RECITALES Y ARTÍCULOS

martes, 26 de marzo de 2024

UNA CASA GRANDE

 


Hace unos años, a mi mujer le dio por alistarse, como una miliciana más, en ese impagable batallón que cuida y mima a esa edad dorada y senil aparcada en una Casa Grande. Quería ganar, tan a la orilla de la muerte, alguna batalla a esa guerra perdida del tiempo con la vida. Pasarse al lado del cansancio para amándolo todo, comprenderlo todo.

De madrugada estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla.

 Y era una buena soldado de la muerte, quizá la mejor samaritana del adiós. Sabía que quien se apagaba lentamente solo deseaba que alguien le tomara de la mano, y se ofrecía a darle un último pequeño abrazo, si quien le velaba tan solo eran las cuatro frías paredes.

Algún domingo que trabajaba, me acercaba yo a esa Casa Grande a recogerla, y nada más abrir la puerta de entrada a esa galería que daba a un hermoso patio interior, veía cómo toda la ancianidad se volvía a la vez hacia mí: era el día cumbre de las visitas, el día del calor de la caricia en la mano que les duraba toda la noche. Y en ese tiempo de espera, me hice amiga de una anciana que últimamente me reconocía solo por el aroma de mi colonia al cruzarme con ella. Y siempre decía a los cuatro vientos: “Mira que es guapo el marido de Carmen”. “Y eso que aún no se ha operado de cataratas”, le recordaba yo entrando en la niebla de sus ojos. Y nos reíamos juntos.

 

Y recuerdo aquel verano en el que todas las milicianas, cansadas de que desde altos e iluminados ventanales se atrevieran a leerles el porvenir en las marcadas líneas de la espalda, de que les cronometraran el cariño y pusieran precio a la brizna diaria de ternura, hartas de sentirse bestias atadas al yugo de un carromato a rebosar de miradas sin tiempo para abrigarlas, comenzaron una insurrección silenciosa: se trabajaba, pausadamente, al ritmo que necesitaba en cada habitación su viejo huésped. Hasta dejé yo un furtivo anónimo en el buzón de sugerencias: un quebrado entre ancianos y soldados, y una hermosa palabra de cociente: Ternura.

De nada sirvió esa valiente escaramuza cortada de raíz al primer despido.

Y cuando regresaba a la noche, sobre la cama cruzada por el arco de una espalda que estampaba su fatiga, me hablaba de que ya no servía para esto: “¿Cómo se hace, Rubén, para no cogerle cariño a esas huérfanas miradas? ¿Cómo, para que luego no te duela tanto perderlas? Y es tan a menudo, tan temprano, tan deprisa”. Me decía que era mucho más duro verlos cerrar los ojos para siempre que morirse uno. Y al final siempre me repetía que no había vuelta de hoja, que ya lo tenía decidido: iba a desertar mañana… Y yo le ponía la mano en la boca.

Pero a la mañana siguiente, ahí estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla.

Rubén Lapuente Berriatúa  Publicado en el diario La Rioja el 14/ 03/2024


sábado, 9 de marzo de 2024

CENTRO DE DÍA



                                     A la memoria de Manoli
                                       A las trabajadoras del Centro de Día G.B.

Creías que tu vida ya sólo sería una cabeza somnolienta sujeta a una butaca, a su trocito de cielo en la ventana, al ruido de fondo de un televisor. No notabas que la soledad (esa mala compañía) iba haciendo bien su trabajo, desordenando los recuerdos, criando sombras, replegándote.

 Ya son muchos años, piensas, para encararte con los tuyos, demasiados para soportar lo nuevo desconocido. Y mañana ya viene el pequeño autobús. “Al rincón del olvido”, dices entre dientes te lleva, te llevan.

 Y entras medrosa, aturdida, con ganas de desaparecer. Pero poco a poco comienzas a revivir miradas de tu mismo tiempo. Palabras que te suenan como si te las dijeras tú.

 “¿Cuál es tu nombre? Mira, ven. Tenemos un patio con el mismo sol del recreo de aquella escuela nuestra. Tiene una fuente como la de la Alhambra, con sus doce leones de piedra manando todo el día esa eterna canción del rumor del agua. Y un huerto en altares de madera para que juguemos con el milagro de la tierra, y no se nos venza la espalda. Y un campanario con badajo de jilgueros con órdenes de montar la marimorena. Y una banda de gallinas picoteando en el olvidado corral de nuestra infancia. Y dentro, mecedoras con fieles pulgares que no se cansan nunca de acariciarnos el cansancio de la vida. ¿Sabes jugar a los naipes? ¿Y a la petanca? ¿Y al juego de la rana? ¿Has jugado al bingo? Sólo dan caramelos si ganas, pero de los buenos, de los de sabor a cuba libre. ¿Sabes que hay peluquería? ¿Y baile? Que aquí aún hay viejos caballeros que con una reverencia te sacarán a bailar cuando suene esa canción inolvidable. Y siempre están ellas, las de uniforme naranja, que no te dejan dormir ni un minuto en los recuerdos, y como vengas malherida, te alientan hasta que alcances con la punta de los dedos el abismo de un tenedor, o te ayudan a calmar la zozobra de una cuchara, o no paran hasta que cruces el desierto de una baldosa. Y si lo necesitas, siempre serán la fiel esponja de tu diario decoro. Ven, mira…”

 Y al caer la tarde, el pequeño autobús te devuelve a la puerta de tu casa. Y al dejar caer tu ancianidad sobre la cama, lo haces con la alegría de tu nuevo sueño viajando solo hacia mañana: El empeño por destacar, la revancha de la derrota en el juego, la dulce mirada mate que se te olvidó devolver ayer… Y ya no te ovilla la soledad entre las sábanas, duermes boca arriba con los brazos por encima de la cabeza, como a la sombra de un sol de mimbre que te lava la sangre y desenreda la memoria.

 Y al día siguiente, a primera hora, esperas con alegría al autobús. Y al verlo llegar por la calle, antes de levantar la mano y moverla impaciente como si se fuera a ir sin ti, con disimulo, te perfilas los labios de rosa, de muy rosa carmín (¿verdad Manoli?), como si la vida empezara otra vez.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario la Rioja 29/02/2024