Mira que cuesta asomarse, sin prisa, al
tiempo arrugado y casi vencido de los ancianos. Si fuéramos críos, nos
inclinaríamos hasta restregarnos en el asperón de esa piel, y sin esfuerzo, sin
prejuicios, con un amor dulce e inseparable; hasta nos detendríamos a
jugar, con un dedito, a perdernos por ese laberinto de surcos de sus
ajados rostros: pues sí, los extremos aquí se tocan, lo que empieza con lo que
acaba se encuentran, se reconocen, se encariñan...Sí, si no eres un niño, mira
que cuesta asomarse, sin prisa, a esa edad casi vencida.
Y eso que, a los ancianos, casi les
bastaría, que saben que andas como una moto, con que al pasar cada mañana
delante de ellos, movieras el aire, olieran quién eres, o si fueran esos que se
quedan mirando tanto tiempo lo recóndito, sería suficiente con que les
rozaras, un momento, al pasar, la mejilla, que así retornan a este mundo,
despiertan de ese mortal letargo…
Cuando respiran hacen ruido. Cuando
comen salpican un poco. Cuando hablan, sueltan a veces algún desatino: “Estás como
para internarte”- le dices, pero sonriendo, porque comprendes y sabes que no
hieren a nadie, que la vida es un viaje hacia el cansancio, hacia el olvido… Y
si pierdes con frecuencia tu tiempo o mejor dicho, si lo ganas, y les sueltas
adrede cada día alguna tontería de las tuyas, ya verás cómo se carcajean hasta
tener que pararles la tos con una palmada en la espalda.
Tú, ponle siempre, a la tarde, en la
tele, el diario de un encuentro. Mejor si hay lágrimas, las de cocodrilo le
sirven lo mismo. Bájale de la pantalla sus recuerdos: unas fotos, una película,
o un poco de aquella música de antaño, que en su sangre navega siempre una
charanga esperando suene la primera nota de una vieja y eterna melodía…Y verás
cómo amanece un destello en su mirada mate. Y verás cómo se levanta de la silla
y te hace cien veces la zapateta.
Disfrázate de Rey, como para el
niño. A esa edad, otra vez, se lo cree todo. Y después, a tus asuntos.
Si tienes que dejarle en una casa
grande, en una Residencia, acércate a verle un rato todos los días. Mejor,
a la misma hora, para que no se impaciente y no se duerma al mirar tanto la
puerta. Si se le cansa la cabeza y busca de almohada su hombro, inclina
también la tuya, para que te vea bien, como aquel día que perdido tú en la
vida, fijó, sin demora, sus ojos en los tuyos, y te ofreció lo poco que tenía y
hasta el último gramo de todo el oro de su tiempo…
Un ratito largo con su mano en la
tuya…
Que la caricia de la palma le dura toda
la noche. Un ratito largo…
Y después, a tus asuntos.
Rubén Lapuente Berriatúa