RECITALES Y ARTÍCULOS

jueves, 19 de junio de 2025

LA ALMOHADA DEL CORAZÓN

 


Parece una almohada. Tiene la silueta de un corazón ahorquillado como el de una alada bicicleta rosa.

Coincidió que la primera que hicieron en la Asociación del Cáncer se la llevaron a mi mujer al hospital, había que vestir de alivio la costura de entrar a desahuciar a ese avieso trocito de uno mismo sicario.

Cuando llamaron a la puerta de la habitación, creía que era para mí solo, que por fin había llegado el progreso al acompañante del enfermo en el San Pedro: creía que era una de esas cervicales para mitigar ese duro jergón de los tiempos de Maricastaña que, entre sondas y sonoras camas aún pulula por todas las habitaciones: Ese indomable potro de tortura al que para echarse una simple cabezadita hay que buscarle su triquiñuela, troceándote como si fueras el puzle de un avezado contorsionista. Y una vez coges postura, descuajeringado, pero felizmente arrellanado en la butaca, procura quedarte quieto, ni te muevas, te va en ello colgarte de algún frágil sueño, yo a la orilla de mi postrada y maleada princesa.  

 

Pero no, me equivocaba. No era para abrazar mi cuello ni sostener mi cabeza vencida. Es una almohada mágica, sirve para todas las mujeres, de talla única, a la medida de cualquier axila. Y es para después de quitar la vida a ese maldito arquero ciego, cuando la cicatriz aún respira y va dejando salir lentamente el aire del dolor que nadie ve.

 Es como aquella tirita de madre que de niño se bebía la olita de sangre, el hervor de la rozadura. Y luego salías a la calle enarbolando tu vendado dedo herido, como la vela mayor de un bergantín en la tempestad.

 Ahora es la almohada suave para la cabeza de niebla del dolor. Y en la calle Lardero, en la Asociación del Cáncer de La Rioja, tienen el taller. Allí son las mismas maleadas mujeres, reverdecidas, las que después de todo el sufrimiento, se citan, se arropan, y cosen ese corazón de muñeca de borra con hilos de penumbra de aquellas mismas lágrimas rotas.

Ahí, hilvanándolas, quizá van olvidando sus días de vida envenenada. Y ojalá no se lean todas en los ojos lo mismo; ojalá destierren esa pregunta: ¿Pero nadie nunca nos dirá que ya estamos limpias?

Yo tengo la primigenia, y se ha ganado ser la guinda sobre la colcha de mi cama. Recuerdo que cuando mi sueño rozaba el sueño tembloroso de mi mujer, bajo su brazo, la veía como aquel suave peluche de la infancia que alejaba el miedo a la oscuridad. La veía hacerse escudo, cayado, muleta, rehén en la zancadilla del sueño.

 

Y ahí la tienen preparada para llevarla, rauda y en mano, hasta la misma cama del hospital, para decirle a esa nueva muchacha herida en el pecho, que al abrir los ojos no está sola, nunca hará el duro camino, sola.

Rubén Lapuente Berriatúa   publicado en diario la Rioja

sábado, 24 de mayo de 2025

LA TRISTEZA

 


A veces me llega la tristeza, así, sin más, sin avisar. Viene tan sola, llama tan tímida, tan silenciosamente descalza, que se cuela por cualquier descuidada rendija mía. Y va devanando en la rueca del corazón ese hilo triste de mirada clavada en la lluvia.  

Es la tristeza, la que te hace creer que el mar ya no te mira, o que el ocaso te cierra su bello abanico de rojo rubí herido. A veces te hace creer que la piel ajada ya nunca te sabrá a terciopelo ardiente, o te murmura: oh qué hubieras hecho de no existir el miedo.

 Es así. Yo la he visto llenar los bolsillos de mi madre de piedras, y sumergida en sus aguas grises, ¡verla dormida soñar llorando!

Pero, a veces, la tristeza, al filo de una socorrida voz de mujer del fondo de la casa: hoy de ropa tendida en peligro, que lloran los cristales, en un santiamén se me despabila, toca a rebato, y se viste con tu mismo traje de faena…Y es que no es tan mala chica conmigo.

Pero hay otra. Esa la busco solo yo. Navega perdida en un moisés por mi sangre. La conozco tan bien que la dejo pasarme su mano de bruma sobre mi vida. Mira, llegaba yo, un renacuajo, del colegio, y subido al taburete de mis libros, tiraba de la borda de mimbre de un cestillo sobre la mesa, para ver y llegar a rozar con mis dedos a mi tardía hermanita, que, entre arrullos de algodón, parecía una princesita azul, cuando en aquel tiempo lo añil en las venas era el preludio de un ataúd blanco.

Un día, aquel frío calambre que me dio su cuerpo, se entrañó en mi mano niña: Lo único mío que la recuerda.

Y si no llamo a la tristeza, mi pobre hermanita, huésped como yo del mismo vientre, se me moriría. Oh, cómo he echado de menos a esa tardía mujercita creciendo conmigo. Esa que jugaría de otra manera. Que todo trapo suyo tendría ternura de carne y hueso. La que en sus fogones sería su pinche aplicado. Enfermo en su mesa de operaciones. Modelo en el desfile de moda en la pasarela del pasillo. Portero cuando pateara ella una pelota. Esa que me hubiera peinado el alma y echado agua al humo de la rabia de mis días esquivos.

Y nos habría atrapado toda la miel del ámbar del tiempo. En un estanque seriamos dos plácidas hojas. En una maroma dos inseparables rizadas hebras.

Y en estos días de tambores y encrucijada de dos maderos, podría haberme llamado. ¿Por qué no dicharachera?: Tacaño hermano, si quieres un halago mío en tu cuaderno de poemas ve sacando la cartera, reserva mesa en el restaurante Cameros; o culta: Oh, qué poemas tan inquietantes, Rubén, he leído de Silvia Plath, mañana nos vemos.

Y como no viene, la invito al vaivén del zaguán de mi casa, llamo a la acróbata tristeza sobre ese hilo de mirada clavada en la lluvia.

Hermana que se enamora de uno como yo de ella, aunque ya solo crezca muerta en mi mano niña.

La que sabes que, allá cuando tu ocaso, la verías siempre a tu vera, sonriéndote, y a la vez llorando.

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja




jueves, 15 de mayo de 2025

LA FLOR DE LA HIGUERA

 


“Lo que me duele lo hago rápido. Lo miro todo de soslayo y doy la temida última vuelta de cerradura a la casa de mis padres, cerrada por la muerte. Yo quería salir deprisa de ese silencio insoportable, pero sobre la tapia del pequeño huerto de la casa, al volver la cabeza, se asomaba la dulzura de mi infancia.

¡Ay, si es mi higuera! Si es la primera que me sintió nacer volando ya sobre mi cuna. La que crecía a mi orilla y desde el fondo de la casa se la oía respirar. La que poco a poco se me iba haciendo entrañable, cosida a mí, savia de mi sangre. En verano se dejaba robar su sombra. En otoño mis diarios empachos de dulzura me volvían como una gata melosa, dulce como la miel. Y aquellas noches de San Juan, en la espesura, bajo ese olor grave, asfixiante, subida yo a sus ramas, me moría de inquietud esperando arrancar esa flor que nacía y moría eterna en un instante, me iba en ello ser por siempre feliz. Leyenda que me creía a pies juntillas. Y al encenderse cerca del huerto las hogueras, la higuera también se prendía de fugaces luciérnagas. Aparecía y desaparecía en cada brote la oculta flor efímera. Pero no me daba tiempo a atraparlas en mi puñito de luz (oh, no era más que esa fantasía mía de encontrarlas, que bien pronto supe el porqué de la fábula: la higuera no sabe cómo dar flor, no tiene flor)

El destino luego te lleva lejos de casa, pero nunca faltaba a la cita con mi boca. En cualquier mercado reaparecía su relámpago de almíbar. Y cómo lo devoraba hasta sentirme borracha de dulzura, hasta colgarse de mis brazos, como de las ramas del árbol de mi vida, toda esa miel de esmeralda de mi higuera.

Y el día después del arpón lazando al sicario tumor de mi pecho, en la habitación 229, sobre la yerma mesilla del hospital San Pedro, Rubén me dejó unos higos pródigos: -Que son los de tu higuera, que ha venido a verte-, me dijo.

Y ahora que regreso, limpia de dolor, a cerrar por la muerte la lejana casa de mis padres, ahí está en pie lo único que no ha destrozado el tiempo, que respira conmigo… ¡Oh, higuera, conmigo!

Y volví a entrar en la casa. Ahora sí oía respirar a alguien. Y como aquellas noches de San Juan y tardes de dulces otoños, me subí a su enramada, a su profunda dulzura. Y bajo ese olor grave, comencé a aspirarla, a jadearla, a asfixiarme dentro…

La bocina del coche en la calle, llamándome, me hizo despertar, dudar, bajar deprisa. Al verme llegar Rubén enarbolando una bolsa, me preguntó que qué llevaba ahí dentro…

-Oh, no, nada, solo es un esqueje, una pequeña rama de la higuera, la he metido en un botellín de agua….

(es solo la vida, Rubén, que es ver crecer lo que amas. Es como ese trozo de quienes nos dieron la vida, que nos falta y buscamos y buscamos, y está en nosotros mismos, somos nosotros mismos)”

Rubén Lapuente Berriatúa           publicado en el Diario La Rioja     

                                                  

miércoles, 7 de mayo de 2025

MARÍA TERESA GIL DE GÁRATE

 


Fue al fulgor del adobe, con su veneno y su luz dorada de baratija. Fue por la prisa que mete la vida a quien necesita volver a nacer. Fue que vinieron como golondrinas los sin nada a esta calle, anidando apretados bajo los viejos aleros de madera de casas cansadas de estar de pie.

Y con un babel de voces, con sus sinuosas músicas, con sus desafinadas ropas de colores, con ruido de chancletas hasta en invierno, convirtieron la calle en un extraño batiburrillo de lejanos bazares, todos perdidos aquí. Y al ritmo de la burbuja, ¡qué de vecinos del barrio bajaron del altillo la maleta!

Pero yo tengo una ventana frente a mi balcón. Por ella se asomaba la mitad o el todo de mí mismo. Yo tengo en el sueño el rumor combado de una niña muy adentro. Del portal cuarenta y tres (la casa aún mantiene a raya, altiva, la piqueta), ella bajaba las escaleras, a trompicones, tentando la baranda hacía su rayo de luz del sol de su infancia, cuando la calle me decía era una larga almazuela de tiza.

¿Irme a otro barrio? ¿Seguir la estela de los que se fueron? Oh, volvería siempre aquí, en la nostalgia o en la tristeza. Además, el rodar de los días siempre entona la jaula de grillos de un barrio desordenado.

Y yo no bajé del altillo la maleta.

Oh, pena que no llegara ella a tiempo de ver que, en lo que dura

un milagro, barrieran los coches, alfombraran la calle, plantaran árboles y bancos de madera, y farolas con luz de candilejas que recuerdan las noches de verano. Oh, pena que no la mojara una lluvia de pétalos de magnolias en primavera.

Y era lo que ponían tan deslumbrante para el caos que teníamos, que parecía como si todo fuera de mentira, dibujado. Y nos pellizcábamos   por ver si todo era solo un bello sueño.

Y de golpe, se abrieron solas las puertas y ventanas. Y al alimón bajamos todos a la calle a aprender a mirarnos, a que cada uno hiciera la nueva calle de todos.

Que frente a mi balcón aún tenga su ventana, ya es tener el mejor rayar del día. Ahora, en su mismo cuarto, más apretado que el suyo, se asoma una niña mulata, que siempre deja caer la roseta de su regadera a la calle (tiene un tiesto en el alféizar), o una cinta amarilla de su trenza de oveja, su diaria coartada para bajar por esas mismas escaleras, a trompicones, tentando la baranda, hacia ese nuevo sol español de su infancia. Por los mismos peldaños, hacia aquel otro hambriento sol de posguerra, tropezaba ella.

Sé que no es nada que a uno le ate una ventana, o un rumor de combas de niñas subiendo hacia mi balcón. ¿Pero no es esa infancia de abajo, la misma que la de mi madre? Y cómo abandonar la calle si el dolor de haberla perdido aquí mismo, sin avisar, mortal y joven, duele menos. Si aquí desde la altura me sube el mismo remolino de su falda. Si la calle es otra vez aquella almazuela de tiza.

Si aquí la veo crecer cada día, hasta que otra vez me nazca.

Rubén Lapuente Berriatúa         publicado en el diario La Rioja

martes, 22 de abril de 2025

SOPA DE LETRAS

 


La encontré como sin querer, así, de refilón, a la salida de la tienda: una sucia y oscura cama de bronce.

Y tuve la corazonada de que si la compraba sería como esas cosas que todos los días al verte, te tiran los tejos.

Y con la paciencia de un santo me puse a limpiarla de tanta tiniebla. Y a cada adorno, a cada barrote acanalado, le iba arrancando la bocera del aire, el cansancio del metal, los sueños de otros, las huellas de un viejo amor, el vaho de la muerte en su cabezal.

Y como forjada en el crisol del cuenco de mis manos, amaneció deslumbrante con la pátina de su añorado sol de cobre y estaño.

Y echarse en ella, es como si navegaras en una barca por las aguas del sueño de tus amores. Sonora cama para acompasar su gemido al viejo vaivén del amor.

Cuando yo ya no esté, sé que quien la herede, la venderá, seguro, al verla así, sobredorada, cegadora, inalcanzable. Y con el tiempo, alguien la descubrirá en el desván de otro chamarilero, y con la misma paciencia y ternura volverá a limpiarla, pero ahora de mí.

 

En este tiempo de tanto ruido y odio, si hay dónde huir es hacia adentro de uno. Y mientras encuentro el camino a casa, lleno mis días de belleza y versos. Por eso ayer me compré unos pequeños abecedarios de madera, quiero constelar de letras la bóveda de yeso de mi buhardilla, justo solo sobre mi cama. Y a voleo las iré pegando al techo, cruzándolas luego, engarzando algunas palabras que esconderé entre esa maraña de letras, para buscarlas luego en la madrugada cuando con su tiza de luz venga el maestro a despabilármelas, o a la noche, cuando se cuele un rayito de luna por la lucera, y medio dormido en la penumbra, las vea pestañear.

Y así lo haré con falda, que en ese tejido valle de entre dulces rodillas de mi madre, de irse tantas veces la luz de aquella solitaria bombilla, corría yo a enterrar ahí el oscuro miedo chico. O amarillo, que es ese color del sol de aquellos días tan radiantes que el olvido no sabe cómo palidecer. Y vientre. Y preñez. Y ombligo, donde sólo me cabía un beso o un diamante de saliva. Palabras como vida, que yo he tenido en mis brazos dos panecillos de harina de carne y hueso y temblor de estrellas. Buscaré, milagro, y misterio, que, con tantos amaneceres en tantos siglos, con tantos mundos en tanto espacio infinito, y mira por dónde, coincido ahora contigo.

En esta sopa de letras, tengo sitio para lágrima, que somos también lo que lloramos. Y poesía, lo único libre y mágico, porque no se puede palpar, porque es perfume de palabras, humo de recuerdos: ese relámpago último de la belleza que se apaga perdiéndose en uno mismo.

Y pondré, amor, y esposa, y muerte. Ésta casi a ras del suelo, cuando al final la parábola de mi cabeza recorriendo el alfabeto de esta cartilla de yeso, entre en el pequeño temblor del sueño.

Cuando acabe de esconder todas esas palabras, lo primero que haré echado en la cama con las manos bajo mi cabeza, será, ávido, buscarlas a todas…            

                           ¡Como estrellas!

Rubén Lapuente Berriatúa              publicado en el diario la Rioja



sábado, 8 de marzo de 2025

HISTORIAS DE UN BALÓN

 


Veo a mi pequeña Aina con un balón en el largo pasillo de mi casa invitándome a patearlo, y por un momento me flaquean las rodillas. Y es que me veo en ella bajando a mi calle de arena de Miranda con ese mismo redondo tesoro bajo el brazo. Un balón que en aquel tiempo empezó siendo un rebujo de periódicos, un atado de hilas, un limón verde y seco, hasta que llegaban los reyes o el cumpleaños para cumplir un deseo de los gordos: un balón de esos que tenían pentágonos y hexágonos cosidos con hilos de cicatrices a prueba del peor maltrato.

Bajo mi cama, al gordito le oías el latido de lata del corazón por sus mil moraduras. Y por el fresco revés de mi almohada, siempre era el héroe en ese teatro de los ojos cerrados donde uno llevaba el diario de los sueños malabares: el de la tijereta, la vaselina, el remate de cuchara, la rabona… Hasta que en esa mágica cancha nocturna los vítores a mis goles hacían de timbre del despertador: el quiquiriquí de cada mañana.

En un santiamén vino el progreso, y a falta de era, de horizonte, mi balón tomaba las calles. Y de ir a rescatarlo a un barranco, o entre espinas de cardos o a las vías del tren en Miranda, ibas a gatas a salvarlo preso bajo los motores de los coches.

Y cuántas veces subía coqueto al cielo a besarse en los cristales, y, o bajaba asustado y arañado por amar con tanto frenesí, o se quedaba de rehén de una señora en bata blandiendo una escoba en el balcón del primero.

 Me patea Aina su balón, y me viene, pero nítido, cada puntapié que le di a ese cuero en medio de aquella marabunta del patio, o los sábados con la primera camiseta a rayas blancas y rojas, iluminada por aquel dios mío futbolero.

  Iba a ser el héroe de mi sueño despierto, mi destino:” tú, chaval, con esa velocidad, vales para esto”. Pero un avieso y orondo portero, sin porvenir, alias zampabollos, me rompió con saña la rodilla en aquellos años en los que te sacaban el líquido sinovial mordiendo un palo entre los dientes.

Y ahí se me desinfló mi balón de fútbol. Luego mi infancia la calcó mi propio hijo, y con mi mismo sueño roto (“menos mal, Abel, que solo tenías dos rodillas que romperte”).

Quizá sea porque corra por las venas de la familia sangre de cristal, o por esa quebrada línea del destino de la mano que extrañamente se bifurca y se curva y arrodilla, … no sé, la vida es circular, es ver volver, es una rodilla que en cada hornada repite y cruje su misma malaventura.

  Y al ver ahora en el pasillo de mi casa a esta pequeñuela tomarme de la mano con un balón bajo el brazo, candidata a romperse los dos cruzados, le digo que no me gusta este juego, que qué tontería es esa de dar patadas. Que es mejor jugar con un globo en el aire, o dibujar en la pequeña pizarra caras de niños con la boca de luna menguante, triste, que extrañamente hace, a ver si desinflo, y antes del hachazo de la futura leñera de turno, su balón de fútbol.

Rubén Lapuente Berriatúa      publicado en el diario La Rioja



martes, 25 de febrero de 2025

Y A OTRA COSA, MARIPOSA

 


Ahora que al hijo le han salido alas para volar de casa, todavía con el eco de sus pasos por las habitaciones, me quedo con su infancia, la primera, la que no recuerda, cuando llegaba yo a casa herido de oficina, tarde al último compás de su breve pie. Y no sé en qué hora se atrevió con la cima de una baldosa. No sé cómo se me apareció de pie plantado frente a la puerta, tirando de la cartera de mis papeles como de la cuerda de una carreta rota.

Y ahí lo tenía, puro y sin memoria, con esa fiera rosa y mugrienta que es un cuerpo de niño. Ahí lo tenía, capitán de los arrabales de la cocina. Rastreador de sus cubiles. Trizaba entre los dedos y hasta el infinito cualquier migaja que pillaba por el suelo.

Su ojo y su reojo seguía a todo lo que se movía por la casa. Y cuanto más veloz era, más se clavaba a gatas las espuelas para cazarlo.

 ¡Era el único del Universo que le había visto la jeta a un gamusino!

 Y como todo lo aprendía antes de los bichos que de sus sesudos mayores, su manecita me llevaba por los rincones de sus madrigueras, despertando la jerga de las cosas. Me enseñó el lenguaje de los pájaros. Cómo se avienta a las arañas. Cómo se saca de una pelusa un perdido cabello de oro suyo.

Y se traía a casa el calidoscopio de toda la luz de la tarde. Luego, entre un revoltijo de coches patas arriba, dados de cuatro rompecabezas y abatidos rascacielos de colores, vencido, se dejaba caer sobre la alfombra, y bajo los párpados cerrados, se le iluminaban los ojos.

Un día, a un escarabajo errante le subió a la almena de su castillo para que avistara hasta los últimos confines de su señorío. Y a falta de enemigo le encerró en la mazmorra con miga de pan de almohada, y puesta en la cerradura el tintín de las llaves. Todo hasta que el grito de su madre aplastó contra la suela de su zapatilla a su buen amigo de viajes. Ahí empezó a enturbiársele la pureza. Ahí le nació la memoria, haciéndole sitio a la primera gota de cobarde.

 Y meses después, si le daba un estuche de lapiceros de colores, le daba la mano del viento. Le daba el vuelo de un hilo de tiza del sueño. Y me pintaba una casa con su mechón de humo, su bólido rojo, un sol amarillo, y a un tipo con antenas (era él con su remolino en el pelo), siempre con una sonrisa de payaso. No titubeaba. No tachaba. No copiaba. No sufría. Apretaba el color para que saliera más intenso, más llameante, y, o rompía la mina del lapicero, o se quedaba sin fuerzas, medio dormido sobre los colores.

Sin una pizca de pintura en la memoria, lo que le salía era definitivo,

original, puro, sin patraña. Y lo hacía de carrerilla, como si llevara

mucho tiempo en esto del arte. Luego, en la hoja de papel ponía el garabato de su nombre, y la olvidaba para siempre…

                       Y a otra cosa, mariposa

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja