Fue al
fulgor del adobe, con su veneno y su luz dorada de baratija. Fue por la prisa
que mete la vida a quien necesita volver a nacer. Fue que vinieron como
golondrinas los sin nada a esta calle, anidando apretados bajo los viejos aleros
de madera de casas cansadas de estar de pie.
Y
con un babel de voces, con sus sinuosas músicas, con sus desafinadas ropas de colores,
con ruido de chancletas hasta en invierno, convirtieron la calle en un extraño batiburrillo
de lejanos bazares, todos perdidos aquí. Y al ritmo de la burbuja, ¡qué de
vecinos del barrio bajaron del altillo la maleta!
Pero
yo tengo una ventana frente a mi balcón. Por ella se asomaba la mitad o el todo
de mí mismo. Yo tengo en el sueño el rumor combado de una niña muy adentro. Del
portal cuarenta y tres (la casa aún mantiene a raya, altiva, la piqueta), ella bajaba
las escaleras, a trompicones, tentando la baranda hacía su rayo de luz del sol de
su infancia, cuando la calle me decía era una larga almazuela de tiza.
¿Irme
a otro barrio? ¿Seguir la estela de los que se fueron? Oh, volvería siempre aquí,
en la nostalgia o en la tristeza. Además, el rodar de los días siempre entona la
jaula de grillos de un barrio desordenado.
Y yo
no bajé del altillo la maleta.
Oh, pena
que no llegara ella a tiempo de ver que, en lo que dura
un
milagro, barrieran los coches, alfombraran la calle, plantaran árboles y bancos
de madera, y farolas con luz de candilejas que recuerdan las noches de verano. Oh,
pena que no la mojara una lluvia de pétalos de magnolias en primavera.
Y
era lo que ponían tan deslumbrante para el caos que teníamos, que parecía como
si todo fuera de mentira, dibujado. Y nos pellizcábamos por ver
si todo era solo un bello sueño.
Y de
golpe, se abrieron solas las puertas y ventanas. Y al alimón bajamos todos a la
calle a aprender a mirarnos, a que cada uno hiciera la nueva calle de todos.
Que
frente a mi balcón aún tenga su ventana, ya es tener el mejor rayar del día. Ahora,
en su mismo cuarto, más apretado que el suyo, se asoma una niña mulata, que siempre
deja caer la roseta de su regadera a la calle (tiene un tiesto en el alféizar),
o una cinta amarilla de su trenza de oveja, su diaria coartada para bajar por
esas mismas escaleras, a trompicones, tentando la baranda, hacia ese nuevo sol español
de su infancia. Por los mismos peldaños, hacia aquel otro hambriento sol de posguerra,
tropezaba ella.
Sé
que no es nada que a uno le ate una ventana, o un rumor de combas de niñas subiendo
hacia mi balcón. ¿Pero no es esa infancia de abajo, la misma que la de mi madre?
Y cómo abandonar la calle si el dolor de haberla perdido aquí mismo, sin
avisar, mortal y joven, duele menos. Si aquí desde la altura me sube el mismo remolino
de su falda. Si la calle es otra vez aquella almazuela de tiza.
Si
aquí la veo crecer cada día, hasta que otra vez me nazca.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja
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