RECITALES Y ARTÍCULOS

sábado, 8 de marzo de 2025

HISTORIAS DE UN BALÓN

 


Veo a mi pequeña Aina con un balón en el largo pasillo de mi casa invitándome a patearlo, y por un momento me flaquean las rodillas. Y es que me veo en ella bajando a mi calle de arena de Miranda con ese mismo redondo tesoro bajo el brazo. Un balón que en aquel tiempo empezó siendo un rebujo de periódicos, un atado de hilas, un limón verde y seco, hasta que llegaban los reyes o el cumpleaños para cumplir un deseo de los gordos: un balón de esos que tenían pentágonos y hexágonos cosidos con hilos de cicatrices a prueba del peor maltrato.

Bajo mi cama, al gordito le oías el latido de lata del corazón por sus mil moraduras. Y por el fresco revés de mi almohada, siempre era el héroe en ese teatro de los ojos cerrados donde uno llevaba el diario de los sueños malabares: el de la tijereta, la vaselina, el remate de cuchara, la rabona… Hasta que en esa mágica cancha nocturna los vítores a mis goles hacían de timbre del despertador: el quiquiriquí de cada mañana.

En un santiamén vino el progreso, y a falta de era, de horizonte, mi balón tomaba las calles. Y de ir a rescatarlo a un barranco, o entre espinas de cardos o a las vías del tren en Miranda, ibas a gatas a salvarlo preso bajo los motores de los coches.

Y cuántas veces subía coqueto al cielo a besarse en los cristales, y, o bajaba asustado y arañado por amar con tanto frenesí, o se quedaba de rehén de una señora en bata blandiendo una escoba en el balcón del primero.

 Me patea Aina su balón, y me viene, pero nítido, cada puntapié que le di a ese cuero en medio de aquella marabunta del patio, o los sábados con la primera camiseta a rayas blancas y rojas, iluminada por aquel dios mío futbolero.

  Iba a ser el héroe de mi sueño despierto, mi destino:” tú, chaval, con esa velocidad, vales para esto”. Pero un avieso y orondo portero, sin porvenir, alias zampabollos, me rompió con saña la rodilla en aquellos años en los que te sacaban el líquido sinovial mordiendo un palo entre los dientes.

Y ahí se me desinfló mi balón de fútbol. Luego mi infancia la calcó mi propio hijo, y con mi mismo sueño roto (“menos mal, Abel, que solo tenías dos rodillas que romperte”).

Quizá sea porque corra por las venas de la familia sangre de cristal, o por esa quebrada línea del destino de la mano que extrañamente se bifurca y se curva y arrodilla, … no sé, la vida es circular, es ver volver, es una rodilla que en cada hornada repite y cruje su misma malaventura.

  Y al ver ahora en el pasillo de mi casa a esta pequeñuela tomarme de la mano con un balón bajo el brazo, candidata a romperse los dos cruzados, le digo que no me gusta este juego, que qué tontería es esa de dar patadas. Que es mejor jugar con un globo en el aire, o dibujar en la pequeña pizarra caras de niños con la boca de luna menguante, triste, que extrañamente hace, a ver si desinflo, y antes del hachazo de la futura leñera de turno, su balón de fútbol.

Rubén Lapuente Berriatúa      publicado en el diario La Rioja



martes, 25 de febrero de 2025

Y A OTRA COSA, MARIPOSA

 


Ahora que al hijo le han salido alas para volar de casa, todavía con el eco de sus pasos por las habitaciones, me quedo con su infancia, la primera, la que no recuerda, cuando llegaba yo a casa herido de oficina, tarde al último compás de su breve pie. Y no sé en qué hora se atrevió con la cima de una baldosa. No sé cómo se me apareció de pie plantado frente a la puerta, tirando de la cartera de mis papeles como de la cuerda de una carreta rota.

Y ahí lo tenía, puro y sin memoria, con esa fiera rosa y mugrienta que es un cuerpo de niño. Ahí lo tenía, capitán de los arrabales de la cocina. Rastreador de sus cubiles. Trizaba entre los dedos y hasta el infinito cualquier migaja que pillaba por el suelo.

Su ojo y su reojo seguía a todo lo que se movía por la casa. Y cuanto más veloz era, más se clavaba a gatas las espuelas para cazarlo.

 ¡Era el único del Universo que le había visto la jeta a un gamusino!

 Y como todo lo aprendía antes de los bichos que de sus sesudos mayores, su manecita me llevaba por los rincones de sus madrigueras, despertando la jerga de las cosas. Me enseñó el lenguaje de los pájaros. Cómo se avienta a las arañas. Cómo se saca de una pelusa un perdido cabello de oro suyo.

Y se traía a casa el calidoscopio de toda la luz de la tarde. Luego, entre un revoltijo de coches patas arriba, dados de cuatro rompecabezas y abatidos rascacielos de colores, vencido, se dejaba caer sobre la alfombra, y bajo los párpados cerrados, se le iluminaban los ojos.

Un día, a un escarabajo errante le subió a la almena de su castillo para que avistara hasta los últimos confines de su señorío. Y a falta de enemigo le encerró en la mazmorra con miga de pan de almohada, y puesta en la cerradura el tintín de las llaves. Todo hasta que el grito de su madre aplastó contra la suela de su zapatilla a su buen amigo de viajes. Ahí empezó a enturbiársele la pureza. Ahí le nació la memoria, haciéndole sitio a la primera gota de cobarde.

 Y meses después, si le daba un estuche de lapiceros de colores, le daba la mano del viento. Le daba el vuelo de un hilo de tiza del sueño. Y me pintaba una casa con su mechón de humo, su bólido rojo, un sol amarillo, y a un tipo con antenas (era él con su remolino en el pelo), siempre con una sonrisa de payaso. No titubeaba. No tachaba. No copiaba. No sufría. Apretaba el color para que saliera más intenso, más llameante, y, o rompía la mina del lapicero, o se quedaba sin fuerzas, medio dormido sobre los colores.

Sin una pizca de pintura en la memoria, lo que le salía era definitivo,

original, puro, sin patraña. Y lo hacía de carrerilla, como si llevara

mucho tiempo en esto del arte. Luego, en la hoja de papel ponía el garabato de su nombre, y la olvidaba para siempre…

                       Y a otra cosa, mariposa

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja

                                  







domingo, 2 de febrero de 2025

PARÁLISIS DEL SUEÑO



Tarde llegué a casa. Las estrellas florecían en la noche. Encendía Venus el sol de su limonero. El bosque de Cameros callaba de frío. Al traspasar la puerta aún ardía la leña (se ha acostado tarde) como si lo hiciera dentro de mí. Y sin la premura del tiempo, me tendí sobre la alfombra, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.

 A través de las llamas veía el fuego turbador capaz de clavarte los ojos en su baile púrpura, de incitarte a tirar en sus brazos el dolor de un papel, capaz de acariciar el corazón de un verdugo.

Oh, dices fuego, y se suelta su cabellera de guedejas amarillas; dices fuego, y bailan sus llamas la danza de los sinuosos ochos con la cadera; dices fuego, y oyes crepitar las ramas en un festín de centellas vivas, de chiribitas en la órbita de los ojos. Y te acuerdas de aquella muchacha valenciana, la del espolín bordado de azahares, tan emocionada que seguiste la quema de su falla en el lento rodar de la hoguera de sus lágrimas. Seguro que de niña podía dormirse con el estruendo de cualquier traca del barrio. Plácidos sueños de triquitraque entre llamas creo la acariciarán siempre.

 Oh, sientes el fuego, y le ofreces el chispero de tu espalda vencida, o el lento tiovivo de tu cuerpo a cambio de esa calentura que te suelda cada uno de tus doscientos seis huesos sombríos. 

A través de las llamas veía el fuego turbador capaz de abatir este bosque con mi casa dentro, de silenciar un planeta, de poner nombre y apellidos a las cenizas.

 Oh, el astro que seré yo un día por un instante: bandera roja flameando en la cresta del viento. Arder dando mi mejor luz, de tanto abrazo azul esperándome…

 

Sobresaltado, desperté dentro de las lenguas de fuego de la hoguera de mi cuerpo mártir, ardiendo como el de una Juana de Arco. Desperté desorientado en la cima de la humareda del breve vuelo final de mi pájaro de ceniza.

Oh, me había quedado medio dormido, y al despertarme, no podía ni moverme, como si la mente se me hubiera desvelado, pero el cuerpo, no: aún lo tenía dormido, paralizado.

 Había sido un mal sueño. Y empapado de agobio, con un gran esfuerzo, pude abrir los ojos, mover luego un dedo de la mano, después como una gran hazaña ladear la cabeza. Y me iba aliviando el sentir que ahí afuera estaba la misma noche tejiendo su manto helado sobre la hierba, ahí el silencio de la savia, ahí en la ventana, junto a pegatinas de unicornios de Aina, un gajo de la luna de enero. Y sobre la alfombra, ahí estaba yo, vivo, volviendo al principio, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.

Y todavía desorientado, me puse en pie, y con el viejo badil removí mis propias ascuas soñadas, para resucitarme del todo y sentirme otra vez espoleado por la vida.

Arriba, desvelada por el ruido de mi retorno a este mundo, oía los pasos descalzos de mi bella durmiente.

Más arriba, que ya era muy tarde, Venus apagaba el sol de su limonero.

 Rubén Lapuente Berriatúa  

publicado en el diario La Rioja




jueves, 16 de enero de 2025

CRECER JUGANDO

  


Para la campaña “un juguete, una ilusión”, que organizan Radio Nacional de España y la Fundación crecer jugando: ese derecho sagrado del niño al juego, he comprado en Correos un bolígrafo solidario por cinco euros.

Me dicen que la diferencia entre lo que vale y lo que cuesta fabricarlo, vuela hacia esa infancia que no tiene Reyes, ni Papa Noel, ni nunca ha recibido un juguete. Supongo que irán hacia esos mismos rincones de mugre del planeta que, desde que tengo uso de razón, salen en los documentales o en las revistas del corazón o en las redes sociales de hoy, a veces junto al márquetin de ese ridículo galán o actriz de turno, o en tándem repartiendo sonrisas, ataviados con esas insolentes ropas de explorador o de safari de diseño, y que realizan el más hipócrita papel protagonista de su vida.

Y no es muy diferente de cuando yo mismo me recuerdo de niño saliendo a las calles con esas huchas de loza esmaltadas a pedir dinero con ellas: Bustos de niño africano, de filipina, de chino, de hindú, y hacíamos sonar la calderilla al tiempo que decíamos: Para las misiones, para los negritos, para los chinitos. Dádiva que se perdería en salvar almas o tal vez por los mil vericuetos de las oscuras sotanas.

Y pasarán mil años y en gran parte de África seguirán sin poner el nombre a sus hijos antes de los cinco años, que la mitad de ellos continuarán muriéndose igual. Y el antídoto contra la muerte será el mismo que el de ahora: parir y parir a destajo.

De momento el progreso es pura y dura estadística: ya sabemos el número exacto de los peques del tercer mundo que caen por minuto. Pero bueno, mejor no lo estropeo del todo, mejor lo dejo así… que estaba con lo del bolígrafo solidario…

Yo llevo uno encima, y algo sin trampa me roza. Lo dejo asomarse como reclamo por el embozo del bolsillo de mi guerrera, y es como un faro que barre con su luz de pobreza nuestra indiferencia.

En el espejo de su tinta azul, veo la manoseada sagrada niñez: a ese niño que patea todas esas barreduras que encuentra por las calles de tierra: como esa lata oxidada que la hace balón, o es su fantasía la que la convierte en coche o vagoneta; o a la niña negra con pelo de oveja que caza de la brisa vagidos que dulcemente acuna. Y que soy yo quién redondea la lata o le pone ruedas de tren o de bólido, o muñeca de carne de trapo al vacío regazo ahumado de la niña. Y es que la infancia es una rueda loca de un coche girando patas arriba. Un balón cosido a patadas. La muñeca enseñando agotada el corazón de borra.

Pero en el espejo de su tinta, veo también que ellos siguen fértiles en piojos, con la misma mugre para sus adeptas moscas, aún con la eterna loba malaria asaltando su indefenso corral, todavía con alfabetos de tres letras en la sangre de bienvenida a la vida, y soñando bajo patrias de lona oír caer la dulce lluvia de nuestra venenosa miel.

¿Pero de verdad el mundo es un pañuelo?

Bueno, pero mejor no lo estropeo del todo, mejor lo dejo así…

Por cinco euros…

¿No he hecho una buena compra?

Rubén Lapuente Berriatúa     publicado en el diario La Rioja.



                                 

 

viernes, 3 de enero de 2025

TRIUNFAR EN LA VIDA

 


Nada más ver a esta pequeñuela trabalenguas con su peinado a la remanguillé, ya te dan ganas de subirte a su cohete espacial rumbo a su planeta bajito. Y al abrazarla, debo de oler al perfume “agua de risas” porque en un santiamén me lleva de la mano volando a su ollita de grillos. Y es un poco antes del sueño, al levantar mis rodillas la sábana de mi cama: esa bóveda de algodón celeste, cuando la rubia estrellita protagonista, en un periquete, se me cuela dentro a trenzar su estrenada niñez entre mis piernas cansadas ya de patear el día.

Y enseguida le pone en guardia el lejano zumbido de aviones en mi boca, que me ha tenido toda la tarde produciéndolos en serie para verlos caer en ese vals de papel cuadriculado, a la rabia del barrendero de la calle, que con el entrecejo fruncido buscará en las alturas una cara traviesa, de golfilla.

Y con la escuadrilla de mi mano por afuera, sobrevuelo y bombardeo como una abeja nuestra madriguera, provocando al alimón un tremendo zipizape de aspavientos artilleros, con ametralladora de risas.

 Luego, dentro de ese planeta, cada uno con la zancada de nuestros dedos índice y corazón, nos hacemos como Dora, exploradores. Y a un terrorífico grito mío, huimos despavoridos por la empinada ladera de mi pierna, que en realidad es la encrestada espalda de un dragón que refunfuñando despierta. Y le digo, que corra, que es un escupe fuego en busca de la carne de polluela a l’ast de los domingos.

Al hundir los pies de sus deditos en la ratonera de mi ombligo, de pronto mi vientre titirita: -Pero, ¡corre, aún más, que estamos perdidos, que ahora nos persigue la tos del cráter de un volcán resfriado, corre, que estalla, que si te coge su fiebre te dan ese jarabe tan asqueroso!

Y subimos, de dos en dos, los peldaños de los dulces huesos de santo de la escalinata de mis costillas, hacia el oscuro bosque de mi pecho, cruzándolo con sigilo y de puntillas, vigilados por dibujos de ojos de fieras que parpadean, entre siniestras miradas de serpientes con unos de tiza en sus pupilas, silbando seseantes y ocultas entre la maraña de mi negra jungla rizada.

 Y sin un rasguño, antes de alcanzar la combada ribera de luz de la sábana, paramos en el refugio del bolsillo alto de mi pijama, dos dedos índices con sus dos vecinos corazones perseguidos, ya exhaustos de aventura. Y como en mecedora y con pantuflas, me parlotea tranquila en esa lengua virgen de los tres años: gorjeo de luz del paladar niño que me deslumbra, y me revela que el verdadero éxito en la vida, es llegar a tiempo a casa para cerrarle los ojillos a esta enana piel roja mía, mañana la tuya.

 Y todo hasta que una voz cálida y firme de mujer, con palmadas de sargento: -chicos, se acabó la juerga-, echa abajo nuestra montaña vacía, hiriendo mortalmente a Aina de sueño, despertándome a mí del reloj parado que es la niñez, y… ¡ay!, retornándome otra vez a este monótono planeta tierra de siempre…

Eh, pero sólo hasta la noche de mañana.

Rubén Lapuente Berriatúa       publicado en el diario La Rioja



viernes, 20 de diciembre de 2024

MIENTRAS LOS MAYORES SE MATABAN

 


Fueron los cuáqueros, esos desconocidos amigos que aparecen en las desgracias, los que trajeron aquellas enormes cajas de madera llenas de azúcar, leche, harina y carne enlatada. Venían en barcos de Gran Bretaña, y que al empezar nuestra guerra civil paliaron lo que no tiene bandos: el hambre. Y fueron ellos quienes decidieron recopilar los dibujos de aquellos niños de la guerra civil española que, huyendo de los bombardeos, fueron evacuados hasta ese refugio seguro de las colonias escolares, dónde, como terapia, les hicieron pintarrajear en una hoja de papel, la mirada de su horror vivido.

 

Y mientras recorría la exposición “Lápiz, papel y bombas”, colándome por los dibujos naíf de aquellos niños que antes de la sinrazón vivían en el vientre de una nube de algodón dulce, me vino el terrible rostro de la guerra: La que sabe que los niños son esponjas empapándose de todo lo que ven y escuchan. Y lo sabe cuando les oye el ¡ay! al sonar la sirena, o el ¡ay! del bum de las bombas, que les hace bajar a trompicones las escaleras del refugio, o cuando su madre por alargar una vuelta más el tiovivo de la inocencia, les dice que todo es casi de mentirijillas, o cuando la maleta al cerrarla enseña en un pellizco la prisa, y en el autobús, en el tren, en el barco, vuelven la mirada hacia el paraíso roto de su barrio. La guerra lo sabe. Y les requisa la infancia. Les tuerce los renglones del cuaderno de sus días azules. Y sabe también que, más adelante, sin avisar, volverá aquella misma sirena del pavor en la oscuridad del sueño. Oh, la guerra, esa cuchilla hendiendo la carne débil y sagrada de un niño, lo sabe.

Y mientras sin haber vivido, los mayores se mataban, mientras medio millón de españoles iban dejando para siempre de moverse, en ese refugio de las colonias, probaron a extraerles esa morralla de adentro, esa mirada nómada del miedo:

¿Y por qué no dibujan su zozobra? ¿Por qué no tenderla sobre el raso blanco de una hoja de papel? ¿Y si así, ya afuera, la ven retorcerse como esa lenta agonía de un pez fuera del agua? ¿Y si así se liberaran? ¿Y si tan solo uno dejara de temblar?

“Yo he pintado un bombardeo en la cola de la leche. Yo un edificio en llamas de mi calle. Yo el día de mi evacuación corriendo al refugio. Yo a los camilleros con su ambulancia de cruz roja. Yo un campamento de milicianos. Yo a la gente levantando con rabia el puño a los aviones. Yo a mi padre cuando volvía a casa y corría a abrazarle y a registrarle los bolsillos”

Fue la terapia de baldear del pozo sagrado desde donde mira un niño, ese zarpazo de la guerra en la pureza. Dibujos de aquellos niños arrancados de sí mismos. Hermosos e inocentes dibujos, de cuya piel de lapiceros de colores, aún hoy sientes cómo se te empañan los ojos, de aquel mismo vaho del horror.

Rubén Lapuente Berriatúa    publicado en el diario La Rioja



jueves, 12 de diciembre de 2024

DULCES DÍAS AMARILLOS

 


Cuando trabajaba en las tiendas amarillas, un poco antes de que sonara el soniquete del despertador, empezaron mis aún atolondrados ojos, a pasar revista por esas oscuras habitaciones de mi cuerpo: buscaban el silencio o el germen de un runrún…

Abría la oficina y siempre con la caricia de los buenos días de la chica de turno de la tienda, mucho más madrugadora que yo.

Una mañana, nada más verme salvar la verja medio bajada, dejando el obrador y con paso decidido, se me fue acercando sosteniéndose en los ojos ese tsunami del desamor que revienta del fondo de un corazón roto. Y… ¡Oh Dios mío!¡ ¡Qué alud de bruma me vino! ¡Qué marea del llanto! ¡Qué ojeras de mar de amor herido! Solo buscaba un par de pulgares que descorrieran sus lágrimas. Solo, que no tenía otro a mano, el pañuelo de un pecho amigo para enjugarlas. Y qué me importaba si de amor huido moría. ¡Si era solo a mí a quien clavaba ese bello y dulce dolor mojado!  

 Una vez más el corazón apaleado de otra de las chicas de amarillo. Las que, a veces, me contaban sus devaneos. Las que, con sus manos, sin saberlo, con ese revoltijo de olores de napolitanas calientes junto a la de los panes recién horneados, me doraban hasta la misma luz de la oficina. Luego, ya me sumergía en los números, balances, nóminas, o en la rentabilidad de las colinas de dulzura de cada una de las cien cubetas de cada tienda; e iba recibiendo o viendo pasar a mercaderes que te volcaban su alforja de mil y una gollerías sobre la mesa. Tantas, que al final de la mañana parecía que fueras a dar un festín de cumpleaños en la oficina. Al mediodía, en la pausa del café, estallaba en la boca cualquier puñadito de dulzura. Siempre con un par de falsas moras al salir del trabajo, con las que hacía malabares hasta encestarlas en el confitero de mi boca.

Y castigado por vago el ascensor de mi casa, subía por las escaleras los cien peldaños todos los días, llegando a mi puerta acompañado por un viejo amigo de la infancia, aquel sapito al que sujetaba en el pecho los brincos que le daban los jadeos de mis travesuras. Y desde que lo he redescubierto, me asusta el saber que, desde mi primer llanto, aún no se ha echado ni una sola cabezadita. 

Y siempre comiendo frugal, que no fuera el estómago quien, de la tarde de un sueño de versos me la llenara de ripios, que la hoja en blanco bebe mejor la tinta, si uno se levanta de la mesa con un pequeño rugido en las entrañas.  

 Y de vez en cuando, un poco antes de que sonara el despertador, desenredando aún los hilos del sueño, mis aletargados ojos me llevaban hacia dónde creía estaba a punto de bostezar ese impresentable rebelde y sicario trocito de uno mismo. ¿Hipocondriaco yo? No hay radiografías del sueño. Y esa ansiedad solo duraba hasta que el psicólogo timbre del despertador me cortaba de raíz la sinrazón de mi soñada película.

Soniquete salvador anunciándome, a bombo y platillo, el nuevo y dulce y amarillo.

Rubén Lapuente Berriatúa  

Publicado en el diario La Rioja.