Fueron
los cuáqueros, esos desconocidos amigos que aparecen en las desgracias, los que
trajeron aquellas enormes cajas de madera llenas de azúcar, leche, harina y
carne enlatada. Venían en barcos de Gran Bretaña, y que al empezar nuestra
guerra civil paliaron lo que no tiene bandos: el hambre. Y fueron ellos quienes
decidieron recopilar los dibujos de aquellos niños de la guerra civil española
que, huyendo de los bombardeos, fueron evacuados hasta ese refugio seguro de
las colonias escolares, dónde, como terapia, les hicieron pintarrajear en una
hoja de papel, la mirada de su horror vivido.
Y mientras
recorría la exposición “Lápiz, papel y bombas”, colándome por los dibujos naíf de
aquellos niños que antes de la sinrazón vivían en el vientre de una nube de
algodón dulce, me vino el terrible rostro de la guerra: La que sabe que los
niños son esponjas empapándose de todo lo que ven y escuchan. Y lo sabe cuando les
oye el ¡ay! al sonar la sirena, o el ¡ay! del bum de las bombas, que les hace
bajar a trompicones las escaleras del refugio, o cuando su madre por alargar
una vuelta más el tiovivo de la inocencia, les dice que todo es casi de
mentirijillas, o cuando la maleta al cerrarla enseña en un pellizco la prisa, y
en el autobús, en el tren, en el barco, vuelven la mirada hacia el paraíso roto
de su barrio. La guerra lo sabe. Y les requisa la infancia. Les tuerce los renglones
del cuaderno de sus días azules. Y sabe también que, más adelante, sin avisar, volverá
aquella misma sirena del pavor en la oscuridad del sueño. Oh, la guerra, esa
cuchilla hendiendo la carne débil y sagrada de un niño, lo sabe.
Y
mientras sin haber vivido, los mayores se mataban, mientras medio millón de
españoles iban dejando para siempre de moverse, en ese refugio de las colonias,
probaron a extraerles esa morralla de adentro, esa mirada nómada del miedo:
¿Y
por qué no dibujan su zozobra? ¿Por qué no tenderla sobre el raso blanco de una
hoja de papel? ¿Y si así, ya afuera, la ven retorcerse como esa lenta agonía de
un pez fuera del agua? ¿Y si así se liberaran? ¿Y si tan solo uno dejara de
temblar?
“Yo
he pintado un bombardeo en la cola de la leche. Yo un edificio en llamas de mi
calle. Yo el día de mi evacuación corriendo al refugio. Yo a los camilleros con
su ambulancia de cruz roja. Yo un campamento de milicianos. Yo a la
gente levantando con rabia el puño a los aviones. Yo a mi padre cuando
volvía a casa y corría a abrazarle y a registrarle los bolsillos”
Fue
la terapia de baldear del pozo sagrado desde donde mira un niño, ese zarpazo de
la guerra en la pureza. Dibujos de aquellos niños arrancados de sí mismos.
Hermosos e inocentes dibujos, de cuya piel de lapiceros de colores, aún hoy sientes
cómo se te empañan los ojos, de aquel mismo vaho del horror.