¿Qué se esconde en el
pecho
de una hoguera
que a tantos fascina
y,
a veces,
a algunos enloquece?
¿Todo surge de la
llama
de un fósforo que un
día
enciende la mano de
un niño
y que, al
aventarla,
mágicamente,
le hace clavar sus
ojos
en ese hipnótico
fuego de zafiro?
¿O ya viene todo
empaquetado
en el maldito azar
del abrasado ramaje
de la sangre?
Aquí no hablo
de un incendiario,
de ese asesino de
la tea,
que compra y vende
fuego,
que sale canalla al
monte
cuando el viento
cálido arrecia,
cuando amarillea el
estío,
y bajo los pies, le
restalla la rama.
Esa rapiña que
vuelve ya
a un paisaje de
pavesas y,
sobre su hazaña,
sobre el dolor de
los demás,
miserable, largamente
orina.
Aquí hablo de un
magnetismo,
de una cabeza en
llamas,
de un ludópata del
fuego,
de un canalla
enfermo
que ha mirado
siempre
con luz de barrena
la lumbre,
que no conjura,
que sale al monte
iluminado
por una voz de
fuego,
que se sube al
mirador del alto cerro
a contemplar cómo salta
su fogata de copa
en copa…
Y espera allí,
el ulular de las
sirenas,
las espadas de agua,
los calderos alados…
¡Dios mío! :
¡Su velada con
música
del crepitar de las
llamas!
©Rubén Lapuente