“¿El otoño? Es algo más arriba. Sí. Sí. Por este
mismo camino. Pare el coche antes de llegar a la ermita de Lomos de Orio. Por ahí
cerca de un acebo tiene él su aldaba dorada. Ah, pero hoy no llame, que ha dejado la puerta entreabierta. Anda tan atareado rociando todo
de ámbar,
subiendo
tanta savia
de topacio
a las hojas que de tanta ida y venida sólo saldrá a recibirle el vaivén de su mecedora. Pero no tenga vergüenza, entre y vístase con su ropa. Tome de su taquilla su buzo de tímido camaleón. Su
pala y su escoba de abanico écheselas al hombro, que disfrazado así de jardinero del otoño, le será más fácil desaparecer en esa lenta y dulce y bella agonía amarilla ¿No ha venido a eso? Ahí todo está muriendo. Todo cae tan milagrosamente en su lugar exacto, que tan sólo, por si acaso se cruza con él, haga como
que llora por un ojo, como que arrastra unas hojas que se
han salido del camino… Y no se pierda el lento viaje de ninguna. Todas, hágalas suyas. Caen sobredoradas sobre sus deseos o sobre sus sueños rotos. Decore el cielo de sus
párpados con esa estampa, más bella si la rescata mañana su soledad, o su emoción o
su resol de muerte…Ah, pero no se demore mucho. No quiera anclar del todo el corazón a ese noray del muelle del otoño, que aquí la belleza en carne
viva
acelera ese
pequeño temblor
de estar
vivo,
enfermo de
vida,
en este
rodar silencioso
de los días
sin dioses…¿me entiende? Cuando salga del bosque, que sea al atardecer, bajando, hile de soslayo los mil guiños del sol entre las
hayas…Por el camino,
su berlina
irá dejando
-usted no
lo verá-
una estela
fatigada de oro”
©Rubén Lapuente
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