernes, aún
del tamaño de un colibrí, de su compañera de trabajo Viviana, o el faldón para la
hija de Elena, otra compañera, que ya ha salido de cuentas, faldón de piqué al que
en un santiamén le borda un ramo de rosas de profunda y oscura belleza, y con
un tono distinto en cada una de ellas.
Me enseña cómo va la alfombra de
almazuelas para nuestro dormitorio: ni lavándome los pies con una libra de
perfume de nardo puro merecería pisarla, le digo.
Hasta que, extrañada, dándole un
palmotazo a la máquina de coser me dice: ¿Pero, a ver, tú, Darío, a qué has
venido aquí, me creo que a escribir algo oyendo a esta ametralladora mía?
Ya casi se me olvidaba, que yo había cruzado
la puerta de su cuarto de costura, tímidamente, sólo para otra cosa, para no oír
más el tintín de mi manojo de llaves cayendo por el tobogán de mi pernera, que
tengo un socavón en el bolsillo. Y qué vergüenza no saber ni enhebrar una aguja.
Me daba corte decírselo al ver cómo maneja todos esos vestidos, orfebre ella del
hilo y la aguja, para luego mirar mis torpes manos en ese continuo alado
tamborileo sobre el alfabeto de las teclas. Manos sólo para unir palabras, manos
de pianista sin piano, manos para la risotada de una pitonisa, que de no haber
hecho nada mundano, ni con una lupa les encontraría un sencillo caminito de hollada
memoria.
Mientras veo cómo sus manos cosen la
herida al bolsillo del pantalón… “Le haré doble costura, que tienes más llaves
que el carcelero de las Mazmorras”, no
se da cuenta, que por dentro de mí, avergonzado, no sé dónde meterme.