De
lejos parece de juguete, o como pintado de acuarela, o mejor como de postal
de souvenir: esas estampas tan bellas que parecen de mentira. Y siempre como de
cuento al verlo tallado en el claro de una verde esmeralda. Y si achicas
los ojos para verlo más clarito, te enseña ese calado invisible de seda que una
araña modistilla del bosque, le hila que te hila con rayos de luna.
Hace
mucho tiempo, alguien se extraviaría por aquí, y al despertarse en esta
dulce ladera de trinos, se apresuraría en colocar la primera piedra,
raudo en talar los durmientes de su techumbre, veloz en apilar la
sumisa leña al oír venir la rondalla fría del viento. Querría
vivir con el ruiseñor en la rama. Con el aire puro del miedo de una
corza. Querría como un marinero subirse a la cesta de la
gavia del mástil del árbol mayor, a mirar la caricia de un
océano de olas de agujas verdes que le acolchara la
dureza de la vida.
Luego el
río le puso la guinda: el espejo de mano para que presumido se viera el velamen
rizado de su torso de piedra, con sus fieles golondrinas subiéndose al loco
tiovivo de la torre, con su olmo de montaña de bandera, que desde la noche de
los tiempos lleva el diario del pueblo caligrafiado en sus mil cicatrices. Y aunque
ahora se le nota muy cansado de vivir, no le daremos el gusto de morirse de pie,
zarandeándole cada vez que flaqueen sus párpados. Antes muertos que huérfanos del
cobijo de sus viejas ramas, del latido de cobre de sus raíces que aún tiran de
nosotros.
Y en las
noches de verano nos baja esa otra luna llena reflejada sobre el embalse: navío
redondo de plata que nos regala su luz melancólica, tan bella que buscas
desesperadamente unos labios.
Y tiene unas tijerillas de plata que en el
sueño va recortando las uñas a nuestra alimaña escondida. Y si somos tranquilos
y remolones, es porque el tiempo aquí siempre calza zapatillas de paño, esas de
andar por casa.
Y en el
crudo invierno, parece un paisaje de Frozen: ese resplandor floreciendo en la
luz nevada. Sales a ese frío en las mejillas, pisas ese paisaje, y algo mágico
pasa, como si tus huellas en la nieve fueran las primeras de la vida en la
tierra, como si la nieve disfrazara de blanco el olvido, como si borrara los
nombres de todo, escondiéndote la memoria herida: te resucita.
Y cuando vuelvo a este pueblo después de unos días
alejado, subo con prisa peldaño a peldaño estas calles de piedra, hasta el
balcón de mi casa que abro a la belleza. Pero estos días me invade esa tristeza
que te da cumplir años: de que esto no va a ser para siempre, que solo somos
una breve mirada en el tiempo, que solo hay una enfermedad que mata y esa es la
vida. Pero, ese alguien de adentro de mí, que aún no tiene mis ojos, esa aguja
de la muerte siempre enhebrando hilo, se me despierta, se me remueve como si suspendiera
un momento sus quehaceres, acompañándome ensimismada a contemplar la belleza. Y
apoyado en el barandal de mi casa, con el pueblo a mis espaldas, cojo el móvil
y me hago un selfi, más bien nos hacemos los dos un inmortal selfi.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario La Rioja, noviembre de 2024
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