RECITALES Y ARTÍCULOS

jueves, 23 de noviembre de 2023

EL VALS DE LAS HOJAS

 


Para Rosa Palo

Me gustaría que, si Rosa Palo me viera paseando por uno de estos senderos de esta hoguera verde y oro de Cameros, me llamara para preguntarme por el otoño, que por dónde anda ese jardinero, por dónde tiene él su zaguán dorado, su melancólica entrada, cuál es el paraje de su mejor lienzo, que no viene en Google Maps.

“¿El otoño? Es algo más arriba. Sí, Rosa, por este mismo camino. Para el coche antes de llegar a la ermita. Por ahí, cerca de un acebo, tiene él su aldaba dorada. Ah, pero hoy no te molestes en llamar, que ha dejado la puerta entreabierta. Anda estos días tan atareado rociando todo de ámbar, subiendo tanta savia de topacio a las hojas, llenando tantos jergones de hojarasca para las noches de los enamorados ciervos que, de tanta ida y venida, sólo saldrá a recibirte el vaivén de su mecedora.

Pero no tengas vergüenza, entra y vístete con su ropa. Toma de su taquilla su buzo de tímido camaleón. Su pala y su escoba de abanico échatelas al hombro que, disfrazada así de jardinera del otoño, te será más fácil desaparecer en esta lenta y dulce y bella agonía amarilla, ¿no has venido a eso?

Ahí dentro todo está dulcemente muriéndose. Todo cae tan milagrosamente en su lugar exacto que ni necesitas mover un dedo, tan sólo, por si acaso te cruzas con él, disimula haciendo como que arrastras unas hojas que se han salido del camino, o haz como que lloras por un ojo, que este cascarrabias de otoño vea que también arrimas el hombro, que te implicas en adecentar el ocaso de tanta belleza.

Verás, a cada momento, tantas hojas caer, que no podrás seguir el vuelo de ninguna. Y, ¿sabes?, si no lo hicieran, si se quedaran prisioneras de sus ramas, enfermaríamos de melancolía, tendríamos que ir, furtivos, a esas noches doradas, a espantarlas como pájaros amarillos.

¿Y qué es eso Rosa de decir que ver el otoño, así, no resiste el sentido del ridículo? ¿Esto es cualquier cosa?  ¡Pero si es ver morir para otra vez ver nacer!

 Y, sola, abandónate. No tengas vergüenza en imaginar que todas caen sobredoradas sobre tus deseos, tus esperanzas, y con más dulzura sobre tus viejos fracasos. Y con un toque de locura, hazlas todas tuyas. Súbete, y niña, a ese corcel del tiovivo del otoño, y baila ese vals de las hojas que se mueren en tus brazos.

 Ah, pero no te demores mucho en salir, despierta a tiempo de ese trance amarillo, no vayas a querer anclar del todo el corazón a ese noray del muelle del otoño, que aquí, en la sierra de Cameros, la belleza en carne viva acelera ese pequeño temblor de estar vivo: enfermo de vida.

Y antes de volver a ese mal invento del oficio de vivir, decora el cielo de tus párpados con esa última estampa dorada, más hermosa si mañana la rescata tu soledad o tu melancolía, o en esa tarde en una terraza donde la vida, extrañamente, coincide por fin con uno.

Cuando salgas del bosque, bajo ese vals de las hojas cayendo, camino Villoslada, cose de soslayo los mil guiños de sol entre las hayas a tus ojos de bronce. Por el estrecho camino, tu berlina irá dejando, tú no lo verás, una larga y bella y cansada estela de oro”


Rubén Lapuente Berriatúa

publicado hoy 23/11/23 en el diario La Rioja

jueves, 9 de noviembre de 2023

BOUAZIZI O EL ÁRBOL DE JÚPITER

 


Fue en noviembre del dos mil diez. Iba yo en el coche, camino de El Rasillo, cuando en el mismo borde de la carretera, al pasar por aquel vivero, vi una pequeña fogata de hojas, una cabellera cobriza, un pequeño árbol como una zarza en llamas. 

Yo quería un poco de arrebol, de crepúsculo, un poco de otoño en mi jardín, y ese pequeño árbol que veía desde la ventanilla del coche, que dulcemente enfermaba, pensé que podría ser la guinda que no tenían mis ojos. Y conduciendo, me imaginé que cuando sus hojas cayeran sobre la yerba, darían un hermoso aguacero carmesí: la colcha de su alcorque desnudo para las tiritonas de su largo invierno serrano. Y ahí se me quedó en la memoria ese incendio, ese sufrimiento rubí de la luz.

La casualidad quiso que al pasar por el mismo lugar a primeros de enero del año siguiente, escuché en la radio del coche la noticia de la muerte de ese muchacho tunecino, Bouazizi se llamaba, mercader ambulante que se ganaba la vida tirando de un carromato de frutas y verduras, al que la policía corrupta del régimen le confiscó tantas veces la mercancía por negarse a pagar la consabida e irritante mordida, que la hartura de vivir de rodillas hizo que se prendiera fuego ante el mismo ayuntamiento de su pueblo. Una foto de una momia vendada en un hospital, junto al tirano del pueblo tunecino, Ben Ali, ahora disfrazado con la piel de un cordero y pasando la mano sobre lo que era un espantajo de gasas, había visto unos días antes en el periódico. Y yo, que seguía los acontecimientos con inquietud, que admiraba a ese joven debatiéndose entre la vida y la muerte, me vino en un relámpago aquella lumbre de sangre otoñal que pasó por la ventanilla de mi coche. Y paré en el vivero. Busqué por los senderos el arbolillo ardiendo, pero era cinco de enero, y esa mañana de cencellada las hileras de plantas eran un ejército de espectros helados. 

-Hola, estoy buscando un pequeño árbol, no sé, pasé por noviembre, lo vi desde el coche. Tenía las hojas como si de verdad sangraran.

-Oh, sí, mire, ahí lo tiene. Es el árbol de Júpiter, con este frío y la niebla del río tan cerca, y sin hojas, le han dejado hecho un guiñapo.

 

Y ya son trece años en el jardín de mi casa de El Rasillo, y si te acercas en noviembre, desde mi calle lo verás como una zarza en llamas. Quizá para ti sólo fuera antes una pincelada en esta hermosa acuarela del otoño, pero seguro que, ahora, al mirarlo con otros ojos, lo veas como una bandera enarbolada por un pobre muchacho que no supo nunca que, hecho una pira de rabia, prendía la mecha de una primavera nueva. Una hermosa mancha calcinada en el suelo, bastó para quemar el miedo de todo un pueblo. Ahora entiendo que haya libertades que sólo se consigan derramando sangre.

Y en la suave piel de alabastro de su corteza, no hizo falta que le tatuara con la punta de mi navaja las ocho letras de Bouazizi, que cada otoño de mi vida, este árbol de carne y hueso, sabe cómo recordármelo. 

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 09/11/23