A
veces me llega la tristeza, así, sin más, sin avisar. Viene tan sola, llama tan
tímida, tan silenciosamente descalza, que se cuela por cualquier descuidada
rendija mía. Y va devanando en la rueca del corazón ese
hilo triste de mirada clavada en la lluvia.
Es
la tristeza, la que te hace creer que el mar ya no te mira, o que el ocaso te
cierra su bello abanico de rojo rubí herido. A veces te hace creer que la piel
ajada ya nunca te sabrá a terciopelo ardiente, o te murmura: oh qué hubieras
hecho de no existir el miedo.
Es así. Yo la he visto llenar los
bolsillos de mi madre de piedras, y sumergida en sus aguas grises, ¡verla
dormida soñar llorando!
Pero, a veces, la tristeza, al filo de
una socorrida voz de mujer del fondo de la casa: hoy de ropa tendida en
peligro, que lloran los cristales, en un santiamén se me despabila, toca a
rebato, y se viste con tu mismo traje de faena…Y es que no es tan mala chica
conmigo.
Pero
hay otra. Esa la busco solo yo. Navega perdida en un moisés por mi sangre. La conozco
tan bien que la dejo pasarme su mano de bruma sobre mi vida. Mira, llegaba yo,
un renacuajo, del colegio, y subido al taburete de mis libros, tiraba de la
borda de mimbre de un cestillo sobre la mesa, para ver y llegar a rozar con mis
dedos a mi tardía hermanita, que, entre arrullos de algodón, parecía una
princesita azul, cuando en aquel tiempo lo añil en las venas era el preludio de
un ataúd blanco.
Un
día, aquel frío calambre que me dio su cuerpo, se entrañó en mi mano niña: Lo único
mío que la recuerda.
Y
si no llamo a la tristeza, mi pobre hermanita, huésped como yo del mismo vientre,
se me moriría. Oh, cómo he echado de menos a esa tardía mujercita creciendo
conmigo. Esa que jugaría de otra manera. Que todo trapo suyo tendría ternura de
carne y hueso. La que en sus fogones sería su pinche aplicado. Enfermo en su
mesa de operaciones. Modelo en el desfile de moda en la pasarela del pasillo.
Portero cuando pateara ella una pelota. Esa que me hubiera peinado el alma y echado
agua al humo de la rabia de mis días esquivos.
Y nos habría atrapado toda la miel del
ámbar del tiempo. En un estanque seriamos dos plácidas hojas. En una maroma dos
inseparables rizadas hebras.
Y en estos días de tambores y encrucijada
de dos maderos, podría haberme llamado. ¿Por qué no dicharachera?: Tacaño
hermano, si quieres un halago mío en tu cuaderno de poemas ve sacando la cartera,
reserva mesa en el restaurante Cameros; o culta: Oh, qué poemas tan
inquietantes, Rubén, he leído de Silvia Plath, mañana nos vemos.
Y como no viene, la invito al vaivén del
zaguán de mi casa, llamo a la acróbata tristeza sobre ese hilo de mirada
clavada en la lluvia.
Hermana que se enamora de uno como yo de
ella, aunque ya solo crezca muerta en mi mano niña.
La que sabes que, allá cuando tu ocaso, la
verías siempre a tu vera, sonriéndote, y a la vez llorando.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja
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