Abrazabas un cilindro de madera engastado con
cegadoras llaves de plata, y al verte así, tan pequeño, nos parecía que ese
clarinete era quien sostenía tu niñez.
Al principio huías al fondo de la casa atrancando
la puerta de la última habitación, como la de una sitiada ciudadela. Así no nos
llegaría el estridente arpegio de un aprendiz sonrojado.
Y poco a poco fuiste derribando barreras, quitando
cerrojos, dilatando la larga rendija de luz de la puerta, acercándonos
lentamente los colores del sonido. Y al principio dejábamos nuestros quehaceres,
bajábamos el volumen de la televisión, o parábamos la murga de la lavadora o
del aspirador. Y sentados como en la butaca de un teatro, buscándonos los ojos,
disfrutábamos de esas primeras veladas.
Y mira que lo hacías bien, que el vecino de
debajo de nuestros pies, el lunático del cuarto (menuda alimaña), le bastaba
con oír correr ese breve chirrido de las sillas de la cocina (nunca hemos
sabido tocar ese instrumento), que seguidamente mentaba a toda nuestra familia,
para luego ponernos a troche y moche su vieja radio, y a un volumen tan desorbitado
que el corazón, como en una guerra, corría a su refugio. Pero cuando a una hora
cualquiera del día se desahogaba el clarinete en la casa, nos quedaba la
satisfacción de que su profundo silencio denotaba un buen oído musical. La
música amansaba su fiereza, aunque yo diría mejor que azucaraba su amargura. Nunca
cruzó conmigo, ni creo con nadie del edificio una sonrisa, una palabra amable.
Y el ámbito de la casa se fue poblando de
escalas, adagios, sonatas, fantasías. El aire fresco y nuevo de olas de notas vivía
entre nosotros.
Pero un día tenía que ser, te salieron alas
para volar de casa. Y te llevas la música, la voz, los pasos silenciosos, el ya
voy, ya voy, y tu aura de muchacho bueno, pero nos dejas lo mejor, la memoria que
es nuestra. Aquí se queda una nota en cada rincón de la casa, y un abrevadero
de partituras grabadas en el tuétano de nuestros huesos.
El
poeta de Moguer nos dijo que no corriéramos, que fuéramos despacio, que adonde
teníamos que llegar era solo a nosotros mismos: Ese camino de paso quedo, tan
cercano y lejano a la vez. Yo no me indago demasiado por si enseguida me decepciono.
Y como nunca sabré del todo el por qué de este viaje de la vida hacia el
cansancio, solo espero que un día coincida un ratito conmigo en un bar o en la luz
de la sombra de un verso, y me basta.
¿Consejos doy que para mí no tengo? Mentira. Mira, hijo, el camino a uno mismo es
largo e intrincado, a veces tortuoso. ¿Sabes cómo se enfrenta uno a la
malaventura, a esa sombría morralla de muy adentro sabiendo que no hay sumidero,
que no hay olvido? Uno se salva poniendo
el volumen del zumbido de los golpes de la vida bajo, pero muy bajo, dejándolo
estar. Tú, me entiendes. Aplícate el cuento mío: Que ese chirrido de las sillas
de la cocina, no desate a la bestia del cuarto.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario La Rioja 6 de Noviembre 2025
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