Parece una almohada. Tiene la silueta
de un corazón ahorquillado como el de una alada bicicleta rosa.
Coincidió que la primera que hicieron
en la Asociación del Cáncer se la llevaron a mi mujer al hospital, había que vestir
de alivio la costura de entrar a desahuciar a ese avieso trocito de uno mismo
sicario.
Cuando llamaron a la puerta de la habitación,
creía que era para mí solo, que por fin había llegado el progreso al acompañante
del enfermo en el San Pedro: creía que era una de esas cervicales para mitigar
ese duro jergón de los tiempos de Maricastaña que, entre sondas y sonoras camas
aún pulula por todas las habitaciones: Ese indomable potro de tortura al que para
echarse una simple cabezadita hay que buscarle su triquiñuela, troceándote como
si fueras el puzle de un avezado contorsionista. Y una vez coges postura, descuajeringado,
pero felizmente arrellanado en la butaca, procura quedarte quieto, ni te
muevas, te va en ello colgarte de algún frágil sueño, yo a la orilla de mi
postrada y maleada princesa.
Pero no, me equivocaba. No era para abrazar
mi cuello ni sostener mi cabeza vencida. Es una almohada mágica, sirve para
todas las mujeres, de talla única, a la medida de cualquier axila. Y es para después
de quitar la vida a ese maldito arquero ciego, cuando la cicatriz aún respira y
va dejando salir lentamente el aire del dolor que nadie ve.
Es como aquella tirita de madre que de niño se
bebía la olita de sangre, el hervor de la rozadura. Y luego salías a la calle enarbolando
tu vendado dedo herido, como la vela mayor de un bergantín en la tempestad.
Ahora es la almohada suave para la cabeza de
niebla del dolor. Y en la calle Lardero, en la Asociación del Cáncer de La
Rioja, tienen el taller. Allí son las mismas maleadas mujeres, reverdecidas,
las que después de todo el sufrimiento, se citan, se arropan, y cosen ese
corazón de muñeca de borra con hilos de penumbra de aquellas mismas lágrimas
rotas.
Ahí, hilvanándolas, quizá van olvidando
sus días de vida envenenada. Y ojalá no se lean todas en los ojos lo mismo; ojalá
destierren esa pregunta: ¿Pero nadie nunca nos dirá que ya estamos limpias?
Yo tengo la primigenia, y se ha ganado
ser la guinda sobre la colcha de mi cama. Recuerdo que cuando mi sueño rozaba el
sueño tembloroso de mi mujer, bajo su brazo, la veía como aquel suave peluche
de la infancia que alejaba el miedo a la oscuridad. La veía hacerse escudo, cayado,
muleta, rehén en la zancadilla del sueño.
Y ahí la tienen preparada para llevarla,
rauda y en mano, hasta la misma cama del hospital, para decirle a esa nueva
muchacha herida en el pecho, que al abrir los ojos no está sola, nunca hará el
duro camino, sola.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en diario la Rioja