RECITALES Y ARTÍCULOS

martes, 25 de febrero de 2025

Y A OTRA COSA, MARIPOSA

 


Ahora que al hijo le han salido alas para volar de casa, todavía con el eco de sus pasos por las habitaciones, me quedo con su infancia, la primera, la que no recuerda, cuando llegaba yo a casa herido de oficina, tarde al último compás de su breve pie. Y no sé en qué hora se atrevió con la cima de una baldosa. No sé cómo se me apareció de pie plantado frente a la puerta, tirando de la cartera de mis papeles como de la cuerda de una carreta rota.

Y ahí lo tenía, puro y sin memoria, con esa fiera rosa y mugrienta que es un cuerpo de niño. Ahí lo tenía, capitán de los arrabales de la cocina. Rastreador de sus cubiles. Trizaba entre los dedos y hasta el infinito cualquier migaja que pillaba por el suelo.

Su ojo y su reojo seguía a todo lo que se movía por la casa. Y cuanto más veloz era, más se clavaba a gatas las espuelas para cazarlo.

 ¡Era el único del Universo que le había visto la jeta a un gamusino!

 Y como todo lo aprendía antes de los bichos que de sus sesudos mayores, su manecita me llevaba por los rincones de sus madrigueras, despertando la jerga de las cosas. Me enseñó el lenguaje de los pájaros. Cómo se avienta a las arañas. Cómo se saca de una pelusa un perdido cabello de oro suyo.

Y se traía a casa el calidoscopio de toda la luz de la tarde. Luego, entre un revoltijo de coches patas arriba, dados de cuatro rompecabezas y abatidos rascacielos de colores, vencido, se dejaba caer sobre la alfombra, y bajo los párpados cerrados, se le iluminaban los ojos.

Un día, a un escarabajo errante le subió a la almena de su castillo para que avistara hasta los últimos confines de su señorío. Y a falta de enemigo le encerró en la mazmorra con miga de pan de almohada, y puesta en la cerradura el tintín de las llaves. Todo hasta que el grito de su madre aplastó contra la suela de su zapatilla a su buen amigo de viajes. Ahí empezó a enturbiársele la pureza. Ahí le nació la memoria, haciéndole sitio a la primera gota de cobarde.

 Y meses después, si le daba un estuche de lapiceros de colores, le daba la mano del viento. Le daba el vuelo de un hilo de tiza del sueño. Y me pintaba una casa con su mechón de humo, su bólido rojo, un sol amarillo, y a un tipo con antenas (era él con su remolino en el pelo), siempre con una sonrisa de payaso. No titubeaba. No tachaba. No copiaba. No sufría. Apretaba el color para que saliera más intenso, más llameante, y, o rompía la mina del lapicero, o se quedaba sin fuerzas, medio dormido sobre los colores.

Sin una pizca de pintura en la memoria, lo que le salía era definitivo,

original, puro, sin patraña. Y lo hacía de carrerilla, como si llevara

mucho tiempo en esto del arte. Luego, en la hoja de papel ponía el garabato de su nombre, y la olvidaba para siempre…

                       Y a otra cosa, mariposa

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja

                                  







domingo, 2 de febrero de 2025

PARÁLISIS DEL SUEÑO



Tarde llegué a casa. Las estrellas florecían en la noche. Encendía Venus el sol de su limonero. El bosque de Cameros callaba de frío. Al traspasar la puerta aún ardía la leña (se ha acostado tarde) como si lo hiciera dentro de mí. Y sin la premura del tiempo, me tendí sobre la alfombra, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.

 A través de las llamas veía el fuego turbador capaz de clavarte los ojos en su baile púrpura, de incitarte a tirar en sus brazos el dolor de un papel, capaz de acariciar el corazón de un verdugo.

Oh, dices fuego, y se suelta su cabellera de guedejas amarillas; dices fuego, y bailan sus llamas la danza de los sinuosos ochos con la cadera; dices fuego, y oyes crepitar las ramas en un festín de centellas vivas, de chiribitas en la órbita de los ojos. Y te acuerdas de aquella muchacha valenciana, la del espolín bordado de azahares, tan emocionada que seguiste la quema de su falla en el lento rodar de la hoguera de sus lágrimas. Seguro que de niña podía dormirse con el estruendo de cualquier traca del barrio. Plácidos sueños de triquitraque entre llamas creo la acariciarán siempre.

 Oh, sientes el fuego, y le ofreces el chispero de tu espalda vencida, o el lento tiovivo de tu cuerpo a cambio de esa calentura que te suelda cada uno de tus doscientos seis huesos sombríos. 

A través de las llamas veía el fuego turbador capaz de abatir este bosque con mi casa dentro, de silenciar un planeta, de poner nombre y apellidos a las cenizas.

 Oh, el astro que seré yo un día por un instante: bandera roja flameando en la cresta del viento. Arder dando mi mejor luz, de tanto abrazo azul esperándome…

 

Sobresaltado, desperté dentro de las lenguas de fuego de la hoguera de mi cuerpo mártir, ardiendo como el de una Juana de Arco. Desperté desorientado en la cima de la humareda del breve vuelo final de mi pájaro de ceniza.

Oh, me había quedado medio dormido, y al despertarme, no podía ni moverme, como si la mente se me hubiera desvelado, pero el cuerpo, no: aún lo tenía dormido, paralizado.

 Había sido un mal sueño. Y empapado de agobio, con un gran esfuerzo, pude abrir los ojos, mover luego un dedo de la mano, después como una gran hazaña ladear la cabeza. Y me iba aliviando el sentir que ahí afuera estaba la misma noche tejiendo su manto helado sobre la hierba, ahí el silencio de la savia, ahí en la ventana, junto a pegatinas de unicornios de Aina, un gajo de la luna de enero. Y sobre la alfombra, ahí estaba yo, vivo, volviendo al principio, avaro de lumbre, ebrio de olor a ramas rotas.

Y todavía desorientado, me puse en pie, y con el viejo badil removí mis propias ascuas soñadas, para resucitarme del todo y sentirme otra vez espoleado por la vida.

Arriba, desvelada por el ruido de mi retorno a este mundo, oía los pasos descalzos de mi bella durmiente.

Más arriba, que ya era muy tarde, Venus apagaba el sol de su limonero.

 Rubén Lapuente Berriatúa  

publicado en el diario La Rioja