Todo empezó cuando comencé a quedarme sola, a
sentirme sola, a notar que la soledad no se llevaba muy bien conmigo: como si
yo estuviera en mala compañía. Y siempre era a esa hora de la tarde que declina
cuando me alcanzaba el vértigo de su desolada tempestad:
“Si ya nadie me recuerda, ¿no es como estar
muerta?”
Y me hacía caer en el pozo sin fondo de su
sueño tembloroso… Y, o daba un volantazo a mi vida, o esa terrible desazón
diaria se me iría adueñando del timón de mi vieja barca.
¿Y qué
podía hacer si a cierta edad una ya es invisible para los demás? ¿Cómo se fuga
una de esa cárcel sin cerrojos? ¿Cómo se vuelve a las amigas si ya se han
quedado todas por el camino, o viven sin ilusiones, sin fuerzas para enrolarse
conmigo en el rodar de los días azules que aún me esperaran? ¿Adoptar un
animal? Lo pensé, pero eso sería como poner una venda a mi soledad. Que yo no
quería acabar siendo un monólogo entre paredes, ni un reproche cariñoso en la
calle. Que no conozco a ningún animal que te diga “te quiero”. Y además, no
sabes si en realidad te miran desde el fondo de la nada…
Y yo que me conformaba con tan poco… Si lo
que realmente necesitaba sólo era una mano con su palma y su dorso. Esa que me
diera las caricias, los abrazos. ¿Eso era mucho pedir? Bueno, sí, demasiado,
creo. ¿Quién iba a querer a este saco de sonoros huesos? ¿Quién a esta anciana
de pelo violeta más arrugada que un rebujo de periódico?
Y eso que sólo me bastaba con una sola mano.
Pero bien sabía, que no había nadie que te las prestara un ratito. Y entonces,
me miré las mías, que parecen en sus pliegues, por el dorso, nudos de árboles,
viejas rodillas, y con esos ramajes de tallados arroyos de nervios y venas a
punto de estallar. Ya sé que en las manos parece que empieza mucho antes a
medrar la muerte, que duele un poco posar los ojos en ellas, pero, aún, yo las
tenía afiladas, sensibles, aún no me temblaban…
Y como esa bandada de dedos no vendría ni por
asomo a hacer nido en mi cuenco vacío, pues, como hizo el mismísimo profeta
Mahoma, me fui yo misma a abrazar la montaña, perdí la vergüenza. En realidad,
perdón por decirlo, le eché muchos, muchos ovarios. Y me fui una mañana, al
mediodía, al mercado de San Blas, con un taburete, un cartel con un dibujo de
dos manos entrelazadas, y un megáfono, y como una vendedora, mejor diría yo,
como una charlatana o mercachifle de esas de antaño, me subí a la cima del
escabel, tambaleándome, y empecé a pregonar mi mercancía:
“Eh. Amigos. Acercaros. Venga. Venid. Que
tengo para todos. Venga. Que no vengo mañana. Más barato que los frutos caídos
de los árboles. Que los periódicos de ayer. Venga. Que regalo mis mágicas manos
con su palma y su dorso. Las de las caricias que no tienes. Las que mañana
serán el sostén de tu torpeza o la gasa limpia de tu llaga. Son manos de esas
de andén o de puerto, de las que se quedan siempre a lo lejos como una bandera
al viento, esperándote… Sí, manos que se apresuran a cubrirte los hombros como
una toquilla, o a posarse en tu espalda sobre tu vieja tristeza. Manos que no
te abandonan, y que una noche correrán dulcemente la sábana blanca de tu último
sueño… Venga. Que tengo para todos. Que no vengo mañana. Para el primero, y
también para el último, que diga para mí”.
Y mientras hablaba, como si vendiera un crece
pelo o una cartera o un bálsamo cura todo, se fue formando un corro a mi
alrededor que luego, cuando acabé la perorata, en tropel se me acercaron…
Y algunos me cogían de las manos, otros me
abrazaban o me pedían un beso, “dame tu teléfono, que te llamaré, pelo
violeta”- me dijo uno que parecía, como yo, de los últimos de Filipinas… Y en
medio de todos, me pudo la emoción, me cubrí el rostro con las manos…
Ahora, aún no tengo una mano para mí sola,
pero todo se andará. En el mercado, o por la calle, me conocen, me paran, y ya
no soy tan invisible. Y lo bueno es que me regalan, me ofrecen sus manos, o
buscan las mías. Y aunque sólo sea por un leve roce, en casa, en mi nueva
soledad, a esa hora de la tarde que declina, cuando se desata la desolada tormenta, su calor, su rescoldo,
me protege, me dura toda la noche.
©Rubén Lapuente Berriatúa