RECITALES Y ARTÍCULOS

jueves, 11 de abril de 2024

PASTEL DE CABRACHO

 


De lejos parecían dos llamas de una hoguera pintadas en el lecho de hielo picado de la pescadería. Dos bateles engastados en escamas de rubíes. Dos cabrachos bellísimos al acercarme. Y con los ojos abiertos. Ya no me acordaba que los peces no tienen párpados. Para qué los quieren si bastaría el descuido de un solo parpadeo para pasar a mejor vida. Es la ley del mar: comer y ser comido. Por eso andan siempre tan alertas, tan en guardia, tan despiertos hasta dormidos. Ojos siempre circulares, aún bellos muertos sobre ese mostrador blanco y helado. Los miro y me traen su cita en el cantil de la muerte: la celada red de trasmallo o el sangriento cebo en el sedal. Me traen la vida que nació en el agua. Si ya fue difícil encajar que nuestra estirpe nos emparentara con los primates, ahora sabemos que, en realidad, nuestro cuerpo no es más que la evolución de los primeros peces que fueron capaces de abandonar el agua y poner un pie en tierra. Pues sí, supongo que hubo ese torpe salto de esbozo de anfibio al primer embeleso de claro de luna. Y si nos ponemos a buscar la prueba, la encontramos no sólo en los fósiles, sino también en nuestro propio cuerpo: La cara se forma en el vientre materno en los dos primeros meses de vida. He mirado escáneres de alta calidad de embriones humanos, ecografías en las etapas iniciales del desarrollo, y he visto cómo los ojos empiezan a formarse a los lados de la cabeza: ese adarme de criatura es lo más parecido a un pez, pero luego se desplazan hacia el centro de la cara, se forma una nariz, una boca..., y ese surco labionasal misterioso que como una cerradura lo sella todo. Hace tiempo que reparo en esa pequeña depresión: huequecito que está entre el labio superior y la nariz. Uno lo ve todos los días en el espejo, le pasa la quitanieves de la cuchilla, y no sé si tiene alguna función. Pequeños detalles de nuestro cuerpo. Como cuando miro las cejas y supongo que su destino es proteger a los ojos del sudor como un tejado de la lluvia, pero ese canal no sé si es un accidente de nuestros orígenes, una pista de nuestro pasado evolutivo, o la última puntada del proceso de formación del rostro.


Y pienso en todo esto mientras la pescadera va limpiando (descuartizando, mejor) de espinas venenosas, de vísceras, de escamas, a estos dos diablos de la noche oscura del mar, a la vez que me habla de la mítica receta del pastel de cabracho de Arzak, de su sopa bullabesa.

 Y salgo de la pescadería (es la primera y la última vez que hago de recadero) con este pequeño ataúd de bolsa que resuena más de la cuenta en mi cabeza al venirme la frase de Paul McCartney: si los mataderos tuvieran muros de cristal, todos seríamos vegetarianos.

No creo que esta noche entre en mi boca la carne de estos dos cabrachos que, aún punzan, y mira que han pasado millones de años desde aquel primer torpe salto de anfibio al embeleso de un claro de luna en la tierra, su memoria en mi frágil y sensible y excéntrica espalda.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 4/04/2024

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