Y fue
por regalarme un futbolín, de los de antes, de esos que vienen con su viejo
olor y clamor de humeante tugurio. Y lo compré para engañarme a mí mismo, para
creerme que se alarga mi vida, para que la parca se torne perezosa, se
entretenga con este fragor que viene intacto del pasado, y no me mire tan
fijamente, que en ese garito de mi cuerpo en el que vive, me llame, o la llame yo
algún sábado para jugar una partidita, y como otra boutade mía, apueste algo
con ella, y por qué no una tregua o posponer su cita, que nunca me va a decir
que no. Además como buen anfitrión, tengo siempre la deferencia de dejarla primero
elegir el equipo de sus entretelas, que debajo del raído sayón negro, gasta
camiseta merengue.
Es
un hijo de nuestra guerra civil. De un gallego. De un muchacho, Alejandro
Finisterre se llamaba, que bajo los tejados de Madrid se apretaba los ojos
refugiándose en sus mismos brazos, cuando el azar de su vida viajaba por el
cielo en uno de esos silbidos de racimo de muerte. Uno cayó terrible en el
tejado de su casa, y de la panza de los escombros, salió aquel joven hacia un
hospital de sangre, donde le hicieron un hueco en el corro de chiquillos y
muchachos tullidos. En esos años de nuestra guerra, la cabalgata de los reyes
magos se fue caminito del frente cargada de fusiles, municiones, y espoletas. Les
dejaron algún recortable: diorama de
escenas bélicas, soldados republicanos de plomo que levantaban el puño en alto,
juguetes bélicos para quienes no disparaban ni en los sueños, pero no llevaban en
sus alforjas ni un triste balón para tullidos. Y reconcomido de no poder patear
ni un rebujo de trapos, a nuestro joven gallego renco se le encendió una luz de
maqueta de cancha de futbol sin graderío, de futbolín.
Un hijo de la
guerra para entretener a esa pandilla de mutilados que ha recorrido todo el
planeta hasta llegar también a esta buhardilla en la sierra de Cameros.
Deslizo
tímidamente una bola, y hay algo sin edad que se me despierta, junto a un olor
oculto que viene de los viejos billares, con su eterno trazo de taco de tiza
azul, y envuelto en un césped de madera siempre recién cortado. Todo con un ruido
de fondo de garito, que evoca aquellos años de cuando entrábamos en la humeante
boca de la vida, con la eclosión de la abrileña y temblorosa flor de la carne.
A mi mujer ni le molesta un ápice el fragor que
monto alguna noche, arriba, yo solo con la del traje negro con estampa de
esqueleto merengue, porque cuando bajo del desván, sin perder en los labios su
sonrisa de luna, siempre me dice lo mismo:
“¿Quién
ha ganado, esposo?”
Rubén
Lapuente Berriatúa
Publicado en el diario La Rioja el
7/05/2022