RECITALES Y ARTÍCULOS

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sábado, 18 de mayo de 2024

LA FLOR DE LA VID

 


                                              A Humberto Lapuente

 “Nunca me había pasado. Y mira que llevo años viajando por esta tierra riojana. Yo, que soy de Cenicero, parado aquí, al pie de esta vid, en cuclillas, ¡y a mis años sorprendido!  Yo, que todos los días voy de bodega en bodega, casi de viña en viña, con este morral lleno de etiquetas esperando que esa luz de papel traspase el vidrio de alguna botella de RiojaQue pueda llegar a ser el recuerdo de un vino que te acompañó en el lagar del cielo de la boca de los días inolvidables, dorados, en los que el tiempo se quedó contigo a charlar, a reír, a celebrar la vida, o el consuelo de un brazo amigo de terciopelo aliviándote la tristeza o el desamor. Que pueda llegar a ser su rúbrica, o su semblante, o su señuelo, y al verla ceñida a una cadera de cristal, te arranque la saliva que le pertenece…

 ¡Yo, aquí, fascinado! Será que siempre he mirado la belleza de esta infinita almazuela de viñedos como se mira el mar o los atardeceres, así, sin más, en la más lejana lejanía, cuando no siempre la belleza es solo distancia, que, aquí, a un pasito de ella, aguantaría cualquier examen minucioso: no tiene costuras. Y es que ha sido desde la ventanilla del coche, al ver de pasada esos bosquejos de tiernos racimos en flor, lo que me ha hecho parar y entrar en una viña de Cenicero a quedarme al pie de sus cepas, primero sorprendido, luego emocionado al bajar a tocar con mis dedos la cuna del Rioja: descubrir, entre las hojas, la escondida belleza de estos esbozos de racimos en flor que va tallando esa artesana y tozuda Naturaleza, más aún, cuando nada es necesario, cuando  todo continuaría igual, indiferente, sin esta infinita y hermosa almazuela de viñedos…

 Y es que casi ni recordaba haberlo visto antes. Uno va a las bodegas a colocar su reclamo de papel, y se olvida de la raíz de terciopelo de donde bebe el vino el misterio de la vida. Y como si la vid fuera tímida, celosa, y temiera que le descubrieran su truco de magia, solo tienes un momento para asombrarte. Y es que dura tan poco la cierna: esa gestación, la delicadeza de ese nacimiento, su hechizo, su complejidad, con esa extraña y delicada y efímera minúscula flor blanca de la uva, que muere casi al nacer, derramándome ahora su eterno aroma verde.

Oh, es la preñez del vino. Es la niñez de la uva. El asombro del arranque de este sortilegio que acaba con mi etiqueta pegada en la botella: Ese humilde señuelo de papel que a veces se adelanta y logra abrirte la profunda cava del paladar, como si el vino encerrado en el cristal despertara.

Y aquí, yo, parado, mandándole fotos a mi hermano Rubén, embriagado de entrar en el fondo de este enjambre de olorosos verdes racimos de vid en flor. Amando lo que hago, pero ahora de otra manera, al ver de tan de cerca, frente a frente, cómo nace el pequeño dios del vino”.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 9/5/24

sábado, 2 de abril de 2022

ANDREA

 


Andrea, que son ya las nueve. Que no has subido la verja. Pero, ¿qué te pasa? ¡Pero si ni has horneado el pan! ¡Que nos viene toda la marea del barrio, Andrea!

No mujer. No me llores aquí. Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué? ¿Que no sabe si te quiere? Andrea, que esto es un negocio. Deja para otro sitio el desamor ¿Que no se te pasa? Dile que si tiene que romperte el corazón que te lo rompa ya. Que deshoje de una vez su margarita.

Oh, cómo vas a ser poca cosa, Andrea. Ay, si viniera aquí. Si viniera mucho antes de tu hora. De incógnito. Si yo le enseñara en las cámaras cómo buscan esa joven mirada tuya, la que les hace empezar a quererte, o esa sonrisa eterna que tienes, que vende Andrea, que vende. Que sintiera tu alegría. Tu fatiga de horas de pie. Tu firmeza y elegancia con lo rapaz. Tu mano de niña hada que no coge las cosas sino que las acaricia, Andrea, las acaricia. Lo que vales. Que en tu descanso, le sonara el móvil, tu llamada. Enseguida la tomaría, seguro, para llevar en volandas con su voz, tu cansancio. Que se enamorara aquí de la que no conoce. Aquí maduraría su amor, aquí, Andrea.

Ya me gustaría a mí tener tus años para tirarte los tejos…

La verja, levanta la verja, Andrea. Venga. Ésa no, aún ésa no. La de tu estima, la de tu alegría de siempre primero…

Es Andrea, una de las chicas de El ángel. La que antes de ponerse el uniforme amarillo reparte sin más los abrazos que quieras. Y te cuenta lo que quizás tú te guardarías por creerlo demasiado íntimo:

Que si su chico se le declaró (por fin) doblándole sólo para ella las campanas de la iglesia de Igea, que de recolocar los nidos de cigüeña en los tejados de Dios de toda La Rioja, se gana ahora la vida. Que la suerte le ha regalado un huerto urbano y que todos los días se acerca por si ya despunta la bayoneta verde de sus lechuguinos soldados. Que no pega ojo por un perro del barrio, que no hay manera de acercarle, de tan apaleado, ni un trozo de pan duro…

 Y mientras te lo cuenta, te crees que desayuna sorbitos de zumo de cielo, por lo de transparente, por lo de no correr nunca la cortina de sus entresijos.

Hasta hace bien poco venía a trabajar a lomos de su bicicleta malva, y la aparcaba en la misma trastienda, que como la había carenado tan vintage, tan del color de la novia del viento, atada a una farola o a un árbol de la calle, cualquier manilarga brisa loca se la habría birlado. Pero ahora viene a pie al trabajo, que prefiere pasear por las calles un atracón diario de vida que le ha florecido en el vientre. Y su felicidad nos la mide en centímetros. Que saca cada día delante de nosotros el metro amarillo de modista, para cerciorarse  de que ese milagro escondido, crece y crece…

Oh, pero el lunes, sobre la mesa de la oficina, me dejaron un parte médico de baja. Y al leerlo fue como si me asomara a un oscuro pozo  por donde se pierde para siempre ese saquito de viento de harina y agua y fuego que es la vida…

Me dolerá buscarle los ojos cuando vuelva.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 19/03/2022 en el diario La Rioja

Mi otro blog  http://rubenlapuente.blogia.com/


lunes, 14 de junio de 2021

¡QUÉ SON GIGANTES!

 


De siempre, en los pequeños pueblos, los niños galopan a lomos del tiempo( no le dan respiro), y no suelen pararse a ver el privilegio de vivir asomados a la belleza de su entorno, y menos volver la cabeza al pasado, cuando aún no tienen su alacena llena de esos breves momentos eternos de la niñez. Luego, el paso de los años, les deja en el recuerdo unos paisajes con montes, valles, ríos, cielos, luces y colores. Y cuando se tienen que ir (esa es otra historia), vagabundos de su destino, es cuando esa íntima alacena dormida suya empieza a abrir los ojillos.

 

Y al principio aprenden a bajar los párpados, subiendo el telón de aquellas largas y felices horas perdidas de la niñez. Hasta que un día se acuerdan (tocan a rebato), que tienen que volver, porque enterraron bajo una piedra, otra, muy chica, la suya, que era un talismán en el bolsillo, un diamante en su pequeño apretado puño de luz.

 

Y regresan a reanudar aquella tarde de golondrinas, de campanas, de juegos que abandonaron, que dejaron a medias por irse  a ese oficio de vivir, a ese mal invento en el que con prisas, de un lado para otro, con la cabeza agachada, pensando en quiénes son, se les pasa la vida. Se dan cuenta que uno realmente no es del todo de la tierra donde ahora dejan sus huellas, que en realidad, sólo son de su pequeño lugar, herido de soledad, de donde la tierra les reconoce y recompensa ablandándoles el camino, que se es de donde uno no oye sus pasos.


Pero un día, ya en su pequeño pueblo germinado de nuevo bullicio, sin llamarles nadie, el progreso anuncia que un ejército de gigantes va a clausurarles, con llave, aquella alacena, de par en par abierta; que puede hacerles bajar de la copa de su árbol donde tienen en un nido guardado el oro de sus días azules…

Y empiezan a soñar con un Quijote de rodela y lanza en ristre sangrándole la memoria. Un Quijote que masculla ya su hacha de hidalgo leñador de titanes de viento. Y oyen en sus sueños un nuevo canto a medianoche: toc, toc, toc... Contra el gigante que se lleva el patio del recreo, el paisaje de una vida, la futura memoria de sus hijos por gruesos cables; toc, toc, toc… La niñez del corazón golpeando en los fríos filamentos, que candentes, mañana sólo lucirán olvido. Y se despiertan con rabia y con una nueva mueca en la comisura de los labios, torcida…

Y amenazan con hacer las maletas, y de momento las sacan a la calle, se sientan sobre ellas, y es para que no les roben un trozo de su pasado, para que al final los gigantes se pongan en donde no lleguen sus zarpazos, lejos de su alacena. Y que midan bien por dónde cae el crepúsculo, que por detrás de las hélices, al bajar el sol con ventolera, al girar locos los élitros lanzando sus andanadas de retales de lumbre,  no ametrallen tejados, ni ventanas, que no hagan una discoteca del valle, que apunten a otro lado tanta centella de fábrica, que no les hagan cada día volver la espalda a su bello y único atardecer.

Rubén Lapuente Berriatúa. 

Publicado en el diario La Rioja el 12 de Junio de 2021



valle de Ocón(La Rioja)

martes, 22 de diciembre de 2020

CARTA A XIMO PUIG

  


publicado en el periódico digital nuevecuatrouno de La Rioja 22/12/2020

Ya sé que es algo personal, Sr Ximo Puig. Yo lo tenía todo preparado. Tan fácil como bajar en el ascensor al garaje, montarme en el coche con mi mujer, y llegar a la puerta de la casa de mi hijo en Valencia. Pasar el día 24 y 25 con él, y volvernos, en un tris, para la Rioja. Nos lo había dicho hace muy poco, que es usted quien porta al cinto, como carcelero mayor valenciano, el tintín de las llaves de la comunidad: Tenéis abierta la frontera. Pero, de pronto, Sr. Ximo Puig, cambió de criterio: adiós caramelo a la puerta del colegio.

Yo creo que existe el mismo peligro, en ir a oler el perfume de la flor del naranjo, que al supermercado de mi barrio, o al pueblo de la Rioja donde tengo mi segunda vivienda. A lo mejor, en el fondo, lo que quiere es que nos muramos todos de salud. Qué pena que no den carnets de responsabilidad, para, como en un congreso,  llevarlo colgado del cuello, y circular por su país sin que me den el alto por riojano sospechoso.

La movilidad, en sí, no aumenta los contagios, sino la insensatez. Quizá, el cambio de criterio, tan brusco, y a media noche, obedece, Sr. Ximo Puig, a que teme que una estadística le baile el asiento, no lo sé. Y esa moralina, de que hay muchas más Navidades que celebrar acompañado de la farisea palmadita en la espalda, como si fuera, Sr. Ximo Puig, mi padrino, me exaspera, que de poeta poco tiene, que, a cierta edad, la mía, el tiempo comienza a existir: un sicario te pone el reloj en marcha, y en una de tus habitaciones interiores, anda incubando ese pequeño dolor, el que a veces te hace llevar la mano a algún lugar de tu cuerpo, que el esbirro aprende rápido a encender la primera luz de tu derribo: No quiero que me hurten esa cita maravillosa y tan sencilla con mi vida, después de tanta renuncia en estos meses.

A mi mujer, ese sopetón del asombro de su inestable criterio, le ha puesto unas cuantas arrugas nuevas. Debería agregar en el comité de expertos que le asesora, aparte de algún restaurador, que falta le hace, alguna mujer con amor de madre, la mía por ejemplo, para tomar decisiones más cabales.

Sr. Ximo Puig, ya sé que es algo personal, pero deberíamos tener más miedo a morirnos de pobreza, de miseria, de hambre, que del  covid, que se lo digan a los 8.500 niños que mueren al día por desnutrición, de los que nadie se acuerda. Y si sabemos los que son, y cuántos caen por minuto, es porque la miseria, “menos mal”, da de comer a unos cuantos sociólogos, los mismos que recuentan, y mal, muertes por estos lares. Quizá, el progreso sea eso, pura y dura estadística. Qué pena que sólo se sienta la muerte en el radio de uno mismo. Deberían enseñar en la escuela a sentir la parca, con tan sólo cerrar los ojos, sin tener que ir a chapotear en la lejana miseria: veríamos aquí lo nuestro de otra manera.

Usted, cierra la frontera, que cree suya, y en Navidad. Y eso no es cualquier cosa. Para muchos esa fiesta es sagrada, que se lo digan a mi mujer que tiene en los ojos tatuado, imborrables, cada una de ellas. Ya sé que para un socialista de pura cepa, la navidad se escribe con minúscula, es algo como más de luces de celofán, y del tonto de Papa Noel. Así, ya entiendo que amuralle su comunidad, que por cierto, ¿no debería ser también la mía?

Ya sé que es una cosa personal, Sr. Ximo Puig, pero por mi casa le hemos declarado persona non grata, aunque, ahora, cada vez que aparece en la televisión, tiene en mí, un valedor fiel, que tengo que sujetar, y cada vez con más fuerza, las violentas andanadas de mi mujer.

 Rubén Lapuente Berriatúa

carta a Ximo Puig

viernes, 9 de octubre de 2020

MARTA Y SARA

 


De mi libro días de quimio y rosas

 

Marta y Sara

almidonadas de blancura

Marta

alocada y dulce

De piel tatuada

Fideo hermoso

me deja

que la llame

 

De bello

cabello

negro

ensortijado

De serena sonrisa limpia es Sara

 

“Hoy a la niña bonita”

nos dicen

como si el box quince

del hospital de día

fuera la suite nupcial

 

En el minado ramaje

oscuro del brazo

le encuentran

a la primera

el claro estuario azul

de la última vena

Marta y Sara

con una mirada

con una palabra

con el simple envés

de una caricia

saben colarse

por el bisel del desasosiego

y bogar contigo

por las tardes

de plomo

Siempre atentas

al silbido

del ronco ruiseñor

A que cese el orvallo

de alfileres

en la sangre desnuda

 

Marta y Sara

en una hoja del álbum

de las tardes de oro

de nuestro corazón

vivirán

 

Con un beso soplado

desde la palma de la mano

les decimos

hasta siempre

mientras

intranquilos rostros

nuevos  llegan

que enseguida

reconocemos

de haberlos visto…

                       en el mismo espejo

                                nuestro

                        ©Rubén Lapuente Berriatúa


martes, 9 de junio de 2020

CASCABEL DE PLATA


Publicado en el diario Nueva Rioja hoy 9/6/2020  día de La Rioja

Vivo en una calle de Logroño, estrecha, diez o doce metros es la distancia que separa mi casa de las dos que hay enfrente de mí, casi ignoradas por uno hasta que un puñado de aplausos en los balcones y ventanas me las ha devuelto como un humano mural, un photocall con sus agujeros para pintarles caras, un 13 rue del percebe pero sin su chirigota.
Los otros edificios, andan demasiado en ángulo para detenerme a mirar con detalle quien se asoma, y un miope como yo, cuando entorna los ojos, llega hasta donde llega, y desisto de reconocer quien se une a esta ovación diaria, aun así, echo una ojeada a mi derecha, a la casa de la fachada larga que carece de balcones y tiene pequeñas ventanas, más de 40, pero sólo aparecen algunas manos batiendo palmas con las persianas medio bajadas, como un escudo protector, como si los dueños de esos brazos les diera vergüenza mostrarse; uno, sí, retuerce el cuello para asomar la cabeza, y mira un momento para donde estoy. Es un edificio sin ascensor, donde la mayoría de los que viven son inmigrantes, y no salen más de cinco, tres cuento ahora que han dado las ocho, supongo que porque no se sienten aún de este país o por timidez, o por la incertidumbre y la angustia de lo que está por llegar, y eso no da para un aplauso entusiasta. También, quizá, el cansancio y el nuevo temblor al futuro, hace mella en los dos edificios de delante de mí, los que los aplausos me han destapado y a los que he puesto rostro de vecino conocido en cada ventana, que ya no todos abren.

Vivo en el último piso y justo enfrente de mí, a la misma altura, también sale la vecina del quinto a aplaudir, la conozco del barrio, de saludarnos siempre que nos cruzamos. Ni me acuerdo cómo se llama, es viuda, vive sola, bueno, no del todo. Esta mañana, subido a lo alto del respaldo del sofá de su salón, vislumbré un gato blanco o una gata, de raza angora turco, lo sé porque mi hijo tiene una igual y cuando viene algún fin de semana disfruto de ese felino, pues me da más de lo que pensaba pudiera ofrecer ese detective de las habitaciones que es un gato. Tenemos que tener mucho cuidado (indicaciones de mi hijo), con las ventanas y balcones, pues le gusta las alturas, se sube o intenta hacerlo en la estantería más alta de cualquier cuarto de la casa. Esta michina tiene alma de alpinista de élite queriendo llegar a lo más alto por el sitio más difícil.
Un sábado de las navidades últimas, de madrugada, se subió a la última repisa de la biblioteca, su primer ocho mil rozando el cielo de yeso, y ahí se quedó maullando parte de la noche, incapaz de encontrar el camino de bajada, hasta que tuvimos que llamar al grupo de rescate en montaña de mi propio piso, todos vestidos con uniforme de pijama.
Pero la vecina deja el balcón abierto, y ayer, antes de aplaudir, vi a esa madeja blanca con cola de cometa por primera vez en su terraza, subido a una silla, sentado como en cuclillas. La mesa le cortaba el porte por la mitad, y parecía un humano felino jugador de cartas a punto de echarlas, o un marqués esperando que le sirvieran el té, bien quietecito, bien serio y sereno estaba.
La gata de mi hijo sigue una mosca en el cristal de la ventana cerrada a cal y canto, se lanza a cazarla sin miramientos. Sigue, su mirada nerviosa, a cualquier paloma que surca el cielo subida al tejado del sofá. Con las flores, todas rosas secas, que ocupan floreros y bandejas por todos los rincones de mi casa, se las escondo, porque le gusta oír ese crujido al morderlas como de snacks de patatas fritas. Nunca sabrá que todas tienen una fecha de oro en el calendario de un corazón.
Cuando acabaron los aplausos me atreví a hablarla…

-Cómo llevas el tormento, vecina.
-Mal, mal, para qué mentirte, aquí, yo sola, tantos días.
-Oye vecina, echo de menos el ejército de geranios que teníais. Llega un momento en el que el paisaje que te toca, por tenerlo enfrente, lo haces tuyo, te lo apropias, sobre todo si es tan relajante.
- ¿Me dices que lo disfrutabas más tú que yo? Era cosa de Jaime, le dio en la enfermedad por tener esto florido y la verdad estaba espectacular y nos daba más intimidad, salíamos sin esa sensación de vernos observados. Ahora sólo sale la gata.
-Ah. Es gata. De eso quería hablarte.
-¿De mi gata?
-Sí, es que la veo en la terraza y me da miedo, más cuando mi hijo, que tiene una igual, nos ordena cerrarlo todo. Es que dejas el balcón abierto.
-Ah, sí, es esta fachada que da al sur. Toda la tarde dándole el sol y esto se vuelve un horno. Además, el estar pendiente de ella por si se cuela, me agobia muchísimo, desde el principio, decidí dejarlo así, de par en par abierto.
 Y no te preocupes por la gata, que de momento no se va a suicidar, que es más tranquila que una foto.
  -¿Y las palomas que se posan en la barandilla? No sé, un día le va a salir la vena cazadora y…
-¿A ésa? Ya te he dicho que es como agua de pozo, tranquila. Pero escucha, si yo fuera la gata de la casa preferiría que me cerraran el balcón.
-¿Cómo?
-Que una estaría entonces comiéndose los geranios, desplumando palomas, que arriesgaría un poco más la vida. No sería tan remolona. De aquí se llega al tejado con una simple pirueta, y sobre las tejas, los gatos hacen de gatos. Cenaría dos veces. Y seguro que agotaría mis siete vidas.
- Ja, ja…. De todos modos, yo pondría unos discos, unos cedes colgados para ahuyentarlas, por si las moscas.
-Quiero a mi gata pero más me quiero a mí. Si lo dejara siempre cerrado, con la curiosidad que tienen, y en un descuido mío abriera  la terraza, estoy segura que se calzaría ahí las alforjas de bandolera, y en un desliz…
 -Ja, Ja…Bueno vecina, nos tendríamos que asomar más veces, cuando ya no tengamos a quién aplaudir.
 -La verdad es que antes, ni tú ni yo salíamos.
- Ni casi nadie. Mira, cuando paseo por las calles de Logroño, al alzar la mirada, que me suelo fijar, solo distingo en los balcones, bicicletas, trastos viejos, y no veo a nadie asomado, a nadie disfrutando.
- Pues, sí, no es muy agradable el paisaje  que vemos: una pared de ladrillos, poco más. No, no gozamos de la terraza. Debería volver a comprar unos geranios, unas gitanillas, volver a ver esto hermoso, florido.
-Me encantaría volvieras a las buenas costumbres. Pero, para salir a partir de ahora más veces, no harían falta flores. Algo hermoso hemos ganado con esta  pandemia, cada ventana, cada balcón, tiene ahora un rostro conocido, amigo.
 - Entonces, ¿nos citamos ya en la próxima pandemia?
- Ja, ja… Mejor antes, por el barrio, al cruzarnos, que ya todo sea algo más que un hola y adiós.
-Ojalá nos paremos a charlar.
-¿Cómo se llama la gata?
-No, no tiene nombre la minina.
-¿De verdad?
-Sí, que así se le tiene menos apego, que supongo la sobreviré. Me gusta sin nombre, como un silencioso y dulce huésped con pensión gratis. La quería sólo para oír a alguien en la casa, tener un cascabel de plata en la soledad, que diría el poeta.
-No sé si de plata, pero aquí, tan solo a doce metros, con flores o sin ellas, tienes otro, vecina.

Rubén Lapuente Berriatúa




martes, 19 de mayo de 2020

SOLDADOS DE LA EDAD DORADA


La vida no es una batalla con el tiempo, van de la mano, aunque ya sepamos, quien, siempre, ganará al final el combate. Aun así, cuántas mujeres conozco que se han alistado como soldados de la edad dorada en Residencias, y antes, mucho antes del estrago de esta alimaña ciega e invisible que se ceba con la edad casi vencida. Se llaman, Carmen, Yolanda, Lara, Ascen, Elena, Mildren…, casi siempre mujeres.
  Y tan sólo quieren creer ganar una batalla perdida porque saben que la vida no es una guerra con el tiempo, que van de la mano.
 De madrugada, están las primeras levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran a lo lejos lo recóndito, sólo les rozan, un momento, al pasar, la mejilla.
Y son las mejores samaritanas del adiós. Saben que quien se apaga lentamente, sólo desea que alguien le tome de la mano, y se ofrecen a darle un último pequeño abrazo, si quien le vela tan sólo son las cuatro frías paredes, si los que están en el trajín de la vida, en sus asuntos, se retrasan un poco.
Cuando regresan a la noche, sobre la cama cruzada por el arco de una espalda que estampa su diaria fatiga, les dirán a su amor, a su confidente, que no sirven para esto, que no saben evitar enamorarse de esas miradas, que les duele luego tanto perderlas, y es tan frecuente, tan deprisa…
Les dirán, que desde hace un tiempo, desde altos ventanales, ya les cronometran el cariño, que han puesto precio a la brizna diaria de ternura, que esto no debería ser un negocio, que lo tienen decidido, que van a desertar mañana…
Y quién no les pondría la palma de la mano en la boca, quién, si son un tesoro de carne y hueso que cuidarías: samaritanas del cariño que guardarías entre paños como oro puro…
Pero, al día siguiente, de madrugada, estarán ya las primeras levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran a lo lejos lo recóndito, sólo les rozarán, un momento, al pasar, la mejilla.
 Rubén Lapuente Berriatúa
Publicado en el digital nuevecuatrouno el 28/04/2020 y en el diario La Rioja el 10/05/2020

sábado, 29 de febrero de 2020

GANARSE LA VIDA



Últimamente mi terraza parece un degolladero. Un gato medio montés, de la colonia felina que campea a sus anchas por El Rasillo (mejor eso que renacer de una bolsa cerrada de plástico que tiran al río), aprovechando que el murete de piedra de la terraza de mi casa es del mismo color gris que el de la piel de su tabardo, cada amanecer se calza ahí las alforjas de bandolero: Desenvaina el relámpago de su navaja.
Este sábado, limpiando un reguero de sangre, barriendo negras plumas de pájaros, me decía yo, que como le cogiera, le iba a arrancar sus veinticuatro bigotes de cuajo, y de uno en uno.
Yo estaba por dejarle el balcón entreabierto con una lata de Whiscas de señuelo, que se me había pasado por la cabeza el tener por entre mis piernas, de mascota, ese largo ocho de su alma salvaje. Dejarle mi mullido edredón, a cambio de oír su ronroneo virgen. Que viniera al reclamo del ala de mi mano, y pasarla luego sobre el suave jersey de lana de madreperla de su sinuoso lomo.
Dejarlo pasear por mi tejado, para verlo entrar luego por la claraboya del desván, borracho de licor de la luz de plata que destila esa hermosa doble luna del embalse de El Rasillo.
 Pero, hoy, muy temprano, sobre el alféizar del murete, al verlo por primera vez, al mantenerme unos largos segundos ese arrogante uno azabache de sus ojos, yo tras el cristal, me reveló cómo debería uno ganarse  la vida: que no le fuese nada fácil a nadie. 
Y pensé en mi hijo, y en tantos otros que han tenido que irse de la Rioja, obligados, demasiado lejos, por esa redonda burbuja de codicia nuestra que nos rompió el saco…
Pero mira por donde, ahora están aprendiendo, vertiginosamente, a ser ellos mismos. Y al final, sin padrinos, seguro que orgullosos de conocerse pero hasta la punta de la raíz de sus pestañas.

Volverán mejores, más hechos, sin miedo, como este gato medio montés, que por mí va a seguir toda la vida merodeando por mi terraza, desplumando pájaros.

Rubén Lapuente Berriatúa 

miércoles, 19 de febrero de 2020

LA CHICA DE LA TIENDA DE GOLOSINAS


Hacen Logroño. Y ojalá no se les ocurra irse a las afueras, a una de esas galerías comerciales como ciudadelas, que son de una tribu popular, de andar por casa, de bajar a la calle donde habita la vida: que tejen memoria en cada barrio con los hilos de su golosa algarabía. Que cimientan Logroño.
Todos los días del año, hasta en Navidad y Año Nuevo, dejan escapar su aroma en cada barriada. Y en cada tienda hay una chica que como una boca que enseñara su dulce paladar sube la verja de la golmajería a toda la barriada. Antes, temprano, ha espantado ya el vaho del frío en la harina, ha rebosado de mil y una delicias cada cubeta, ha dejado escapar el perfume del caliente hechizo de lo recién horneado… Y espera, de pie, la marea de una avenida.  

Aquí compro yo el pan, los caprichos, y avanzando en la fila, miro a la joven y bella dependienta cómo pesa en una balanza los dulces sueños de la niñez, no sólo de infinidad de locos bajitos, sino también de los que como yo, entrados en años, rescatamos los olores y sabores sin cerrar los ojos: dándonos un dulce homenaje cada día.
La veo, - fantaseo yo, en la fila-, cómo embolsa en aljabas de papel barras de pan como si fueran flechas de amasado amor de Cupido.
Y la veo entrar y salir de la trastienda, rauda, con ese dulce tesoro de bolsas de gominolas de repuesto en el regazo. La veo como el mascarón de proa de esa deliciosa goleta que es su tienda, vencedora de los embates de las olas de un infinito mar de azúcar.
 Y cómo la envidia este herido niño grande que soy, por toda esa pila de chucherías tan a mano que tiene, que juega con ventaja cuando le vengan esos días amargos de la vida, y ella, en un pispás, los endulce echándose a la boca una bola de chocolate, o un pequeño corazón de fresa con rocío…
Yo la nombraría adalid del barrio en ese cuento de ladrones y policías que siempre llegan tarde, cuando la veo, que soy testigo, registrar los bolsillos a angelicales niños o a elegantes y distinguidos caballeros o a señoras con abrigos largos de pieles, y todo por un escondido tic de abanico flamenco que,  por el rabillo del ojo, les descubre en las manos. ¡Y qué vergüenza da verlo!
 Avanzando en la fila, al anochecer, al comprar yo el pan caliente de la cena, ha sostenido ya tantas miradas, que cuando me toca a mí, ya todos los caminos, todos los atajos a sus ojos, los tiene ya hollados…De pronto, desde la calle, como un trueno en el sueño, oigo un viril silbido que la despierta, que la enciende. Entonces, echándonos con dulces cajas destempladas y al tiempo que se lleva la última gominola a la boca, de un tirón baja la verja de la tienda…
Y es en ese mismo dulce instante, cuando ella, lo veo en su rostro, comienza a vivir.

Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el digital 
nuevecuatrouno de La Rioja el 18/02/2020
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