Para la campaña “un juguete, una ilusión”, que organizan Radio Nacional de España y la Fundación crecer jugando: ese derecho sagrado del niño al juego, he comprado en Correos un bolígrafo solidario por cinco euros.
Me
dicen que la diferencia entre lo que vale y lo que cuesta fabricarlo, vuela
hacia esa infancia que no tiene Reyes, ni Papa Noel, ni nunca ha recibido un
juguete. Supongo que irán hacia esos mismos rincones de mugre del planeta que,
desde que tengo uso de razón, salen en los documentales o en las revistas del corazón
o en las redes sociales de hoy, a veces junto al márquetin de ese ridículo
galán o actriz de turno, o en tándem repartiendo sonrisas, ataviados con esas
insolentes ropas de explorador o de safari de diseño, y que realizan el más
hipócrita papel protagonista de su vida.
Y no
es muy diferente de cuando yo mismo me recuerdo de niño saliendo a las calles con
esas huchas de loza esmaltadas a pedir dinero con ellas: Bustos de niño
africano, de filipina, de chino, de hindú, y hacíamos sonar la calderilla al
tiempo que decíamos: Para las misiones, para los negritos, para los
chinitos. Dádiva que se perdería en salvar almas o tal vez por los mil vericuetos
de las oscuras sotanas.
Y pasarán
mil años y en gran parte de África seguirán sin poner el nombre a sus hijos
antes de los cinco años, que la mitad de ellos continuarán muriéndose igual. Y
el antídoto contra la muerte será el mismo que el de ahora: parir y parir a
destajo.
De
momento el progreso es pura y dura estadística: ya sabemos el número exacto
de los peques del tercer mundo que caen por minuto. Pero bueno, mejor no lo
estropeo del todo, mejor lo dejo así… que estaba con lo del bolígrafo solidario…
Yo llevo
uno encima, y algo sin trampa me roza. Lo dejo asomarse como reclamo por el
embozo del bolsillo de mi guerrera, y es como un faro que barre con su luz de
pobreza nuestra indiferencia.
En
el espejo de su tinta azul, veo la manoseada sagrada niñez: a ese niño que patea
todas esas barreduras que encuentra por las calles de tierra: como esa lata
oxidada que la hace balón, o es su fantasía la que la convierte en coche o
vagoneta; o a la niña negra con pelo de oveja que caza de la brisa vagidos que
dulcemente acuna. Y que soy yo quién redondea la lata o le pone ruedas de tren
o de bólido, o muñeca de carne de trapo al vacío regazo ahumado de la niña. Y
es que la infancia es una rueda loca de un coche girando patas arriba. Un balón
cosido a patadas. La muñeca enseñando agotada el corazón de borra.
Pero
en el espejo de su tinta, veo también que ellos siguen fértiles en piojos, con
la misma mugre para sus adeptas moscas, aún con la eterna loba malaria asaltando
su indefenso corral, todavía con alfabetos de tres letras en la sangre de
bienvenida a la vida, y soñando bajo patrias de lona oír caer la dulce lluvia
de nuestra venenosa miel.
¿Pero
de verdad el mundo es un pañuelo?
Bueno,
pero mejor no lo estropeo del todo, mejor lo dejo así…
Por
cinco euros…
¿No
he hecho una buena compra?
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja.
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