RECITALES Y ARTÍCULOS

viernes, 20 de diciembre de 2024

MIENTRAS LOS MAYORES SE MATABAN

 


Fueron los cuáqueros, esos desconocidos amigos que aparecen en las desgracias, los que trajeron aquellas enormes cajas de madera llenas de azúcar, leche, harina y carne enlatada. Venían en barcos de Gran Bretaña, y que al empezar nuestra guerra civil paliaron lo que no tiene bandos: el hambre. Y fueron ellos quienes decidieron recopilar los dibujos de aquellos niños de la guerra civil española que, huyendo de los bombardeos, fueron evacuados hasta ese refugio seguro de las colonias escolares, dónde, como terapia, les hicieron pintarrajear en una hoja de papel, la mirada de su horror vivido.

 

Y mientras recorría la exposición “Lápiz, papel y bombas”, colándome por los dibujos naíf de aquellos niños que antes de la sinrazón vivían en el vientre de una nube de algodón dulce, me vino el terrible rostro de la guerra: La que sabe que los niños son esponjas empapándose de todo lo que ven y escuchan. Y lo sabe cuando les oye el ¡ay! al sonar la sirena, o el ¡ay! del bum de las bombas, que les hace bajar a trompicones las escaleras del refugio, o cuando su madre por alargar una vuelta más el tiovivo de la inocencia, les dice que todo es casi de mentirijillas, o cuando la maleta al cerrarla enseña en un pellizco la prisa, y en el autobús, en el tren, en el barco, vuelven la mirada hacia el paraíso roto de su barrio. La guerra lo sabe. Y les requisa la infancia. Les tuerce los renglones del cuaderno de sus días azules. Y sabe también que, más adelante, sin avisar, volverá aquella misma sirena del pavor en la oscuridad del sueño. Oh, la guerra, esa cuchilla hendiendo la carne débil y sagrada de un niño, lo sabe.

Y mientras sin haber vivido, los mayores se mataban, mientras medio millón de españoles iban dejando para siempre de moverse, en ese refugio de las colonias, probaron a extraerles esa morralla de adentro, esa mirada nómada del miedo:

¿Y por qué no dibujan su zozobra? ¿Por qué no tenderla sobre el raso blanco de una hoja de papel? ¿Y si así, ya afuera, la ven retorcerse como esa lenta agonía de un pez fuera del agua? ¿Y si así se liberaran? ¿Y si tan solo uno dejara de temblar?

“Yo he pintado un bombardeo en la cola de la leche. Yo un edificio en llamas de mi calle. Yo el día de mi evacuación corriendo al refugio. Yo a los camilleros con su ambulancia de cruz roja. Yo un campamento de milicianos. Yo a la gente levantando con rabia el puño a los aviones. Yo a mi padre cuando volvía a casa y corría a abrazarle y a registrarle los bolsillos”

Fue la terapia de baldear del pozo sagrado desde donde mira un niño, ese zarpazo de la guerra en la pureza. Dibujos de aquellos niños arrancados de sí mismos. Hermosos e inocentes dibujos, de cuya piel de lapiceros de colores, aún hoy sientes cómo se te empañan los ojos, de aquel mismo vaho del horror.

Rubén Lapuente Berriatúa    publicado en el diario La Rioja



jueves, 12 de diciembre de 2024

DULCES DÍAS AMARILLOS

 


Cuando trabajaba en las tiendas amarillas, un poco antes de que sonara el soniquete del despertador, empezaron mis aún atolondrados ojos, a pasar revista por esas oscuras habitaciones de mi cuerpo: buscaban el silencio o el germen de un runrún…

Abría la oficina y siempre con la caricia de los buenos días de la chica de turno de la tienda, mucho más madrugadora que yo.

Una mañana, nada más verme salvar la verja medio bajada, dejando el obrador y con paso decidido, se me fue acercando sosteniéndose en los ojos ese tsunami del desamor que revienta del fondo de un corazón roto. Y… ¡Oh Dios mío!¡ ¡Qué alud de bruma me vino! ¡Qué marea del llanto! ¡Qué ojeras de mar de amor herido! Solo buscaba un par de pulgares que descorrieran sus lágrimas. Solo, que no tenía otro a mano, el pañuelo de un pecho amigo para enjugarlas. Y qué me importaba si de amor huido moría. ¡Si era solo a mí a quien clavaba ese bello y dulce dolor mojado!  

 Una vez más el corazón apaleado de otra de las chicas de amarillo. Las que, a veces, me contaban sus devaneos. Las que, con sus manos, sin saberlo, con ese revoltijo de olores de napolitanas calientes junto a la de los panes recién horneados, me doraban hasta la misma luz de la oficina. Luego, ya me sumergía en los números, balances, nóminas, o en la rentabilidad de las colinas de dulzura de cada una de las cien cubetas de cada tienda; e iba recibiendo o viendo pasar a mercaderes que te volcaban su alforja de mil y una gollerías sobre la mesa. Tantas, que al final de la mañana parecía que fueras a dar un festín de cumpleaños en la oficina. Al mediodía, en la pausa del café, estallaba en la boca cualquier puñadito de dulzura. Siempre con un par de falsas moras al salir del trabajo, con las que hacía malabares hasta encestarlas en el confitero de mi boca.

Y castigado por vago el ascensor de mi casa, subía por las escaleras los cien peldaños todos los días, llegando a mi puerta acompañado por un viejo amigo de la infancia, aquel sapito al que sujetaba en el pecho los brincos que le daban los jadeos de mis travesuras. Y desde que lo he redescubierto, me asusta el saber que, desde mi primer llanto, aún no se ha echado ni una sola cabezadita. 

Y siempre comiendo frugal, que no fuera el estómago quien, de la tarde de un sueño de versos me la llenara de ripios, que la hoja en blanco bebe mejor la tinta, si uno se levanta de la mesa con un pequeño rugido en las entrañas.  

 Y de vez en cuando, un poco antes de que sonara el despertador, desenredando aún los hilos del sueño, mis aletargados ojos me llevaban hacia dónde creía estaba a punto de bostezar ese impresentable rebelde y sicario trocito de uno mismo. ¿Hipocondriaco yo? No hay radiografías del sueño. Y esa ansiedad solo duraba hasta que el psicólogo timbre del despertador me cortaba de raíz la sinrazón de mi soñada película.

Soniquete salvador anunciándome, a bombo y platillo, el nuevo y dulce y amarillo.

Rubén Lapuente Berriatúa  

Publicado en el diario La Rioja.



viernes, 6 de diciembre de 2024

UN GATO MEDIO MONTÉS

 


Últimamente mi terraza parece un degolladero. Un gato medio montés, que no me extrañaría nada viniera de sobrevivir al naufragio de una bolsa cerrada de plástico llena de tiernos maullidos que tiran al río, aprovechando que el murete de piedra de la terraza de mi casa es del mismo color gris que el de la piel de su tabardo, cada amanecer se calza aquí las alforjas de bandolero: Desenvaina el relámpago de su navaja.

Este sábado, limpiando un reguero de sangre, barriendo negras plumas de pájaros, me decía yo que como le cogiera, le iba a arrancar de cuajo y una por una sus veinticuatro vibrisas.

Yo estaba por dejarle el balcón entreabierto con una lata de Whiskas de señuelo, que se me había pasado por la cabeza el tener por entre mis piernas, de mascota, ese largo ocho de su alma salvaje. Dejarle mi mullido edredón, a cambio de oír su ronroneo virgen. Que viniera al reclamo del ala de mi mano, y pasarla luego sobre el suave jersey de lana de madreperla de su sinuoso lomo. Dejarle pasear por mi tejado, para verlo entrar luego por la claraboya del desván, borracho del licor de la luz de plata que destila esta hermosa luna del embalse.

 Pero, hoy, muy temprano, sobre el alféizar del murete, al verlo por primera vez, al mantenerme unos largos segundos ese arrogante uno azabache de sus ojos, yo tras el cristal, me reveló cómo debería uno ganarse la vida: que no le fuese nada fácil a nadie. Y pensé en mi

hijo, que ha tenido que buscarse el pan lejos de aquí, obligado por ese encadenado dominó de ladrillos, al que un leve soplo bastó para que se derrumbara el andamiaje de todo un país. Mi hijo, que a veces se presenta en casa por unas horas en un viaje relámpago. Y ni le insinúes si merece la pena venirse para tan poco tiempo, que, aunque solo se lo digas por el cansancio de las largas horas del viaje, te mira sorprendido, frunciendo el ceño, molesto. Mejor me callara. Se me olvida recordar cómo, absorto, le pillaba mirando entre las rejas del balcón, abandonando su bólido rojo, tan pequeño él, la belleza de esta sierra. Aquí restregaba su jabón de saliva en la roña de las rodillas, antes de cruzar la puerta de casa. Aquí, navegando con su tabla encerada por estas laderas de trinos, se hizo gorrión de un dios azul. Aquí, con el balón, driblaba pinos y chopos y hasta le hacia un sombrero a la intrusa vaca de turno. Aquí sintió el desasosiego al aguantar demasiado tiempo los ojos a una noche estrellada. Aquí se hizo muchacho tallado de naturaleza que le ha forjado como un arma para defenderse cuando las cartas le vengan mal dadas.

Ahora que enciende el motor del coche, ya no se me olvidará nunca que no eres de donde paces, sino de donde naces y te extrañan. Se va, sí, pero lo mejor de él se queda también aquí, esperándole siempre.

Volverá pronto, pero ya conociéndose hasta la raíz, sin miedo, como este gato medio montés, que por mí puede seguir ganándose la vida merodeando por mi terraza, desplumando pájaros.

Rubén Lapuente Berriatúa 

publicado en el diario La Rioja  noviembre de 2024