Fue de casualidad. Pasábamos mi mujer y yo
por delante de aquella tienda de muebles de Vara de Rey, y una flecha dorada de
Cupido nos alcanzó de lleno a los dos. Venía del escaparate, de un biombo de ahí
expuesto que nos hizo pegar la nariz al cristal, y ver en ese cuerpo de madera,
lo que le faltaba a la memoria de la casa.
Maldecimos al azar por no habernos presentado
antes. Sabíamos de siempre que en nuestro dormitorio nos faltaba algo que
cerrara nuestra intimidad y, ahí lo teníamos. Por su piel, aún se le escapaba una
gota ámbar bien visible desde la calle, como si fuera la última lágrima del dolor
de serrarle la vida.
Entramos ya con la decisión tomada, y mientras
la vendedora se esforzaba en alabar su belleza, su exquisitez, su profusa talla
tan enramada de laureles y pámpanos, yo enjugaba con la uña esa última gota o lágrima
dura de su savia rota.
Y
nos compramos el biombo.
Lo pusimos en nuestro dormitorio, junto
a la cama, y de la manera que colocaría una barrera el portero de un equipo de
futbol. Desde la puerta del dormitorio mi mujer hacía de cancerbera: “un poco a
la derecha, no tanto, esa hoja última gírala un poco más, así, así, perfecto”. Desde
la puerta ya nadie podría meternos un gol por toda la escuadra.
Y nos dio algo más de intimidad, ganamos
un periquete para estar más presentables por si entraban como elefantes en
cristalería esos bajitos sin modales de la casa. Recuerdo todo esto ahora, porque
ya les salieron a los enanos pieles rojas alas para volar de casa, y han dejado
al biombo como desamparado, sin destino, huérfano de su noble y casta causa.
Pero siempre será el último
cerrojo de nuestro dormitorio. Y sigue dándole a nuestra
alcoba un aire como de suite de saloon del oeste desvergonzado. En
una de sus hojas descansan siempre mis pantalones. Vivaquea de
una esquina mi camisa. Si fuera un cowboy colgaría también el
sombrero de ala ancha, las botas con espuela de estrella de cinco
puntas, y la cartuchera con la culata de mi revólver asomándose como una
víbora de plata. Luego entra ella por un lado y… ¡Ale hop!, planta en
el medio esa prenda que tiene allí en lo alto algo de doble triángulo celestial,
que te evoca como dos mascarones de proa abriéndose paso por entre las olas de
la casa. Luego, cuelga la falda y… ¡Ale hop!, aparece por el otro
lado la misma, pero, oh milagro, qué hermosamente distinta.
Y
aunque la casa anda ya sin más pasos que los nuestros, no te plegaremos amigo biombo,
que viendo desde dentro del edén de las sábanas, todo ese sugestivo paisaje en
tu atalaya, que otra cosa mejor podemos hacer si no es apagar ya los malditos móviles,
y de paso mirar de reojo tras los cristales de la ventana, por si encima
tenemos la suerte de que… ¡amenace tarde de lluvia!
Rubén Lapuente Berriatúa publicado 25/9/2025 en el diario La Rioja

No hay comentarios:
Publicar un comentario