RECITALES Y ARTÍCULOS

sábado, 24 de mayo de 2025

LA TRISTEZA

 


A veces me llega la tristeza, así, sin más, sin avisar. Viene tan sola, llama tan tímida, tan silenciosamente descalza, que se cuela por cualquier descuidada rendija mía. Y va devanando en la rueca del corazón ese hilo triste de mirada clavada en la lluvia.  

Es la tristeza, la que te hace creer que el mar ya no te mira, o que el ocaso te cierra su bello abanico de rojo rubí herido. A veces te hace creer que la piel ajada ya nunca te sabrá a terciopelo ardiente, o te murmura: oh qué hubieras hecho de no existir el miedo.

 Es así. Yo la he visto llenar los bolsillos de mi madre de piedras, y sumergida en sus aguas grises, ¡verla dormida soñar llorando!

Pero, a veces, la tristeza, al filo de una socorrida voz de mujer del fondo de la casa: hoy de ropa tendida en peligro, que lloran los cristales, en un santiamén se me despabila, toca a rebato, y se viste con tu mismo traje de faena…Y es que no es tan mala chica conmigo.

Pero hay otra. Esa la busco solo yo. Navega perdida en un moisés por mi sangre. La conozco tan bien que la dejo pasarme su mano de bruma sobre mi vida. Mira, llegaba yo, un renacuajo, del colegio, y subido al taburete de mis libros, tiraba de la borda de mimbre de un cestillo sobre la mesa, para ver y llegar a rozar con mis dedos a mi tardía hermanita, que, entre arrullos de algodón, parecía una princesita azul, cuando en aquel tiempo lo añil en las venas era el preludio de un ataúd blanco.

Un día, aquel frío calambre que me dio su cuerpo, se entrañó en mi mano niña: Lo único mío que la recuerda.

Y si no llamo a la tristeza, mi pobre hermanita, huésped como yo del mismo vientre, se me moriría. Oh, cómo he echado de menos a esa tardía mujercita creciendo conmigo. Esa que jugaría de otra manera. Que todo trapo suyo tendría ternura de carne y hueso. La que en sus fogones sería su pinche aplicado. Enfermo en su mesa de operaciones. Modelo en el desfile de moda en la pasarela del pasillo. Portero cuando pateara ella una pelota. Esa que me hubiera peinado el alma y echado agua al humo de la rabia de mis días esquivos.

Y nos habría atrapado toda la miel del ámbar del tiempo. En un estanque seriamos dos plácidas hojas. En una maroma dos inseparables rizadas hebras.

Y en estos días de tambores y encrucijada de dos maderos, podría haberme llamado. ¿Por qué no dicharachera?: Tacaño hermano, si quieres un halago mío en tu cuaderno de poemas ve sacando la cartera, reserva mesa en el restaurante Cameros; o culta: Oh, qué poemas tan inquietantes, Rubén, he leído de Silvia Plath, mañana nos vemos.

Y como no viene, la invito al vaivén del zaguán de mi casa, llamo a la acróbata tristeza sobre ese hilo de mirada clavada en la lluvia.

Hermana que se enamora de uno como yo de ella, aunque ya solo crezca muerta en mi mano niña.

La que sabes que, allá cuando tu ocaso, la verías siempre a tu vera, sonriéndote, y a la vez llorando.

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado en el diario La Rioja




jueves, 15 de mayo de 2025

LA FLOR DE LA HIGUERA

 


“Lo que me duele lo hago rápido. Lo miro todo de soslayo y doy la temida última vuelta de cerradura a la casa de mis padres, cerrada por la muerte. Yo quería salir deprisa de ese silencio insoportable, pero sobre la tapia del pequeño huerto de la casa, al volver la cabeza, se asomaba la dulzura de mi infancia.

¡Ay, si es mi higuera! Si es la primera que me sintió nacer volando ya sobre mi cuna. La que crecía a mi orilla y desde el fondo de la casa se la oía respirar. La que poco a poco se me iba haciendo entrañable, cosida a mí, savia de mi sangre. En verano se dejaba robar su sombra. En otoño mis diarios empachos de dulzura me volvían como una gata melosa, dulce como la miel. Y aquellas noches de San Juan, en la espesura, bajo ese olor grave, asfixiante, subida yo a sus ramas, me moría de inquietud esperando arrancar esa flor que nacía y moría eterna en un instante, me iba en ello ser por siempre feliz. Leyenda que me creía a pies juntillas. Y al encenderse cerca del huerto las hogueras, la higuera también se prendía de fugaces luciérnagas. Aparecía y desaparecía en cada brote la oculta flor efímera. Pero no me daba tiempo a atraparlas en mi puñito de luz (oh, no era más que esa fantasía mía de encontrarlas, que bien pronto supe el porqué de la fábula: la higuera no sabe cómo dar flor, no tiene flor)

El destino luego te lleva lejos de casa, pero nunca faltaba a la cita con mi boca. En cualquier mercado reaparecía su relámpago de almíbar. Y cómo lo devoraba hasta sentirme borracha de dulzura, hasta colgarse de mis brazos, como de las ramas del árbol de mi vida, toda esa miel de esmeralda de mi higuera.

Y el día después del arpón lazando al sicario tumor de mi pecho, en la habitación 229, sobre la yerma mesilla del hospital San Pedro, Rubén me dejó unos higos pródigos: -Que son los de tu higuera, que ha venido a verte-, me dijo.

Y ahora que regreso, limpia de dolor, a cerrar por la muerte la lejana casa de mis padres, ahí está en pie lo único que no ha destrozado el tiempo, que respira conmigo… ¡Oh, higuera, conmigo!

Y volví a entrar en la casa. Ahora sí oía respirar a alguien. Y como aquellas noches de San Juan y tardes de dulces otoños, me subí a su enramada, a su profunda dulzura. Y bajo ese olor grave, comencé a aspirarla, a jadearla, a asfixiarme dentro…

La bocina del coche en la calle, llamándome, me hizo despertar, dudar, bajar deprisa. Al verme llegar Rubén enarbolando una bolsa, me preguntó que qué llevaba ahí dentro…

-Oh, no, nada, solo es un esqueje, una pequeña rama de la higuera, la he metido en un botellín de agua….

(es solo la vida, Rubén, que es ver crecer lo que amas. Es como ese trozo de quienes nos dieron la vida, que nos falta y buscamos y buscamos, y está en nosotros mismos, somos nosotros mismos)”

Rubén Lapuente Berriatúa           publicado en el Diario La Rioja     

                                                  

miércoles, 7 de mayo de 2025

MARÍA TERESA GIL DE GÁRATE

 


Fue al fulgor del adobe, con su veneno y su luz dorada de baratija. Fue por la prisa que mete la vida a quien necesita volver a nacer. Fue que vinieron como golondrinas los sin nada a esta calle, anidando apretados bajo los viejos aleros de madera de casas cansadas de estar de pie.

Y con un babel de voces, con sus sinuosas músicas, con sus desafinadas ropas de colores, con ruido de chancletas hasta en invierno, convirtieron la calle en un extraño batiburrillo de lejanos bazares, todos perdidos aquí. Y al ritmo de la burbuja, ¡qué de vecinos del barrio bajaron del altillo la maleta!

Pero yo tengo una ventana frente a mi balcón. Por ella se asomaba la mitad o el todo de mí mismo. Yo tengo en el sueño el rumor combado de una niña muy adentro. Del portal cuarenta y tres (la casa aún mantiene a raya, altiva, la piqueta), ella bajaba las escaleras, a trompicones, tentando la baranda hacía su rayo de luz del sol de su infancia, cuando la calle me decía era una larga almazuela de tiza.

¿Irme a otro barrio? ¿Seguir la estela de los que se fueron? Oh, volvería siempre aquí, en la nostalgia o en la tristeza. Además, el rodar de los días siempre entona la jaula de grillos de un barrio desordenado.

Y yo no bajé del altillo la maleta.

Oh, pena que no llegara ella a tiempo de ver que, en lo que dura

un milagro, barrieran los coches, alfombraran la calle, plantaran árboles y bancos de madera, y farolas con luz de candilejas que recuerdan las noches de verano. Oh, pena que no la mojara una lluvia de pétalos de magnolias en primavera.

Y era lo que ponían tan deslumbrante para el caos que teníamos, que parecía como si todo fuera de mentira, dibujado. Y nos pellizcábamos   por ver si todo era solo un bello sueño.

Y de golpe, se abrieron solas las puertas y ventanas. Y al alimón bajamos todos a la calle a aprender a mirarnos, a que cada uno hiciera la nueva calle de todos.

Que frente a mi balcón aún tenga su ventana, ya es tener el mejor rayar del día. Ahora, en su mismo cuarto, más apretado que el suyo, se asoma una niña mulata, que siempre deja caer la roseta de su regadera a la calle (tiene un tiesto en el alféizar), o una cinta amarilla de su trenza de oveja, su diaria coartada para bajar por esas mismas escaleras, a trompicones, tentando la baranda, hacia ese nuevo sol español de su infancia. Por los mismos peldaños, hacia aquel otro hambriento sol de posguerra, tropezaba ella.

Sé que no es nada que a uno le ate una ventana, o un rumor de combas de niñas subiendo hacia mi balcón. ¿Pero no es esa infancia de abajo, la misma que la de mi madre? Y cómo abandonar la calle si el dolor de haberla perdido aquí mismo, sin avisar, mortal y joven, duele menos. Si aquí desde la altura me sube el mismo remolino de su falda. Si la calle es otra vez aquella almazuela de tiza.

Si aquí la veo crecer cada día, hasta que otra vez me nazca.

Rubén Lapuente Berriatúa         publicado en el diario La Rioja