Tarde llegué a casa. Las estrellas
florecían en la noche. Encendía Venus el sol de su limonero. El bosque de
Cameros callaba de frío. Al traspasar la puerta aún ardía la leña (se ha
acostado tarde) como si lo hiciera dentro de mí. Y sin la premura del tiempo,
me tendí sobre la alfombra, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.
A
través de las llamas veía el fuego turbador capaz de clavarte los ojos en su
baile púrpura, de incitarte a tirar en sus brazos el dolor de un papel, capaz
de acariciar el corazón de un verdugo.
Oh, dices fuego, y se suelta su
cabellera de guedejas amarillas; dices fuego, y bailan sus llamas la danza de
los sinuosos ochos con la cadera; dices fuego, y oyes crepitar las ramas en un festín
de centellas vivas, de chiribitas en la órbita de los ojos. Y te acuerdas de
aquella muchacha valenciana, la del espolín bordado de azahares, tan emocionada
que seguiste la quema de su falla en el lento rodar de la hoguera de sus
lágrimas. Seguro que de niña podía dormirse con el estruendo de cualquier traca
del barrio. Plácidos sueños de triquitraque entre llamas creo la acariciarán
siempre.
Oh,
sientes el fuego, y le ofreces el chispero de tu espalda vencida, o el lento
tiovivo de tu cuerpo a cambio de esa calentura que te suelda cada uno de tus
doscientos seis huesos sombríos.
A través de las llamas veía el fuego
turbador capaz de abatir este bosque con mi casa dentro, de silenciar un
planeta, de poner nombre y apellidos a las cenizas.
Oh,
el astro que seré yo un día por un instante: bandera roja flameando en la
cresta del viento. Arder dando mi mejor luz, de tanto abrazo azul esperándome…
Sobresaltado,
desperté dentro de las lenguas de fuego de la hoguera de mi cuerpo mártir, ardiendo
como el de una Juana de Arco. Desperté desorientado en la cima de la humareda
del breve vuelo final de mi pájaro de ceniza.
Oh, me
había quedado medio dormido, y al despertarme, no podía ni moverme, como si la
mente se me hubiera desvelado, pero el cuerpo, no: aún lo tenía dormido, paralizado.
Había sido un mal sueño. Y empapado de agobio,
con un gran esfuerzo, pude abrir los ojos, mover luego un dedo de la mano, después
como una gran hazaña ladear la cabeza. Y me iba aliviando el sentir que ahí afuera
estaba la misma noche tejiendo su manto helado sobre la hierba, ahí el silencio
de la savia, ahí en la ventana, junto a pegatinas de unicornios de Aina, un
gajo de la luna de enero. Y sobre la alfombra, ahí estaba yo, vivo, volviendo
al principio, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.
Y todavía
desorientado, me puse en pie, y con el viejo badil removí mis propias ascuas
soñadas, para resucitarme del todo y sentirme otra vez espoleado por la vida.
Arriba, desvelada por el ruido de mi retorno a este mundo,
oía los pasos descalzos de mi bella durmiente.
Más arriba, que ya era muy tarde, Venus apagaba el sol de
su limonero.
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