Veo a mi pequeña Aina
con un balón en el largo pasillo de mi casa invitándome a patearlo, y por un
momento me flaquean las rodillas. Y es que me veo en ella bajando a mi calle de
arena de Miranda con ese mismo redondo tesoro bajo el brazo. Un balón que en
aquel tiempo empezó siendo un rebujo de periódicos, un atado de hilas, un limón
verde y seco, hasta que llegaban los reyes o el cumpleaños para cumplir un
deseo de los gordos: un balón de esos que tenían pentágonos y hexágonos cosidos
con hilos de cicatrices a prueba del peor maltrato.
Bajo mi cama, al gordito
le oías el latido de lata del corazón por sus mil moraduras. Y por el fresco revés
de mi almohada, siempre era el héroe en ese teatro de los ojos cerrados donde uno
llevaba el diario de los sueños malabares: el de la tijereta, la vaselina, el
remate de cuchara, la rabona… Hasta que en esa mágica cancha nocturna los
vítores a mis goles hacían de timbre del despertador: el quiquiriquí de cada
mañana.
En un santiamén vino
el progreso, y a falta de era, de horizonte, mi balón tomaba las calles. Y de ir
a rescatarlo a un barranco, o entre espinas de cardos o a las vías del tren en
Miranda, ibas a gatas a salvarlo preso bajo los motores de los coches.
Y cuántas veces subía
coqueto al cielo a besarse en los cristales, y, o bajaba asustado y arañado por
amar con tanto frenesí, o se quedaba de rehén de una señora en bata blandiendo una
escoba en el balcón del primero.
Me patea Aina su balón, y me viene, pero nítido,
cada puntapié que le di a ese cuero en medio de aquella marabunta del patio, o los
sábados con la primera camiseta a rayas blancas y rojas, iluminada por aquel
dios mío futbolero.
Iba a ser el
héroe de mi sueño despierto, mi destino:” tú, chaval, con esa velocidad, vales para
esto”. Pero un avieso y orondo portero, sin porvenir, alias zampabollos, me
rompió con saña la rodilla en aquellos años en los que te sacaban el líquido
sinovial mordiendo un palo entre los dientes.
Y ahí se me desinfló
mi balón de fútbol. Luego mi infancia la calcó mi propio hijo, y con mi mismo sueño
roto (“menos mal, Abel, que solo tenías dos rodillas que romperte”).
Quizá sea porque
corra por las venas de la familia sangre de cristal, o por esa quebrada línea del
destino de la mano que extrañamente se bifurca y se curva y arrodilla, … no sé,
la vida es circular, es ver volver, es una rodilla que en cada hornada repite y
cruje su misma malaventura.
Y al ver
ahora en el pasillo de mi casa a esta pequeñuela tomarme de la mano con un balón
bajo el brazo, candidata a romperse los dos cruzados, le digo que no me gusta
este juego, que qué tontería es esa de dar patadas. Que es mejor jugar con un
globo en el aire, o dibujar en la pequeña pizarra caras de niños con la boca de
luna menguante, triste, que extrañamente hace, a ver si desinflo, y antes del
hachazo de la futura leñera de turno, su balón de fútbol.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja
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