“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, si me cita siempre
solo en el fondo del sueño. Vuelan las luces de la mesilla sobre mis párpados
cerrados, y ya él tira de un mechón de mi cabello. Ya es el capitán de mis
labios casi dormidos.
Y me llama
luciérnaga de su penumbra, y pequeña llama de amor puro, y mullido pajar de bruma, y sedal de
su gatera, me susurra. Y entra en el cenador de mi cuerpo empapándomelo todo
como el mar devora la arena de la orilla. Y hasta el primer rayar del día, me
ama como en una guerra al último panecillo blanco y duro. Luego se desvanece
llevándose el pobre botín de este corazón, tan molido a desventura e infidelidades.
Y en el lento
despertar, de atizar yo tanto al alba el rescoldo de toda la noche, mojada de
su sexo, enferma de mimos, todas las mañanas abro los ojos de golpe, confusa, sintiéndome
terriblemente abandonada.
En el remolino de la taza del café del
desayuno, abstraída, busco en un rincón de mi memoria algún gesto igual al suyo,
o ese rasgo en los ojos que se me esconde tan bien dentro. Y miro en el álbum
de fotos, o en la galería del móvil, a la que me subo en ese ascensor del índice
del dedo en la pantalla, buscando ese claro y oscuro instante de fulgor, que seguro
es de alguien que vive. Y, Rubén, ya no sé dónde buscar para creerme que esto
no es del todo una locura mía, que hay alguien de carne y hueso que sueña lo
mismo, pero conmigo, y desesperadamente me busca, como yo, más allá de la
orilla del sueño.
Y cada vez más ansiosa, un par de grageas impacientes me adelanta cada
noche en la ventana de mi habitación, esa pálida luna que siempre vislumbro
bajo el vaivén de la niebla de su cuerpo…”-me decía.
Somnolienta de impaciencia, de deseo,
preludio de esos largos bostezos, al salir cada atardecer del trabajo, camino
del pajar del sueño, seguro que adelantaría en el espejo retrovisor del coche
el ritual de aderezarse de arrebol los labios, los pómulos, las mejillas. Que
entraría, así, cada noche, tan bonita como una novia de cuento, a su fiel cita entre
las sábanas. Hasta conduciendo ensayaría un guiño en el espejo del parasol del
coche. Seguro que, hambrienta de sueño y besos, anticiparía también a destiempo
el cálido regazo nocturno, con un titubeo de adormideras pastillas bailando
dudosas en la palma de su mano, porque con una congelada sonrisa de placer,
junto a su hilillo de sangre saliendo de la comisura de los labios, como un
meandro de rímel rojo, entre un amasijo de hierros, de su berlina azul la
sacaron despacio, pero muy, muy despacio, como si temieran al verla así, tan
dulcemente dormida de muerte, se despertara de tan bello sueño eterno…
“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, me decía, si me cita siempre,
solo en el fondo del sueño…”