RECITALES Y ARTÍCULOS

miércoles, 27 de agosto de 2025

LA REINA DE LA ORILLA DEL MAR

 


 Para conocer el mar miro a Aina. La reina niña de la orilla. Un ángel querubín que tiene embobados los ojos a todos los que a su verita roza. Y viéndola, uno comprende que la mar así no carrule, se quede en enaguas, tamborileando en su tocador, jorobada, sin empolvarse aún la nariz, a la espera de que esta pequeñuela, pizpireta suelta, se meta de una vez en su sombrilla y deje ya de poner la playa patas arriba.

 Y es que tiene tanta luz como cuando la primitiva luna llena se bañaba, sin nadie, tímida, haciendo del primer pez redondo de plata reverberando en la desierta mar salada. Y es tan inocente como una corderilla disfrazada con la piel de una lobita buena, o como esa ardilla abriendo tranquila una nuez en mitad de la raya de la carretera, siempre al cruzar por Nieva, y que tan solo se aparta si oye el piii, piii, piii…, de mi bocina.

Y como niña, es la única del universo capaz de vaciar el mar en un hoyito. Lo ha hecho ella con su pala amarilla, y luego va y viene con su cubo a rebosar, que vierte en ese infinito agujero negro de arena con apetito de tragantúa.

La veo luego a la carrera bordeando los pétalos de espuma de cada ola, huyendo de esa suave lengua de agua que siempre la zancadillea. Y me parece ella ese barquito de papel, yéndose a pique, que botamos alguna tarde, para que lo vea correr bajo los puentes, siguiendo la corriente de ese río de mentirijillas del parque Gallarza.

 La niña reina de la nadería pellizcando lo que el mar le regala:

esa vega de luz de escamas de plata, o en la rosaleda de nácar de la arena, esa concha que coge, la mira, la bien cierra en el puño prieta, y ya no la suelta hasta que en el bajío del sueño la policía del mar se la arrebata.

 Y si la veo embelesada, siento como que el mar le esconde su pequeña memoria. Y como si cogiera el autobús de las eternas olas, me vagabundea: Aina, exploradora, gata que rompe con sus almohadones, y camina sola y valiente hacia lo que no sabe ni le preocupa.

Si yo me despistara y en un suspiro se me perdiera, la encontraría en un periquete, o borracha de arena en la orilla, o de pie, en jarras, desafiando la eterna tarascada de las olas, o ensimismada, lírica entre las dunas, mirando caer abriendo la canilla del meñique, la belleza del surtidor de oro de su puñito de arena.   

 Cuando ya le da la espalda la tarde, envejecida de sol, morenas ya las alitas blancas de la espalda, me la llevo de bandera sobre los hombros, y uno, agradecido, vuelve la cabeza a esa primavera eterna de luciérnagas de acero que el atardecer del mar nos regala.

Mañana, al ver por los ojillos de la persiana el primer rayito de sol entrando, saltará de la cama como un cohete, como una saltimbanqui. Venga, vamos a la playa, que (a la siete) ya se ve, nos dirá, con su pala y su cubo frente a la puerta, como si fuera a su pupitre azul y verde.

Rubén Lapuente Berriatúa      publicado en el diario La Rioja

domingo, 10 de agosto de 2025

HIJOS DE LA ARENA

 


Mira si nos importa que sean hijos de la arena, que nazcan en patrias de lona, que se sepan de carrerilla el camino de las estrellas; mira si nos importa su memoria de pizarra, sus historias al calor del fuego en las frías noches del desierto, que no pueden olvidar nada nunca jamás, que cómo se les muera un anciano, se les muere un libro, una romanza popular, y todas esas viejas leyendas de un pueblo milenario; mira si nos importa que sueñen regresar adonde muchos aun nunca han vivido, que de no ser por la venida de estos niños saharauis de “vacaciones en paz” a España, solo unos treinta a La Rioja este verano, entrecerraríamos los ojos frunciendo el ceño, intentando rebuscar en la memoria ese cabo del hilo de su causa perdida…

Y empiezas a recordar que, por no incomodar a nuestro altivo vecino invasor marroquí, bastó ver aproximarse a una larga fila de chilabas en aquella vergonzosa marcha verde de 1975, para poner pies en polvorosa: desertamos de nuestra colonia, de nuestra responsabilidad. Total, por un puñado de fosfatos, por un cesto de peces, por unos miles de recortados perfiles de nómadas atravesando un desierto de arena, no merecía la pena seguir en la asfixiante garita bajo un incómodo sol saharaui. Mira si nos importa, que les dejamos tirados: Cincuenta años llevan tirados fuera de su tierra en inhumanos campamentos de arena en llamas, sobre todo en la argelina Tinduf, esperando un referéndum prometido que nunca llega. Ah, pero la penitencia del pecado la vamos purgando organizando la acogida de este puñado de niños saharauis a esta verde duna de viñedos, a estas cegadoras luces de neón, a nuestra colmada nevera, a nuestro grifo eterno, a nuestro emparrado sol, siempre a nuestros corazones. Pero, ¿hasta cuándo? ¿hasta que así pasen otros cincuenta años más?

 En mayo de 2021, como respuesta a la acogida del líder del Polisario en La Rioja, Marruecos abrió su paso fronterizo dejando pasar de una tacada a más de 8.000 migrantes de manera irregular. Y ahí salió nuestro presidente Sánchez, volteando sus principios, pasando la mano por el lomo de ese sátrapa Monarca marroquí. No entiende que para sentirse querido uno debe mostrar también la firmeza, pero de su debilidad: quedarse y proteger y dar esperanza al que iba de nuestra mano, y ahora en Tinduf, en la arena de Argelia, echa sus raíces en las estrellas.

 Solo cabe dar la bienvenida a estos pequeños héroes descalzos, hijos de la arena, de las nubes, hijos de los besos desterrados, que nos hacen enarbolar, aunque solo sea por un verano, la vieja bandera de su causa. Yo dejo estos renglones de tinta en la duna de papel del periódico. Agito esta campanilla de arena con voz de viento siroco, que solo pide políticos con dignidad.

Bienvenidos niños saharauis de Vacaciones en Paz a la Rioja.

Ojalá no os ciegue el oropel de nuestras luces.

Ojalá no os bebáis, todo el dulce veneno que os daremos.

Rubén Lapuente Berriatúa         publicado en el diario La Rioja

domingo, 27 de julio de 2025

QUE VIENE EL LOBO

 


 A la tierra, esa peonza girando del tirón de zumbel de nuestro rubiales sol, le trae sin cuidado saber qué pasajeros lleva, qué especie ha sobrevivido. Eso es cosa de los dioses, de darle justo aliento al barro. Pero hubo uno, mitad pandillero mitad patricio, que echó a la arcilla una bocanada de sangre agria. Y le salió lo que le salió: un hermoso lobezno de peluche primero, pero al que ya se le adivinaba esa lejana mirada de aviso, de amarga miel. Y se preñaron las sierras de aullidos.

Pero al triunfador no le gustaba que ese perro sin escuela solo libre se quisiera. Que no le lamiera la mano. Que paseara por los montes el eterno pecado de aparecerse en la garganta de una oveja. Pero ¿qué esperaba de un animal carnicero? ¿Quién en su casa echa a dormir en el cubil del gato a su tierno pajarillo?

Y como los rediles no se hacen del viento, como la veleta del espantajo no tiene estudios de pastor, como los mastines aun no son veganos, en camarillas de bar urdieron un plan siniestro, dejando por los caminos una dulce carnada mortal. Y en aras del beneficio, como si no tuviera derecho a existir en su medio natural, casi eliminan su misterioso aullido. Hasta que a lomos de la misericordia de un decreto volvió a su refugio de estrellas, volvió a recortar en el último ocaso del horizonte su eterna silueta.  

Venía de guardián de los tesoros de Apolo en el Parnaso. Venía nada menos que de amamantar y criar a los gemelos Rómulo y Remo fundadores de Roma. Y la Caperucita Roja de Perraut y de los hermanos Grimm, le hicieron un flaco favor feroz. Y después, otros, en infinidad de cuentos, novelas y películas, lo iban paseando de sanguinario licántropo bajo la luna llena.

El lobo y la loba se aman hasta la muerte. Son fuertes, nobles, inteligentes, solidarios. Su manada es una escuela de vida. Y en su peregrinar por la sierra, los ejemplares más viejos y enfermos van los primeros, para no acabar rezagados y perderse. Sí, los más fuertes, caminan por detrás al ritmo de ese digno y respetado cansancio de sus mayores.

Ahora que se ha vuelto a abrir la veda, pronto olfatearán el escalofrío de sentirse viviendo acorralados dentro de la cruel cruz de una mirilla.

 Cuando me piden mis niños que les lea un cuento, donde dice lobo feroz o que viene el lobo, lo cambio por político corrupto o ruin banquero. Y canturreamos lo de que había una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos…

 Desmitificarlo como animal sanguinario con la leyenda negra y falsa que aún subsiste, es una tarea difícil de ganar.  

¿Y si hay dinero para despegar los miles de chicles pegados al suelo, no lo va a haber y con creces para convivir con las dentelladas del lobo?

Dejémosle existir en su estado natural. Dejémosle aullando en la noche su pureza, o quizá su gañido sea una pregunta a su dios amargo, la misma que le hacemos nosotros al silencio del nuestro: el por qué estamos aquí, bajo tantas luces.

Rubén Lapuente Berriatúa        publicado en el diario La Rioja

 

 


jueves, 19 de junio de 2025

LA ALMOHADA DEL CORAZÓN

 


Parece una almohada. Tiene la silueta de un corazón ahorquillado como el de una alada bicicleta rosa.

Coincidió que la primera que hicieron en la Asociación del Cáncer se la llevaron a mi mujer al hospital, había que vestir de alivio la costura de entrar a desahuciar a ese avieso trocito de uno mismo sicario.

Cuando llamaron a la puerta de la habitación, creía que era para mí solo, que por fin había llegado el progreso al acompañante del enfermo en el San Pedro: creía que era una de esas cervicales para mitigar ese duro jergón de los tiempos de Maricastaña que, entre sondas y sonoras camas aún pulula por todas las habitaciones: Ese indomable potro de tortura al que para echarse una simple cabezadita hay que buscarle su triquiñuela, troceándote como si fueras el puzle de un avezado contorsionista. Y una vez coges postura, descuajeringado, pero felizmente arrellanado en la butaca, procura quedarte quieto, ni te muevas, te va en ello colgarte de algún frágil sueño, yo a la orilla de mi postrada y maleada princesa.  

 

Pero no, me equivocaba. No era para abrazar mi cuello ni sostener mi cabeza vencida. Es una almohada mágica, sirve para todas las mujeres, de talla única, a la medida de cualquier axila. Y es para después de quitar la vida a ese maldito arquero ciego, cuando la cicatriz aún respira y va dejando salir lentamente el aire del dolor que nadie ve.

 Es como aquella tirita de madre que de niño se bebía la olita de sangre, el hervor de la rozadura. Y luego salías a la calle enarbolando tu vendado dedo herido, como la vela mayor de un bergantín en la tempestad.

 Ahora es la almohada suave para la cabeza de niebla del dolor. Y en la calle Lardero, en la Asociación del Cáncer de La Rioja, tienen el taller. Allí son las mismas maleadas mujeres, reverdecidas, las que después de todo el sufrimiento, se citan, se arropan, y cosen ese corazón de muñeca de borra con hilos de penumbra de aquellas mismas lágrimas rotas.

Ahí, hilvanándolas, quizá van olvidando sus días de vida envenenada. Y ojalá no se lean todas en los ojos lo mismo; ojalá destierren esa pregunta: ¿Pero nadie nunca nos dirá que ya estamos limpias?

Yo tengo la primigenia, y se ha ganado ser la guinda sobre la colcha de mi cama. Recuerdo que cuando mi sueño rozaba el sueño tembloroso de mi mujer, bajo su brazo, la veía como aquel suave peluche de la infancia que alejaba el miedo a la oscuridad. La veía hacerse escudo, cayado, muleta, rehén en la zancadilla del sueño.

 

Y ahí la tienen preparada para llevarla, rauda y en mano, hasta la misma cama del hospital, para decirle a esa nueva muchacha herida en el pecho, que al abrir los ojos no está sola, nunca hará el duro camino, sola.

Rubén Lapuente Berriatúa   publicado en diario la Rioja

sábado, 24 de mayo de 2025

LA TRISTEZA

 


A veces me llega la tristeza, así, sin más, sin avisar. Viene tan sola, llama tan tímida, tan silenciosamente descalza, que se cuela por cualquier descuidada rendija mía. Y va devanando en la rueca del corazón ese hilo triste de mirada clavada en la lluvia.  

Es la tristeza, la que te hace creer que el mar ya no te mira, o que el ocaso te cierra su bello abanico de rojo rubí herido. A veces te hace creer que la piel ajada ya nunca te sabrá a terciopelo ardiente, o te murmura: oh qué hubieras hecho de no existir el miedo.

 Es así. Yo la he visto llenar los bolsillos de mi madre de piedras, y sumergida en sus aguas grises, ¡verla dormida soñar llorando!

Pero, a veces, la tristeza, al filo de una socorrida voz de mujer del fondo de la casa: hoy de ropa tendida en peligro, que lloran los cristales, en un santiamén se me despabila, toca a rebato, y se viste con tu mismo traje de faena…Y es que no es tan mala chica conmigo.

Pero hay otra. Esa la busco solo yo. Navega perdida en un moisés por mi sangre. La conozco tan bien que la dejo pasarme su mano de bruma sobre mi vida. Mira, llegaba yo, un renacuajo, del colegio, y subido al taburete de mis libros, tiraba de la borda de mimbre de un cestillo sobre la mesa, para ver y llegar a rozar con mis dedos a mi tardía hermanita, que, entre arrullos de algodón, parecía una princesita azul, cuando en aquel tiempo lo añil en las venas era el preludio de un ataúd blanco.

Un día, aquel frío calambre que me dio su cuerpo, se entrañó en mi mano niña: Lo único mío que la recuerda.

Y si no llamo a la tristeza, mi pobre hermanita, huésped como yo del mismo vientre, se me moriría. Oh, cómo he echado de menos a esa tardía mujercita creciendo conmigo. Esa que jugaría de otra manera. Que todo trapo suyo tendría ternura de carne y hueso. La que en sus fogones sería su pinche aplicado. Enfermo en su mesa de operaciones. Modelo en el desfile de moda en la pasarela del pasillo. Portero cuando pateara ella una pelota. Esa que me hubiera peinado el alma y echado agua al humo de la rabia de mis días esquivos.

Y nos habría atrapado toda la miel del ámbar del tiempo. En un estanque seriamos dos plácidas hojas. En una maroma dos inseparables rizadas hebras.

Y en estos días de tambores y encrucijada de dos maderos, podría haberme llamado. ¿Por qué no dicharachera?: Tacaño hermano, si quieres un halago mío en tu cuaderno de poemas ve sacando la cartera, reserva mesa en el restaurante Cameros; o culta: Oh, qué poemas tan inquietantes, Rubén, he leído de Silvia Plath, mañana nos vemos.

Y como no viene, la invito al vaivén del zaguán de mi casa, llamo a la acróbata tristeza sobre ese hilo de mirada clavada en la lluvia.

Hermana que se enamora de uno como yo de ella, aunque ya solo crezca muerta en mi mano niña.

La que sabes que, allá cuando tu ocaso, la verías siempre a tu vera, sonriéndote, y a la vez llorando.

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja




jueves, 15 de mayo de 2025

LA FLOR DE LA HIGUERA

 


“Lo que me duele lo hago rápido. Lo miro todo de soslayo y doy la temida última vuelta de cerradura a la casa de mis padres, cerrada por la muerte. Yo quería salir deprisa de ese silencio insoportable, pero sobre la tapia del pequeño huerto de la casa, al volver la cabeza, se asomaba la dulzura de mi infancia.

¡Ay, si es mi higuera! Si es la primera que me sintió nacer volando ya sobre mi cuna. La que crecía a mi orilla y desde el fondo de la casa se la oía respirar. La que poco a poco se me iba haciendo entrañable, cosida a mí, savia de mi sangre. En verano se dejaba robar su sombra. En otoño mis diarios empachos de dulzura me volvían como una gata melosa, dulce como la miel. Y aquellas noches de San Juan, en la espesura, bajo ese olor grave, asfixiante, subida yo a sus ramas, me moría de inquietud esperando arrancar esa flor que nacía y moría eterna en un instante, me iba en ello ser por siempre feliz. Leyenda que me creía a pies juntillas. Y al encenderse cerca del huerto las hogueras, la higuera también se prendía de fugaces luciérnagas. Aparecía y desaparecía en cada brote la oculta flor efímera. Pero no me daba tiempo a atraparlas en mi puñito de luz (oh, no era más que esa fantasía mía de encontrarlas, que bien pronto supe el porqué de la fábula: la higuera no sabe cómo dar flor, no tiene flor)

El destino luego te lleva lejos de casa, pero nunca faltaba a la cita con mi boca. En cualquier mercado reaparecía su relámpago de almíbar. Y cómo lo devoraba hasta sentirme borracha de dulzura, hasta colgarse de mis brazos, como de las ramas del árbol de mi vida, toda esa miel de esmeralda de mi higuera.

Y el día después del arpón lazando al sicario tumor de mi pecho, en la habitación 229, sobre la yerma mesilla del hospital San Pedro, Rubén me dejó unos higos pródigos: -Que son los de tu higuera, que ha venido a verte-, me dijo.

Y ahora que regreso, limpia de dolor, a cerrar por la muerte la lejana casa de mis padres, ahí está en pie lo único que no ha destrozado el tiempo, que respira conmigo… ¡Oh, higuera, conmigo!

Y volví a entrar en la casa. Ahora sí oía respirar a alguien. Y como aquellas noches de San Juan y tardes de dulces otoños, me subí a su enramada, a su profunda dulzura. Y bajo ese olor grave, comencé a aspirarla, a jadearla, a asfixiarme dentro…

La bocina del coche en la calle, llamándome, me hizo despertar, dudar, bajar deprisa. Al verme llegar Rubén enarbolando una bolsa, me preguntó que qué llevaba ahí dentro…

-Oh, no, nada, solo es un esqueje, una pequeña rama de la higuera, la he metido en un botellín de agua….

(es solo la vida, Rubén, que es ver crecer lo que amas. Es como ese trozo de quienes nos dieron la vida, que nos falta y buscamos y buscamos, y está en nosotros mismos, somos nosotros mismos)”

Rubén Lapuente Berriatúa           publicado en el Diario La Rioja     

                                                  

miércoles, 7 de mayo de 2025

MARÍA TERESA GIL DE GÁRATE

 


Fue al fulgor del adobe, con su veneno y su luz dorada de baratija. Fue por la prisa que mete la vida a quien necesita volver a nacer. Fue que vinieron como golondrinas los sin nada a esta calle, anidando apretados bajo los viejos aleros de madera de casas cansadas de estar de pie.

Y con un babel de voces, con sus sinuosas músicas, con sus desafinadas ropas de colores, con ruido de chancletas hasta en invierno, convirtieron la calle en un extraño batiburrillo de lejanos bazares, todos perdidos aquí. Y al ritmo de la burbuja, ¡qué de vecinos del barrio bajaron del altillo la maleta!

Pero yo tengo una ventana frente a mi balcón. Por ella se asomaba la mitad o el todo de mí mismo. Yo tengo en el sueño el rumor combado de una niña muy adentro. Del portal cuarenta y tres (la casa aún mantiene a raya, altiva, la piqueta), ella bajaba las escaleras, a trompicones, tentando la baranda hacía su rayo de luz del sol de su infancia, cuando la calle me decía era una larga almazuela de tiza.

¿Irme a otro barrio? ¿Seguir la estela de los que se fueron? Oh, volvería siempre aquí, en la nostalgia o en la tristeza. Además, el rodar de los días siempre entona la jaula de grillos de un barrio desordenado.

Y yo no bajé del altillo la maleta.

Oh, pena que no llegara ella a tiempo de ver que, en lo que dura

un milagro, barrieran los coches, alfombraran la calle, plantaran árboles y bancos de madera, y farolas con luz de candilejas que recuerdan las noches de verano. Oh, pena que no la mojara una lluvia de pétalos de magnolias en primavera.

Y era lo que ponían tan deslumbrante para el caos que teníamos, que parecía como si todo fuera de mentira, dibujado. Y nos pellizcábamos   por ver si todo era solo un bello sueño.

Y de golpe, se abrieron solas las puertas y ventanas. Y al alimón bajamos todos a la calle a aprender a mirarnos, a que cada uno hiciera la nueva calle de todos.

Que frente a mi balcón aún tenga su ventana, ya es tener el mejor rayar del día. Ahora, en su mismo cuarto, más apretado que el suyo, se asoma una niña mulata, que siempre deja caer la roseta de su regadera a la calle (tiene un tiesto en el alféizar), o una cinta amarilla de su trenza de oveja, su diaria coartada para bajar por esas mismas escaleras, a trompicones, tentando la baranda, hacia ese nuevo sol español de su infancia. Por los mismos peldaños, hacia aquel otro hambriento sol de posguerra, tropezaba ella.

Sé que no es nada que a uno le ate una ventana, o un rumor de combas de niñas subiendo hacia mi balcón. ¿Pero no es esa infancia de abajo, la misma que la de mi madre? Y cómo abandonar la calle si el dolor de haberla perdido aquí mismo, sin avisar, mortal y joven, duele menos. Si aquí desde la altura me sube el mismo remolino de su falda. Si la calle es otra vez aquella almazuela de tiza.

Si aquí la veo crecer cada día, hasta que otra vez me nazca.

Rubén Lapuente Berriatúa         publicado en el diario La Rioja