Últimamente mi
terraza parece un degolladero. Un gato medio montés, que no me extrañaría nada viniera
de sobrevivir al naufragio de una bolsa cerrada de plástico llena de tiernos maullidos
que tiran al río, aprovechando que el murete de piedra de la terraza de mi casa
es del mismo color gris que el de la piel de su tabardo, cada amanecer se
calza aquí las alforjas de bandolero: Desenvaina el relámpago de
su navaja.
Este sábado,
limpiando un reguero de sangre, barriendo negras plumas de pájaros, me decía yo
que como le cogiera, le iba a arrancar de cuajo y una por una sus
veinticuatro vibrisas.
Yo estaba por dejarle
el balcón entreabierto con una lata de Whiskas de señuelo, que se me había
pasado por la cabeza el tener por entre mis piernas, de mascota, ese largo ocho
de su alma salvaje. Dejarle mi mullido edredón, a cambio de oír su ronroneo
virgen. Que viniera al reclamo del ala de mi mano, y pasarla luego sobre el
suave jersey de lana de madreperla de su sinuoso lomo. Dejarle pasear por mi
tejado, para verlo entrar luego por la claraboya del desván, borracho del
licor de la luz de plata que destila esta hermosa luna del embalse.
Pero,
hoy, muy temprano, sobre el alféizar del murete, al verlo por primera vez, al
mantenerme unos largos segundos ese arrogante uno azabache de sus ojos, yo tras
el cristal, me reveló cómo debería uno ganarse la vida: que no le fuese nada
fácil a nadie. Y pensé en mi
hijo,
que ha tenido que buscarse el pan lejos de aquí, obligado por ese encadenado
dominó de ladrillos, al que un leve soplo bastó para que se derrumbara el
andamiaje de todo un país. Mi hijo, que a veces se presenta en casa por unas
horas en un viaje relámpago. Y ni le insinúes si merece la pena venirse para
tan poco tiempo, que, aunque solo se lo digas por el cansancio de las largas
horas del viaje, te mira sorprendido, frunciendo el ceño, molesto. Mejor me callara.
Se me olvida recordar cómo, absorto, le pillaba mirando entre las rejas del
balcón, abandonando su bólido rojo, tan pequeño él, la belleza de esta sierra. Aquí
restregaba su jabón de saliva en la roña de las rodillas, antes de cruzar la
puerta de casa. Aquí, navegando con su tabla encerada por estas laderas de
trinos, se hizo gorrión de un dios azul. Aquí, con el balón, driblaba pinos y
chopos y hasta le hacia un sombrero a la intrusa vaca de turno. Aquí sintió el desasosiego
al aguantar demasiado tiempo los ojos a una noche estrellada. Aquí se hizo
muchacho tallado de naturaleza que le ha forjado como un arma para defenderse cuando
las cartas le vengan mal dadas.
Ahora que enciende el
motor del coche, ya no se me olvidará nunca que no eres de donde paces, sino de
donde naces y te extrañan. Se va, sí, pero lo mejor de él se queda también aquí,
esperándole siempre.
Volverá pronto, pero ya conociéndose hasta la raíz, sin miedo, como este gato medio montés, que por mí puede seguir ganándose la vida merodeando por mi terraza, desplumando pájaros.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario La Rioja noviembre de 2024
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