RECITALES Y ARTÍCULOS

jueves, 9 de junio de 2022

EL FUTBOLÍN O EL HIJO DE LA GUERRA

No sé si es un defecto mío, pero yo nunca he querido madurar muy deprisa, que así envejece uno mucho más rápido, y entonces, no te quepa duda, te mueres más joven. Semejante boutade la solté el otro día, cuando, al darme un capricho, alguien se atrevió a tildarme de extravagante, de superfluo. Y con esa sorpresiva y quizá memez  frase, dejé a mi fiscal de turno, aturullado y ojiplático, intentando descifrarla como si contara con los dedos.

Y fue por regalarme un futbolín, de los de antes, de esos que vienen con su viejo olor y clamor de humeante tugurio. Y lo compré para engañarme a mí mismo, para creerme que se alarga mi vida, para que la parca se torne perezosa, se entretenga con este fragor que viene intacto del pasado, y no me mire tan fijamente, que en ese garito de mi cuerpo en el que vive, me llame, o la llame yo algún sábado para jugar una partidita, y como otra boutade mía, apueste algo con ella, y por qué no una tregua o posponer su cita, que nunca me va a decir que no. Además como buen anfitrión, tengo siempre la deferencia de dejarla primero elegir el equipo de sus entretelas, que debajo del raído sayón negro, gasta camiseta merengue.

Es un hijo de nuestra guerra civil. De un gallego. De un muchacho, Alejandro Finisterre se llamaba, que bajo los tejados de Madrid se apretaba los ojos refugiándose en sus mismos brazos, cuando el azar de su vida viajaba por el cielo en uno de esos silbidos de racimo de muerte. Uno cayó terrible en el tejado de su casa, y de la panza de los escombros, salió aquel joven hacia un hospital de sangre, donde le hicieron un hueco en el corro de chiquillos y muchachos tullidos. En esos años de nuestra guerra, la cabalgata de los reyes magos se fue caminito del frente cargada de fusiles, municiones, y espoletas. Les dejaron  algún recortable: diorama de escenas bélicas, soldados republicanos de plomo que levantaban el puño en alto, juguetes bélicos para quienes no disparaban ni en los sueños, pero no llevaban en sus alforjas ni un triste balón para tullidos. Y reconcomido de no poder patear ni un rebujo de trapos, a nuestro joven gallego renco se le encendió una luz de maqueta de cancha de futbol sin graderío, de futbolín.

Un hijo de la guerra para entretener a esa pandilla de mutilados que ha recorrido todo el planeta hasta llegar también a esta buhardilla en la sierra de Cameros.

Deslizo tímidamente una bola, y hay algo sin edad que se me despierta, junto a un olor oculto que viene de los viejos billares, con su eterno trazo de taco de tiza azul, y envuelto en un césped de madera siempre recién cortado. Todo con un ruido de fondo de garito, que evoca aquellos años de cuando entrábamos en la humeante boca de la vida, con la eclosión de la abrileña y temblorosa flor de la carne.

 A mi mujer ni le molesta un ápice el fragor que monto alguna noche, arriba, yo solo con la del traje negro con estampa de esqueleto merengue, porque cuando bajo del desván, sin perder en los labios su sonrisa de luna, siempre me dice lo mismo:

“¿Quién ha ganado, esposo?”

Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 7/05/2022