RECITALES Y ARTÍCULOS

miércoles, 8 de diciembre de 2021

 


Hay cosas que crecen todos los días. Que se hacen de la medida de un gigante. Que se apropiaron de alguien cercano, querido, familiar. Que tomaron su forma, pero que al quedar huérfanas de su hueco, aciagas, empezaron a desfigurarse, como esta silla, sostén del cansancio de una vida final anclada en torno a un velador.

Le veo ahora ese alabeado en la celosía de tallos del asiento que le da zozobra, y me rasguña el estómago, me desasosiega.

Sin decirle nada a mi mujer, que veía en ese maltrecho asiento el hueco de su sangre, la cambié de sitio. La llevé a esa sombría habitación de la casa donde se amontona el olvido. Pero su oscuro fardel de inquieta ausencia, al esconderla, se hacía más lóbrego, más deforme, lo llenaba todo.

Si hasta pasaba absurdamente de puntillas al cruzar por esa puerta.

La otra noche, muy en secreto, la bajé a la calle, la abandoné junto al contenedor de la basura, al lado de un colchón que olía a pobreza, y de una butaca agotada también de resistir el peso de otras vidas… 

 

Creía irme ya libre, cuando tras mi espalda, el clamor del silencio de una saeta a desamparo con nombre de mi mujer, me alcanzó.

Y tuve que pararme. Girar la cabeza. Enseñarle mi encogido perfil…

 

Y sin querer volver, volví, volví  tras mis pasos…

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 7/11/2021 

sábado, 30 de octubre de 2021

DOCE CUERDAS

Ahora ya no lo veo sórdido, barriobajero, como de camorra a la puerta de una discoteca. Había visto el mismo coche aparcado varios fines de semana, en un escondido sendero que conocía muy bien. Y en un pequeño claro del bosque, bien resguardado de las miradas por un cinturón de maleza (se oía el rumor del río), allí estaban, con el torso desnudo, dos jóvenes en un improvisado ring, pero sin sus cuatro esquinas, ni sus doce cuerdas, sólo con la ley del ala del cuchillo en las manos de los brazos de un tercero, imparciales, sabios, que entremetiéndose entre ellos, los domaba, los separaba, les reprendía, hasta que sonaba el gong del reloj de su muñeca, que a mí me parecía el nuevo trino de un insólito pájaro...

Y a los dos, entreverados a través de una celosía de hojas y ramas, en los visos de sus músculos tallados a machamartillo con buril de renuncias, los veía como a dos juncos de río cabeceándose, como en el baile de la sombra en la pared de dos perspicaces llamas de una hoguera, como si pugnaran dos vientos por aventar una goleta…

Y no, no era una pelea. No había odio. Ni cuentas pendientes. Ni corona de laurel. Ni cinturón dorado. No había rubia platino en la silla de la arena verde. Nadie jaleaba. Y me arranqué de los ojos los prejuicios. Dirimían arte en el baile. Eran príncipes de la finta. Uno con la plasticidad de una mariposa. A veces danzaba en círculos como un ave de rapiña, altanero, bajadas del todo las defensas. Fajador el otro, encerrado en la guarida de su guardia. Y como con metro amarillo medían distancias. Maestros en la estrategia de esquivar el dolor, de cazar el flanco desnudo, de esperar el momento de un gancho, de un crochet, de un directo…

Hasta el volteo de la quijada de uno besando la lona de yerba, da igual cuál, para levantarse, para ponerse otra vez de pie, otra vez en guardia…

Otra oportunidad. Como en la vida.

Y en el sudor de sus espaldas, como en la piel del río, la tarde vencida tiraba a dar relumbres de plata, inexplicable belleza.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 26/09/2021

miércoles, 29 de septiembre de 2021

BIOMIMESIS


Esta mañana lo he visto desde la otra orilla del río Iregua. Estaba su efigie en la rama escudriñando en las aguas su fresco puchero de rizos de escamas de plata. Es el asombroso Martín, el humilde Pescador. Es este callado kamikaze arpón azul turquesa de los ríos, graduado en indigencia por esta escuela de la Naturaleza que tiene de maestros al sol, al viento, a la lluvia.

Yo no sé qué o quién hizo de su penacho una escafandra de buzo, de su pico el anzuelo de su sedal: su puñal silencioso en el agua. Yo no sé qué o quién se obstina, desde su primitivo temblor de aprendiz en la rama, en bruñirle, en adiestrarle, cuando nada es necesario, cuando todo continuaría indiferente, igual, que la tierra no necesita que la pise tanto estorbo humano, tanto patoso cuadrúpedo, tanto loco abanico de plumas.

Será la Fuerza que late en el fondo de todos, lo que nos  empuja a seguir, a seguir, aunque sea rumbo a ninguna parte. Más que por sus habilidades circenses, envidio a este pájaro pescador, como a todos los animales, por no hacerse ni una sola pregunta.

 Desde la otra orilla del río lo veo arrinconado por la apisonadora del progreso, pero me alegro de que la ciencia se acerque al manual de instrucciones de su vida. Que la tecnología se fije en la naturaleza y hayan copiado la mudez de su zambullido en el agua. Alguien, japonés tenía que ser, se fijó en su perfil y en su pericia hilada en miles de años, y mimesis suya es la carlinga del tren bala, que ya más veloz que nunca y con menos consumo, al entrar en cualquier escarbado túnel en la tierra, lo hace sin turbulencias, sin retumbos sin piedad, sin despertar ni a tu niño dormido en el vagón.

Copiada flecha azul turquesa del Martin Pescador, que le veo entrar sin salpicaduras, ni ruido, ni litigios de patente, en el río Iregua. Y saliendo del agua, triunfal, enarbolando en el pico su trofeo: su nuevo tiemblo de plata.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 18/08/2021

miércoles, 25 de agosto de 2021

AINA

 


                                                  para Rubén y Eli

                                         Nadie entiende la vida.

Quizá sólo desde un milagro.

Mírala,

como todos

Aina empieza de cero.

Ahora ella no sabe 

qué es esto que la envuelve,

que la arropa,

que dulce la zarandea :

ella mueve sus bracitos

como aspas de un molinete

aún tarambana

como si espantara

las primeras luces oscuras.

 

Mírala.

La vida que nunca mira atrás,

es un calco,

un papel de seda,

la misma eterna calcomanía 

de una hoja  

que nace y se agota

y reverdece y…

Mírala.

Esta infancia primera

que no le dejará memoria

-que nadie recuerda la suya-

vívela con ella,

no te la pierdas,

es única.

Deja tu montón de papeles,

y corre, corre,

entra en esa muñeca

de dulce carne de preciosa lana…

Sí, ahora que mil veces

la vistes y desnudas

y bañas y duermes

en el suave vaivén de los brazos,

tan frágil,

recuerda que fuimos

este mismo cálido panecillo 

de harina de rosa

y agua

de tiemblo de estrella…

 

Mírala,

el tiempo la hará crecer, trastear,

balbucear, unir silabas…

cuando te pida el álbum de su vida

y quiera saber,

desde su primera luz

cuéntale esta infancia  

que desde el asombro

estás reviviendo,

que también es la tuya:

la misma

que no recuerdas.

Cuéntasela, entera, minuciosa,

de pe a pa,

mientras en el espejo

la peinas, la vas desenredando,  

muy suave,

esa rebelde melena de oro

que ya se le adivina …

 

Mírala,

ahí la tienes,

es un pedazo tuyo,

tu relevo,

es tu memoria

en el collar del corazón

de sus cuatro letras.

Y es esa dulce manecita

que se agarra a tu dedo

que crecerá y crecerá

hasta que pueda  

tomar la tuya,

cuando la vida,

esa que nunca mira atrás,

de un solo golpe

te apee del camino.

     © Rubén Lapuente Berriatúa


lunes, 2 de agosto de 2021

¿IRSE O QUEDARSE?

 


Leyendo durante la larga pandemia el libro del desasosiego de mi admirado Fernando Pessoa, me detuve en esos párrafos donde dice que sólo la debilidad de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir. Que si imagino, veo. Que qué más hago si viajo. Que la vida es lo que hacemos de ella. Que los viajes son los viajeros. Que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos...  

Y me puse a hacer prácticas de aprendiz de mi clarividente y admirado maestro, ya en el regazo de la cama, llevándome una foto, una estampa bellísima de atardecer en calma con barcos sobre la mar, e intentando meterme en la sustancia gris de mi venerado Pessoa, viajando hacia el lugar de esa belleza impresa, sin irme.

 Iba entre las cuatro paredes de mi habitación en las que andaba la luz matizando su ya gastado ocaso añil, o mejor mi pereza de pintarlas. Me llevé zureos de paloma de mi desordenada terraza, pero sonando ya a tonada de gaviota, y rumor de mar en las olas del ascensor de la casa, subiendo y bajando, intermitente, la marea de los cinco cielos.

Y volaba entre mis sábanas, ya de hilo de grano de arena de playa, a la penumbra de esa estampa bellísima de anochecer en calma con barcos, intentando vivir, sentir, como si estuviese allí solazándome…

Y  haciendo el esfuerzo, cada vez que a ratos la ojeaba, de verla como se mira siempre al mar: por primera vez.  

Y, sí, iba entrando, como con un beso lento, en el regazo de esa bella estampa, adormeciéndome, trayendo a mi cama su idilio mecido por el rumor de las olas, por el lento vaivén de las barcas, por la luz que dulcemente declinaba, también dentro de mí...

 Y parece que funcionaba, que lo conseguía , que no me haría falta ir a esa playa de anochecer en calma, que me bastaba con sólo batir las alas de la imaginación, para quedarme traspuesto entre las sábanas, ya dunas de arena fina... Pero, de pronto, un olor nocturno a fritanga que subía por el patio de luces, y otro de cachopo de ternera que me traía el viento de la chimenea de acero del bar de abajo, ahora columna vertebral  de la casa que corona,  cerrado, pero con fantasmas sin mascarilla, se me coló por la herida de mi vieja ventana de aluminio, desmoronándome todo ese delicado andamiaje del meteórico vuelo de mi imaginación…

Pero no, no fui capaz  de perfumar mi pensamiento, ni traerme a rastras ese profundo olor de la mar, que nadie vende tarros de su esencia, ni píldoras que curen su añoranza en una tan larga pandemia…

 No, la imaginación nunca ha tenido muy buen olfato, ni auténtica piel de terciopelo. Es como una serpentina de pompas de jabón que lanza una niña con los pies colgados de un banco verde del parque, que deslumbran por un momento, pero que, de pronto…

 Lo siento admirado Pessoa, sé que nunca llegaré a la suela de tu magín, lo intenté en la maldita pandemia,  pero muerto el perro se acabó la rabia…

Perdóname otra vez maestro, mañana hago las maletas.

 Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 17/7/2021



lunes, 14 de junio de 2021

¡QUÉ SON GIGANTES!

 


De siempre, en los pequeños pueblos, los niños galopan a lomos del tiempo( no le dan respiro), y no suelen pararse a ver el privilegio de vivir asomados a la belleza de su entorno, y menos volver la cabeza al pasado, cuando aún no tienen su alacena llena de esos breves momentos eternos de la niñez. Luego, el paso de los años, les deja en el recuerdo unos paisajes con montes, valles, ríos, cielos, luces y colores. Y cuando se tienen que ir (esa es otra historia), vagabundos de su destino, es cuando esa íntima alacena dormida suya empieza a abrir los ojillos.

 

Y al principio aprenden a bajar los párpados, subiendo el telón de aquellas largas y felices horas perdidas de la niñez. Hasta que un día se acuerdan (tocan a rebato), que tienen que volver, porque enterraron bajo una piedra, otra, muy chica, la suya, que era un talismán en el bolsillo, un diamante en su pequeño apretado puño de luz.

 

Y regresan a reanudar aquella tarde de golondrinas, de campanas, de juegos que abandonaron, que dejaron a medias por irse  a ese oficio de vivir, a ese mal invento en el que con prisas, de un lado para otro, con la cabeza agachada, pensando en quiénes son, se les pasa la vida. Se dan cuenta que uno realmente no es del todo de la tierra donde ahora dejan sus huellas, que en realidad, sólo son de su pequeño lugar, herido de soledad, de donde la tierra les reconoce y recompensa ablandándoles el camino, que se es de donde uno no oye sus pasos.


Pero un día, ya en su pequeño pueblo germinado de nuevo bullicio, sin llamarles nadie, el progreso anuncia que un ejército de gigantes va a clausurarles, con llave, aquella alacena, de par en par abierta; que puede hacerles bajar de la copa de su árbol donde tienen en un nido guardado el oro de sus días azules…

Y empiezan a soñar con un Quijote de rodela y lanza en ristre sangrándole la memoria. Un Quijote que masculla ya su hacha de hidalgo leñador de titanes de viento. Y oyen en sus sueños un nuevo canto a medianoche: toc, toc, toc... Contra el gigante que se lleva el patio del recreo, el paisaje de una vida, la futura memoria de sus hijos por gruesos cables; toc, toc, toc… La niñez del corazón golpeando en los fríos filamentos, que candentes, mañana sólo lucirán olvido. Y se despiertan con rabia y con una nueva mueca en la comisura de los labios, torcida…

Y amenazan con hacer las maletas, y de momento las sacan a la calle, se sientan sobre ellas, y es para que no les roben un trozo de su pasado, para que al final los gigantes se pongan en donde no lleguen sus zarpazos, lejos de su alacena. Y que midan bien por dónde cae el crepúsculo, que por detrás de las hélices, al bajar el sol con ventolera, al girar locos los élitros lanzando sus andanadas de retales de lumbre,  no ametrallen tejados, ni ventanas, que no hagan una discoteca del valle, que apunten a otro lado tanta centella de fábrica, que no les hagan cada día volver la espalda a su bello y único atardecer.

Rubén Lapuente Berriatúa. 

Publicado en el diario La Rioja el 12 de Junio de 2021



valle de Ocón(La Rioja)

domingo, 2 de mayo de 2021

FÓSILES

  


 Estas lajas de piedra

con toda su muerte encima

¡Qué pura escritura de un cuerpo!

¡Qué remotos instantes detenidos!

¡Qué seres sin tiempo para aderezar

su final!

 

Y qué esfuerzo luego

del silencio y el tiempo

por dejar en la piedra

ese leve viso rosa

Ese fino trazo

como salido del dulce lápiz

de una niña

o ese caparazón que asoma ahora

como la rabia de un puñetazo

atravesando la pared

 

¿Y  de nosotros?

Yacimiento de fósiles de olvido

de sueños muertos

¿Qué dirán

al cabo de otro enorme trecho

del cuchillo del tiempo?

 

¿Cómo nos encontrarán

si no hacemos ni el esfuerzo

por colmar un guijarro?

              ©Rubén Lapuente Berriatúa

 Foto : algunos fósiles que me traje de las montañas del Atlas

            Instantes detenidos de hace 300 millones de años


miércoles, 31 de marzo de 2021

PERROS EN LA CUNETA

 


Si el mar tuviera ojos, tendría los mismos que los de un perro.

Miraría como un perro. Limpios desde la nada. Profundos y serenos desde el fondo de su enigma.

 ¿Te ha mirado alguna vez alguien, así, sin pestañear, largo tiempo, dándotelo todo?

 Kira: su nuevo nombre, todavía mira desde el miedo. Ya sabes: la portezuela del coche que se abre y que se cierra de golpe. La estampida como si la vileza necesitara ruedas, velocidad, distancia, tierra encima…

Se quedaría en la cuneta esperando un largo tiempo a los suyos. Se quedaría sin moverse hasta que le temblase en las patas la angustiosa soledad de hambre apuñalada, hasta que, quizá, viera en la noche de las cigarras, el imán de una luz o del azar, o de un milagro: el que, a veces, te cita con ese ladrido roto, con esa mirada moribunda y limpia a la vez .

Y, de repente, el corazón se te quiebra como si fuese una hoja de papel que desgarraras de un solo tajo.

 Kira, desde sus nuevas paredes, aún mira desde el recelo. Mientras paso mi mano sobre su erizada herida, me enseña en sus ojos, ese fondo claro y sereno desde donde siempre mira un perro; enigmáticos ojos como el de ese viejo fiel amigo mar que siempre se mira, te mira, por primera vez.

Rubén Lapuente Berriatúa


sábado, 20 de febrero de 2021

LA MALA COMPAÑIA

 


Todo empezó cuando comencé a quedarme sola, a sentirme sola, a notar que la soledad no se llevaba muy bien conmigo: como si yo estuviera en mala compañía. Y siempre era a esa hora de la tarde que declina cuando me alcanzaba el vértigo de su desolada tempestad:

“Si ya nadie me recuerda, ¿no es como estar muerta?”

Y me hacía caer en el pozo sin fondo de su sueño tembloroso… Y, o daba un volantazo a mi vida, o esa terrible desazón diaria se me iría adueñando del timón de mi vieja barca.

 ¿Y qué podía hacer si a cierta edad una ya es invisible para los demás? ¿Cómo se fuga una de esa cárcel sin cerrojos? ¿Cómo se vuelve a las amigas si ya se han quedado todas por el camino, o viven sin ilusiones, sin fuerzas para enrolarse conmigo en el rodar de los días azules que aún me esperaran? ¿Adoptar un animal? Lo pensé, pero eso sería como poner una venda a mi soledad. Que yo no quería acabar siendo un monólogo entre paredes, ni un reproche cariñoso en la calle. Que no conozco a ningún animal que te diga “te quiero”. Y además, no sabes si en realidad te miran desde el fondo de la nada…

 

Y yo que me conformaba con tan poco… Si lo que realmente necesitaba sólo era una mano con su palma y su dorso. Esa que me diera las caricias, los abrazos. ¿Eso era mucho pedir? Bueno, sí, demasiado, creo. ¿Quién iba a querer a este saco de sonoros huesos? ¿Quién a esta anciana de pelo violeta más arrugada que un rebujo de periódico?

Y eso que sólo me bastaba con una sola mano. Pero bien sabía, que no había nadie que te las prestara un ratito. Y entonces, me miré las mías, que parecen en sus pliegues, por el dorso, nudos de árboles, viejas rodillas, y con esos ramajes de tallados arroyos de nervios y venas a punto de estallar. Ya sé que en las manos parece que empieza mucho antes a medrar la muerte, que duele un poco posar los ojos en ellas, pero, aún, yo las tenía afiladas, sensibles, aún no me temblaban…

Y como esa bandada de dedos no vendría ni por asomo a hacer nido en mi cuenco vacío, pues, como hizo el mismísimo profeta Mahoma, me fui yo misma a abrazar la montaña, perdí la vergüenza. En realidad, perdón por decirlo, le eché muchos, muchos ovarios. Y me fui una mañana, al mediodía, al mercado de San Blas, con un taburete, un cartel con un dibujo de dos manos entrelazadas, y un megáfono, y como una vendedora, mejor diría yo, como una charlatana o mercachifle de esas de antaño, me subí a la cima del escabel, tambaleándome, y empecé a pregonar mi mercancía:

 

“Eh. Amigos. Acercaros. Venga. Venid. Que tengo para todos. Venga. Que no vengo mañana. Más barato que los frutos caídos de los árboles. Que los periódicos de ayer. Venga. Que regalo mis mágicas manos con su palma y su dorso. Las de las caricias que no tienes. Las que mañana serán el sostén de tu torpeza o la gasa limpia de tu llaga. Son manos de esas de andén o de puerto, de las que se quedan siempre a lo lejos como una bandera al viento, esperándote… Sí, manos que se apresuran a cubrirte los hombros como una toquilla, o a posarse en tu espalda sobre tu vieja tristeza. Manos que no te abandonan, y que una noche correrán dulcemente la sábana blanca de tu último sueño… Venga. Que tengo para todos. Que no vengo mañana. Para el primero, y también para el último, que diga para mí”.

Y mientras hablaba, como si vendiera un crece pelo o una cartera o un bálsamo cura todo, se fue formando un corro a mi alrededor que luego, cuando acabé la perorata, en tropel se me acercaron…

Y algunos me cogían de las manos, otros me abrazaban o me pedían un beso, “dame tu teléfono, que te llamaré, pelo violeta”- me dijo uno que parecía, como yo, de los últimos de Filipinas… Y en medio de todos, me pudo la emoción, me cubrí el rostro con las manos…

 

Ahora, aún no tengo una mano para mí sola, pero todo se andará. En el mercado, o por la calle, me conocen, me paran, y ya no soy tan invisible. Y lo bueno es que me regalan, me ofrecen sus manos, o buscan las mías. Y aunque sólo sea por un leve roce, en casa, en mi nueva soledad, a esa hora de la tarde que declina, cuando se desata  la desolada tormenta, su calor, su rescoldo, me protege, me dura toda la noche.

©Rubén Lapuente Berriatúa