Cuando
trabajaba en las tiendas amarillas, un poco antes de que sonara el soniquete del
despertador, empezaron mis aún atolondrados ojos, a pasar revista por esas oscuras
habitaciones de mi cuerpo: buscaban el silencio o el germen de un runrún…
Abría
la oficina y siempre con la caricia de los buenos días de la chica de turno de la
tienda, mucho más madrugadora que yo.
Una
mañana, nada más verme salvar la verja medio bajada, dejando el obrador y con
paso decidido, se me fue acercando sosteniéndose en los ojos ese tsunami del
desamor que revienta del fondo de un corazón roto. Y… ¡Oh Dios mío!¡ ¡Qué alud de
bruma me vino! ¡Qué marea del llanto! ¡Qué ojeras de mar de amor herido! Solo buscaba
un par de pulgares que descorrieran sus lágrimas. Solo, que no tenía otro a mano,
el pañuelo de un pecho amigo para enjugarlas. Y qué me importaba si de amor
huido moría. ¡Si era solo a mí a quien clavaba ese bello y dulce dolor mojado!
Una vez más el corazón apaleado de otra de las
chicas de amarillo. Las que, a veces, me contaban sus devaneos. Las que, con
sus manos, sin saberlo, con ese revoltijo de olores de napolitanas calientes junto
a la de los panes recién horneados, me doraban hasta la misma luz de la oficina.
Luego, ya me sumergía en los números, balances, nóminas, o en la rentabilidad de
las colinas de dulzura de cada una de las cien cubetas de cada tienda; e iba recibiendo
o viendo pasar a mercaderes que te volcaban su alforja de mil y una gollerías sobre
la mesa. Tantas, que al final de la mañana parecía que fueras a dar un festín de
cumpleaños en la oficina. Al mediodía, en la pausa del café, estallaba en la
boca cualquier puñadito de dulzura. Siempre con un par de falsas moras al salir
del trabajo, con las que hacía malabares hasta encestarlas en el confitero de
mi boca.
Y castigado
por vago el ascensor de mi casa, subía por las escaleras los cien peldaños todos
los días, llegando a mi puerta acompañado por un viejo amigo de la infancia, aquel
sapito al que sujetaba en el pecho los brincos que le daban los jadeos de mis travesuras.
Y desde que lo he redescubierto, me asusta el saber que, desde mi primer llanto,
aún no se ha echado ni una sola cabezadita.
Y siempre
comiendo frugal, que no fuera el estómago quien, de la tarde de un sueño de
versos me la llenara de ripios, que la hoja en blanco bebe mejor la tinta, si uno
se levanta de la mesa con un pequeño rugido en las entrañas.
Y de vez en cuando, un poco antes de que sonara
el despertador, desenredando aún los hilos del sueño, mis aletargados ojos me
llevaban hacia dónde creía estaba a punto de bostezar ese impresentable rebelde
y sicario trocito de uno mismo. ¿Hipocondriaco yo? No hay radiografías del
sueño. Y esa ansiedad solo duraba hasta que el psicólogo timbre del despertador
me cortaba de raíz la sinrazón de mi soñada película.
Soniquete salvador anunciándome, a bombo y platillo, el nuevo y dulce y amarillo.
Rubén Lapuente Berriatúa
Publicado en el diario La Rioja.
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