RECITALES Y ARTÍCULOS

lunes, 18 de noviembre de 2024

EL RASILLO

 


De lejos parece de juguete, o como pintado de acuarela, o mejor como de postal de souvenir: esas estampas tan bellas que parecen de mentira. Y siempre como de cuento al verlo tallado en el claro de una verde esmeralda. Y si achicas los ojos para verlo más clarito, te enseña ese calado invisible de seda que una araña modistilla del bosque, le hila que te hila con rayos de luna.

Hace mucho tiempo, alguien se extraviaría por aquí, y al despertarse en esta dulce ladera de trinos, se apresuraría en colocar la primera piedra, raudo en talar los durmientes de su techumbre, veloz en apilar la sumisa leña al oír venir la rondalla fría del viento. Querría vivir con el ruiseñor en la rama. Con el aire puro del miedo de una corza. Querría como un marinero subirse a la cesta de la gavia del mástil del árbol mayor, a mirar la caricia de un océano de olas de agujas verdes que le acolchara la dureza de la vida.

Luego el río le puso la guinda: el espejo de mano para que presumido se viera el velamen rizado de su torso de piedra, con sus fieles golondrinas subiéndose al loco tiovivo de la torre, con su olmo de montaña de bandera, que desde la noche de los tiempos lleva el diario del pueblo caligrafiado en sus mil cicatrices. Y aunque ahora se le nota muy cansado de vivir, no le daremos el gusto de morirse de pie, zarandeándole cada vez que flaqueen sus párpados. Antes muertos que huérfanos del cobijo de sus viejas ramas, del latido de cobre de sus raíces que aún tiran de nosotros.

Y en las noches de verano nos baja esa otra luna llena reflejada sobre el embalse: navío redondo de plata que nos regala su luz melancólica, tan bella que buscas desesperadamente unos labios.

 Y tiene unas tijerillas de plata que en el sueño va recortando las uñas a nuestra alimaña escondida. Y si somos tranquilos y remolones, es porque el tiempo aquí siempre calza zapatillas de paño, esas de andar por casa.

Y en el crudo invierno, parece un paisaje de Frozen: ese resplandor floreciendo en la luz nevada. Sales a ese frío en las mejillas, pisas ese paisaje, y algo mágico pasa, como si tus huellas en la nieve fueran las primeras de la vida en la tierra, como si la nieve disfrazara de blanco el olvido, como si borrara los nombres de todo, escondiéndote la memoria herida: te resucita.

 Y cuando vuelvo a este pueblo después de unos días alejado, subo con prisa peldaño a peldaño estas calles de piedra, hasta el balcón de mi casa que abro a la belleza. Pero estos días me invade esa tristeza que te da cumplir años: de que esto no va a ser para siempre, que solo somos una breve mirada en el tiempo, que solo hay una enfermedad que mata y esa es la vida. Pero, ese alguien de adentro de mí, que aún no tiene mis ojos, esa aguja de la muerte siempre enhebrando hilo, se me despierta, se me remueve como si suspendiera un momento sus quehaceres, acompañándome ensimismada a contemplar la belleza. Y apoyado en el barandal de mi casa, con el pueblo a mis espaldas, cojo el móvil y me hago un selfi, más bien nos hacemos los dos un inmortal selfi.  

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja, noviembre de 2024






viernes, 8 de noviembre de 2024

EL PEZ QUE SUBÍA LOS RÍOS

 


Mira ese reflejo contracorriente. Esa luz de lomos plateados. Parece que boga una esquirla de luna en el río. Mira a su timonel, el que tira de su corazón, es un héroe, un loco romántico, enamorado.

Ahí lo tienes con su hatillo desnudo al hombro, dándose sin titubeos la vuelta en mitad del océano, como si de repente recordara haberse dejado el fuego de la cocina encendido.

Unos dicen que escucha en la noche profunda del mar el temblor de una oculta sirena a rebato del Universo. Otros que le persigue el destello de aquella misma estrella que le vio nacer. Algunos dicen que tiene memoria del olor o del roce de una gota dulce de su río, buscándole en su mar adentro.

Míralo, eligió el más largo e incierto y sinuoso camino a casa. Vuelve a su viejo moisés, a su niño antiguo, a su arrullo de lana de agua virgen, muy arriba, en lo más alto del río. Vuelve a sentir a su dios punzándole en la espalda la vieja memoria de todos sus antepasados. Vuelve al río donde nació. ¡Oh, debe de ser el único del Universo que sabe a qué ha venido a este mundo!

Vuelve para tenderse con su hembra en el mismo fresco lecho de freza de sus padres. Vuelve para florecer en la muerte echando a rodar, río abajo, la rueda eterna de la vida.

Pero… ¡Ay! En cada quiebro, aguas arriba, le acecha una trampa, un zarpazo, un furtivo pescador, un azud se levanta en cada trecho del río.

Oh, salmón salvaje, no llegará a tiempo la Naturaleza a enseñarte con una rama rota a la deriva saltar a la garrocha tu río de espinas. Ni a tejerte deprisa unas alitas de plata. Ni ese hombre que manda y ordena la Naturaleza dejará de varear el agua, ni te pondrá un funicular hasta el remanso del desove, que ya se ha encargado de adelantarte a destiempo la angustia, la muerte.

 

Oh, esa llamada en mitad del océano. Ese volver al viejo rumor del agua de tu cuna merecería ser sagrado, dejarte cumplir tu sueño, cerrar tu vida, pescarte sin muerte. Deberíamos en los pocos ríos de Asturias y Cantabria, que ya a duras penas subes, contemplar tu hazaña desde las orillas, animándote cerrando los puños como si fueras un ciclista subiendo el terrible Angliru.

De las granjas noruegas comemos el salmón. Allí, al salvaje, lo cuidan como oro en paño, respetan su ciclo de vida. Ay, pero aquí lo tenemos en cuidados intensivos, y además con la desfachatez de tener al pobre campanu (el primer salmón que se pesca de la temporada), subastado todos los años en abril por miles de euros a gloria de la carta de un restaurante. ¡Puaf! Solo falta darles un trofeo tanto al pescador como al restaurador que sonrientes y orgullosos se fotografían con él muerto en su regazo, sabiendo que se extingue, qué de los cuarenta y tres ríos, solo quedan ya trece que a duras penas sube nuestro valiente salmón español.

 ¿Y cómo nos va a respetar mañana la Naturaleza, cómo no va a ser vengativa con nosotros, si todo es un engranaje perfecto, y vamos limando y limando los dientes de la rueda de su paciencia?

 ¿Adivinas qué especie estorba y sobra en la tierra?

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La rioja 

                                                   


       

viernes, 18 de octubre de 2024

UNA CAJA DE CARTÓN DE ZAPATOS

 


Me regaló mi padre una caja de cartón de zapatos con la sorpresa de encontrarme dentro, que no me lo dijo, gusanos de seda. Y en principio era como tener latiendo en mi habitación un juguete que solo necesitaba retirar la agujereada tapa para contemplar ese pequeño asombro diario. Y como para aplacar su voracidad pedían siempre las solas hojas de un árbol, a la fronda de moreras del cielo subía yo el otoño en la salva de mi balón de futbol. Hojas que recogía y llevaba a casa como mi madre iba al mercado cada día.

 De entre los voraces gusanos de la caja, había solo uno al que yo distinguía por sus andares más sinuosos, y al que sacaba un ratito de su rutina dejándole callejear por entre el desorden de mi mesa. Y era nómada por el desierto coloreado de mis láminas, trenecillo por mi caligrafía, monstruo por detrás del cristal del tintero. Y como pasarelas de un barco pirata le obligaba a cruzar por mis dedos abiertos, hasta dejarle caer sobre su caja de cartón de Jauja, siempre alfombrada de morera.

Comiendo sin parar crecían más rápido que mi señal en los blancos azulejos de la cocina. Un día todos al mismo tiempo dejaron su voracidad, y desde el anclaje del aire en la caja, para hacerse la toilette de su mudanza, celosos de su intimidad, empezaron a trenzar alrededor de sí mismos como un féretro. Y era increíble verlos tejer su sueño: Hilar doblándose por la mitad como si bailaran la danza de las cintas. Y no dudaba ni se equivocaba ninguno, mientras veía a mi madre tejer, con titubeos y tristeza, un arrullo a mi recién nacida hermanita de azul zafiro herida.

Yo no sabía lo que era un hilo de seda. Luego leí que todo viene de cuando mientras alguien tomaba el té bajo una morera de su jardín, cayó a su taza humeante un capullo de estos, y cuando quiso sacarlo se deshilachó. Al cogerlo se dio cuenta de que podía enrollar el hilo alrededor de su dedo, sintiendo su calidez. Cuando la seda acabó de desnudar el capullo, el gusano apareció con el cabo del hilo en la boca, muerto. Yo no sabía que en la sericultura se ponen en agua hirviendo estos capullos, que hay que matar a los gusanos del interior antes de que despierten de su sueño, impedir que cierren el ciclo de su vida, matarlos por ebullición antes de que salgan y rompan y estropeen su bella mortaja, y así desenredar los más de mil metros de cada crisálida en un solo lucrativo fino hilo de seda.

Y eso de ver salir una extraña mariposa de donde solo había un compañero de deberes. ¡Y con prisa de aparearse, de preñar y tiznar sin medida las paredes de la caja, para luego morir!

 

¿Y cómo barre un niño que le exprime lo sensible ese paisaje alado de cadáveres? Recuerdo mis dedos despegándose de las alas de aquellas inertes mariposas, que desde mi ventana caían como una serpentina de carroza.

Y trastabillar subiendo la caja a lo más alto del armario, dándole un empujón contra la pared para no llegar a verla desde la puerta.

Y treinta años después no hacer caso a mis enanos pieles rojas de la casa, cuando pidieron una caja de cartón de zapatos…

Rubén Lapuente Berriatúa     publicado en el diario La Rioja




sábado, 5 de octubre de 2024

BOXEO

 


Ahora ya no lo veo sórdido, barriobajero, como de camorra a la puerta de una discoteca. Había visto el mismo coche aparcado varios fines de semana en un escondido sendero que conocía muy bien. Y en un pequeño claro del bosque, bien resguardado de las miradas por un cinturón  de maleza (se oía el rumor del río), allí estaban con el torso desnudo dos jóvenes en un improvisado ring, pero sin sus cuatro esquinas, ni sus doce cuerdas; sólo con la ley del ala del cuchillo en las manos de un tercero, imparciales, sabias, que entremetiéndose entre ellos, los domaba, los separaba, les reprendía, hasta que al final de cada asalto, como al principio, sonaba el gong en el reloj de su muñeca que me parecía el trino de un insólito pájaro nacido solo en este bosque.

Y en el rompecabezas de una celosía de hojas y ramas moviéndose, los veía como a dos juncos de río dándose cabezadas, como el baile en la pared de dos perspicaces llamas de una hoguera, como si pugnaran dos vientos por aventar una goleta.

Y no, no era una pelea. No había odio. Ni cuentas pendientes. Ni corona de laurel. Ni cinturón dorado. No había rubia platino en la silla de la arena verde. Nadie jaleaba. Y me arranqué de los ojos los prejuicios. Dirimían arte en el baile. Intentaban ser príncipes de la finta. Uno con la plasticidad de una párvula mariposa: A veces danzaba al ritmo de un swing, o en círculos como en el vals de un ave de rapiña, altanero, bajadas del todo las defensas, mentirosamente indiferente. Fajador el otro, menos alto, cuadriculado, rocoso, encerrado en la guarida de su guardia, blindado por el escudo de sus tallados brazos. Y como con metro amarillo de sastre medían distancias. Aprendices en la estrategia de esquivar el dolor, de cazar el flanco desnudo, de esperar el momento de un gancho, de un crochet, de un directo…

(Sí, dos hombres se estudian, se golpean, uno con su astucia, con su audacia, el otro con su tenacidad, su fuerza bruta. ¿Dicen de prohibirlo? Pero si no se escupen odio. Si no proclaman guerras, esas que legalizan la muerte de niños jugando. Solo son dos jóvenes amantes del boxeo, ese deporte que deja en el saco de arena el veneno de la vida, los demonios de dentro, mientras tallan sus músculos con buril de renuncias. Dos jóvenes furtivos aprendiendo el oficio de no poner la otra mejilla, y si aflora lo animal, lo primitivo, será solo dentro de ese voluntario cuadrilátero de doce cuerdas, en esos doce asaltos de tres minutos).

 Hasta el volteo de la mandíbula de uno besando la lona de yerba, da igual cuál, para levantarse, para ponerse otra vez de pie, otra vez en guardia…

Otra oportunidad. Como en la vida.

Y en el sudor de sus espaldas, como en la piel del río Iregua, la tarde vencida tiraba a dar relumbres de plata, inexplicable belleza.

Rubén Lapuente Berriatúa             publicado en el diario La Rioja



domingo, 22 de septiembre de 2024

EN EL FONDO DEL SUEÑO

 


“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, si me cita siempre solo en el fondo del sueño. Vuelan las luces de la mesilla sobre mis párpados cerrados, y ya él tira de un mechón de mi cabello. Ya es el capitán de mis labios casi dormidos.

Y me llama luciérnaga de su penumbra, y pequeña llama de amor puro, y mullido pajar de bruma, y sedal de su gatera, me susurra. Y entra en el cenador de mi cuerpo empapándomelo todo como el mar devora la arena de la orilla. Y hasta el primer rayar del día, me ama como en una guerra al último panecillo blanco y duro. Luego se desvanece llevándose el pobre botín de este corazón, tan molido a desventura e infidelidades.

Y en el lento despertar, de atizar yo tanto al alba el rescoldo de toda la noche, mojada de su sexo, enferma de mimos, todas las mañanas abro los ojos de golpe, confusa, sintiéndome terriblemente abandonada.

 En el remolino de la taza del café del desayuno, abstraída, busco en un rincón de mi memoria algún gesto igual al suyo, o ese rasgo en los ojos que se me esconde tan bien dentro. Y miro en el álbum de fotos, o en la galería del móvil, a la que me subo en ese ascensor del índice del dedo en la pantalla, buscando ese claro y oscuro instante de fulgor, que seguro es de alguien que vive. Y, Rubén, ya no sé dónde buscar para creerme que esto no es del todo una locura mía, que hay alguien de carne y hueso que sueña lo mismo, pero conmigo, y desesperadamente me busca, como yo, más allá de la orilla del sueño.  

Y cada vez más ansiosa, un par de grageas impacientes me adelanta cada noche en la ventana de mi habitación, esa pálida luna que siempre vislumbro bajo el vaivén de la niebla de su cuerpo…”-me decía.

 Somnolienta de impaciencia, de deseo, preludio de esos largos bostezos, al salir cada atardecer del trabajo, camino del pajar del sueño, seguro que adelantaría en el espejo retrovisor del coche el ritual de aderezarse de arrebol los labios, los pómulos, las mejillas. Que entraría, así, cada noche, tan bonita como una novia de cuento, a su fiel cita entre las sábanas. Hasta conduciendo ensayaría un guiño en el espejo del parasol del coche. Seguro que, hambrienta de sueño y besos, anticiparía también a destiempo el cálido regazo nocturno, con un titubeo de adormideras pastillas bailando dudosas en la palma de su mano, porque con una congelada sonrisa de placer, junto a su hilillo de sangre saliendo de la comisura de los labios, como un meandro de rímel rojo, entre un amasijo de hierros, de su berlina azul la sacaron despacio, pero muy, muy despacio, como si temieran al verla así, tan dulcemente dormida de muerte, se despertara de tan bello sueño eterno…

 

“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, me decía, si me cita siempre, solo en el fondo del sueño…”

Rubén Lapuente Berriatúa  publicado en el diario La Rioja



martes, 10 de septiembre de 2024

MORTAL Y ROSA

 


Sobre mi mesa me puso Carmen en un vaso de agua, una rosa roja. Alguna vez las coge, yo también, cuando vuelves por el largo camino de comprar el pan en la tienda del pueblo. Un paseo agradable, tranquilo, entre casas con miradores verdes, y jardines donde algunas pequeñas rosas se cuelan por la celosía de las vallas o del enrejado, o por los mil vericuetos de los setos. Y me parecen como esas reclusas manos entre barrotes buscando un soplo de libertad. Y te piden que las salves, que las lleves a ver un poquito de mundo: a perderse por el bosque interior de uno mismo, o a la hucha sombría del escalofrío de un escote de mujer por la casa, o a medrar como nenúfar en un vaso de agua, o a ser en las páginas de un libro, mucho tiempo después, la hermosa sorpresa de alguien al encontrarse con unos pétalos ajados, y al adivinar quien los puso ahí, haga removerme en el olvido que seré.

Y es a la vuelta, con el pan bajo el brazo, cuando a la rosa más aventajada y vivaracha y vagabunda de todas las prófugas, ya elegida a la ida, la cortas con la uña la savia de su belleza: su cuenta atrás. Son de una casa blanca poco frecuentada, que supongo tiene de jardinero al libre albedrio de la Naturaleza.

Este rosal que sale a la calle a provocarte, milagrosamente, aun sube de la bodega de la tierra un olor sublime y primitivo, y sin necesidad de hundirte en su seno rojo. Estas afortunadas rosas habrán nacido de algún abismo inmaculado, y para atrapar esa fragancia, que casi puedes ver y tocar, seguro que antes han rasgado la sombra de una muchacha enamorada.

Y cortadas, todas te piden lo mismo: rodearlas, respirarlas, abrazarlas, agotarlas… ¡Y pronto!, que el tiempo no da salvaguardia a nada ni a nadie: no indulta la belleza.

Me la trae en un vaso de agua, y todo lo de a su alrededor se me empequeñece. Y hasta maquilla de un intenso arrebol las mejillas del aire que respiro.

Mirándola, admiras al artesano en sombra o a esa maga casualidad, tan mentecata por tardar tanto, que la ha tallado así, con esas caderas o acampanadas faldas tan imposibles de imaginar, y además le ha cosido el más exquisito perfume: su señuelo para subirse cada primavera al largo tren del viento. Parece una cortesana regalando, y solo para sobrevivir, todos sus encantos rosas a este faldero bosque de Cameros.

Y demasiado pronto se le cayó un pétalo. Enseguida otro le siguió. Yo ya trabajaba en mi mesa, mirándola de reojo, sorprendido, cuando cayó otro. Al poco rato, uno más, a plomo, como un terrible suicidio.

Otro cayó en el agua. El último lo sostuve, turbado, con la mirada fija, unos minutos, esperando lo peor…

 Mientras iba solapando, uno a uno, todos los pétalos, vino del ayer mi padre a recordarme aquellos días tan hirientes, al no poder dejar de oír su rítmico estertor, que no acababa nunca de apagarse…

Vino del ayer, dentro de esta rosa, a decirme que ver morir es mucho más duro que morirse.

Rubén Lapuente Berriatua

publicado en el diario La Rioja



domingo, 1 de septiembre de 2024

HUEVOS FRITOS CON PATATAS

 


Estamos criando unos viejos bancos. Son de carne de madera y huesos de hierro. Unos humildes bancos que nacieron de la pandemia, mirándose frente a frente, de acera a acera, para conversar sin el temor de que ese zarpazo de alimaña ciega nos pillara desprevenidos. Y ahí se van a quedar. Un regalo para los que vengan después: hijos, nietos, nuevos vecinos. Queremos que lleguen a ser como esos antiguos poyos adosados de las casas de los pueblos, hechos para ver pasar la vida, tomar el fresquito, cotillear, coser el mundo. ¿Por qué meterse en casa cuando en verano al atardecer el sol busca la otra mitad del mundo, y nos deja de rebote la dulce luz de la mesilla de noche de la luna?

Larga calle nuestra sin nada antes para poner las posaderas, que a cierta edad buscas la forma de una silla, el respaldo de una pared amable, hasta un cojín de borra de piedra en cualquier camino. Y no te entretenías demasiado hablando, que la espalda dejó de ser aquel joven junco meciéndose a la orilla del trajín de la vida. Sentarse en verano en la calle frente a tu puerta, más que un placer, es la mejor medicina para aliviar este viaje nuestro de la vida hacia el cansancio.

Luis tenía un viejo somier con patas. Antonio, unos viejos maderos con esa piel arrugada como de frentes de ancianos sabios. Y los dejamos ahí, sin saber si encajarían en el entorno, si los pájaros de esta dulce ladera de trinos de El Rasillo, diariamente, los condecorarían.

Luis, el maestro de obras, salió el primero a probarlos, a felicitarse mirándose orgulloso las manos. Amparo, cuando dejó las labores jardineras probó si sostendrían su fatiga en flor. Ángel y Susana comprobaron que eran de su cuerda, espartanos, lo primero y mejor para un respiro tras venir de sus largas caminatas. Pascual probó si resistiría su bonachona humanidad. Nieves acarició con los dedos el color verde hierba de sus vetas. La rubia Begoña halagó su minimalismo. Los peluqueros, tras tantas horas semanales de pie, les venían que ni pintiparados en sus días de asueto. Yo llamé al alcalde para que no los quitara de la calle por su demasiada humildad y sencillez, pero que ahí radicaba su belleza.

 Ahora al atardecer los bancos se llenan de nosotros. Quizá con el tiempo lleguen a ser como los poyos de los pueblos, algo que hay que proteger, y por qué no un día referente del Patrimonio de la Humanidad: el Facebook del vecindario.

La otra tarde en este nuevo comienzo del verano, nos sentamos los de siempre, los del entorno, los del verde barrio alto. Pero al ver venir por la calle sola a María José, semanas sin aparecer, nos recordó que no estábamos todos vivos. “Qué bien que estés aquí otra vez. ¿Hoy bajarás al huevo con patatas?”. No, aún no, nos dijo, buscando de soslayo el huérfano asiento de Antonio en los bancos.

La eternidad será un par de huevos fritos con patatas, los sábados, pero si compartes toda la vida con alguien. Y en ese breve “aún no”, cabía todo el hueco del dolor de quien ha perdido lo amado.  

María José, no tardes, te esperamos en los bancos.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 18/07/2024