Para
conocer el mar miro a Aina. La reina niña de la orilla. Un ángel querubín que tiene
embobados los ojos a todos los que a su verita roza. Y viéndola, uno comprende que
la mar así no carrule, se quede en enaguas, tamborileando en su tocador,
jorobada, sin empolvarse aún la nariz, a la espera de que esta pequeñuela, pizpireta
suelta, se meta de una vez en su sombrilla y deje ya de poner la playa patas
arriba.
Y
es que tiene tanta luz como cuando la primitiva luna llena se bañaba, sin nadie,
tímida, haciendo del primer pez redondo de plata reverberando en la desierta mar
salada. Y es tan inocente como una corderilla disfrazada con la piel de una
lobita buena, o como esa ardilla abriendo tranquila una nuez en mitad de la raya
de la carretera, siempre al cruzar por Nieva, y que tan solo se aparta si oye
el piii, piii, piii…, de mi bocina.
Y como niña, es la única del universo capaz
de vaciar el mar en un hoyito. Lo ha hecho ella con su pala amarilla, y luego va
y viene con su cubo a rebosar, que vierte en ese infinito agujero negro de arena
con apetito de tragantúa.
La veo luego a la carrera bordeando los
pétalos de espuma de cada ola, huyendo de esa suave lengua de agua que
siempre la zancadillea. Y me parece ella ese barquito de papel, yéndose a
pique, que botamos alguna tarde, para que lo vea correr bajo los puentes,
siguiendo la corriente de ese río de mentirijillas del parque Gallarza.
La niña reina de la nadería pellizcando
lo que el mar le regala:
esa vega de luz de escamas de plata, o
en la rosaleda de nácar de la arena, esa concha que coge, la mira, la bien cierra
en el puño prieta, y ya no la suelta hasta que en el bajío del sueño la policía
del mar se la arrebata.
Y si la veo embelesada, siento
como que el mar le esconde su pequeña memoria. Y como si cogiera el autobús de
las eternas olas, me vagabundea: Aina, exploradora, gata que rompe con sus
almohadones, y camina sola y valiente hacia lo que no sabe ni le preocupa.
Si yo me despistara y en un suspiro se
me perdiera, la encontraría en un periquete, o borracha de arena en la orilla, o
de pie, en jarras, desafiando la eterna tarascada de las olas, o ensimismada, lírica
entre las dunas, mirando caer abriendo la canilla del meñique, la belleza del
surtidor de oro de su puñito de arena.
Cuando ya le da la espalda la
tarde, envejecida de sol, morenas ya las alitas blancas de la espalda, me la
llevo de bandera sobre los hombros, y uno, agradecido, vuelve la cabeza a esa primavera
eterna de luciérnagas de acero que el atardecer del mar nos regala.
Mañana, al ver por los ojillos de la
persiana el primer rayito de sol entrando, saltará de la cama como un cohete,
como una saltimbanqui. Venga, vamos a la playa, que (a la siete) ya se ve, nos
dirá, con su pala y su cubo frente a la puerta, como si fuera a su pupitre azul
y verde.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja
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