Ahora
que al hijo le han salido alas para volar de casa, todavía con el eco de sus
pasos por las habitaciones, me quedo con su infancia, la primera, la que no recuerda,
cuando llegaba yo a casa herido de oficina, tarde al último compás de su breve
pie. Y no sé en qué hora se atrevió con la cima de una baldosa. No sé cómo se
me apareció de pie plantado frente a la puerta, tirando de la cartera de mis
papeles como de la cuerda de una carreta rota.
Y ahí
lo tenía, puro y sin memoria, con esa fiera rosa y mugrienta que es un cuerpo de
niño. Ahí lo tenía, capitán de los arrabales de la cocina. Rastreador de sus
cubiles. Trizaba entre los dedos y hasta el infinito cualquier migaja que pillaba
por el suelo.
Su
ojo y su reojo seguía a todo lo que se movía por la casa. Y cuanto más veloz
era, más se clavaba a gatas las espuelas para cazarlo.
¡Era el único del Universo que le había visto
la jeta a un gamusino!
Y
como todo lo aprendía antes de los bichos que de sus sesudos mayores, su manecita
me llevaba por los rincones de sus madrigueras, despertando la jerga de las
cosas. Me enseñó el lenguaje de los pájaros. Cómo se avienta a las arañas. Cómo
se saca de una pelusa un perdido cabello de oro suyo.
Y se traía a casa el calidoscopio de toda
la luz de la tarde. Luego, entre un revoltijo de coches patas arriba, dados de cuatro
rompecabezas y abatidos rascacielos de colores, vencido, se dejaba caer sobre
la alfombra, y bajo los párpados cerrados, se le iluminaban los ojos.
Un día, a un escarabajo errante le subió
a la almena de su castillo para que avistara hasta los últimos confines de su
señorío. Y a falta de enemigo le encerró en la mazmorra con miga de pan de
almohada, y puesta en la cerradura el tintín de las llaves. Todo hasta que el
grito de su madre aplastó contra la suela de su zapatilla a su buen amigo de viajes.
Ahí empezó a enturbiársele la pureza. Ahí le nació la memoria, haciéndole sitio
a la primera gota de cobarde.
Sin una pizca de pintura en
la memoria, lo que le salía era definitivo,
original, puro, sin patraña.
Y lo hacía de carrerilla, como si llevara
mucho tiempo en esto
del arte. Luego, en la hoja de papel ponía el garabato de su nombre, y la olvidaba
para siempre…
Y a otra cosa, mariposa
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja