No te engañes. Esa manecita sin tiempo que como
una azucena se asoma a la rueda de la vida, tan hermosa, necesita ese largo
dedo corazón tuyo. Mira cómo se aferra al rumor lento y espeso de tu sangre. Tiene
la cintura precisa, y lo abarca tan bien, tan hecho a la horma de sus deditos. El
viejo sarmiento tuyo para sacarla del mar del sueño blanco. No hay mejor noray
donde atarse.
Y es tu
flotador en ese momento de la vida en el que notabas que el tiempo empezaba a
correr, poniéndote alta la insoportable melodía del tic tac del corazón en el
silencio. Y dirás que esa manecita de tu tardía nieta, te da vida. El verla
crecer te hará ganar unos cuantos años al cansancio. Rejuvenecerás un montón cuando
te coja de la mano y te lleve a todos los rincones de su planeta bajito. Su cobijo
es ahora tu mano grande, esa llena de arbolillos de venas, ramajes a punto de
estallar, y en las que te duele posar los ojos como si no fueran tuyas, como si
en ellas empezara mucho antes a medrar huraña la muerte.
Pero no te engañes, esa manecita que ahora te
busca, no es la tuya, no te salva. Te parecerá que dura una eternidad, pero en
un suspiro se te acaba.
Y de pronto, ya estás solo y torpe para vivir
sin molestar. Quizá ya habites en una casa grande llena de paredes sin recuerdos,
despertando cada amanecer al mismo agrio olor, con el cansancio pegado a la
piel, y con el único aliciente de mirar sin pestañear la puerta, esperando se
abra a la vez que tu mejor sonrisa. Pero pena que aún te sostenga un molesto hilo
de lucidez, porque te recuerda a ti mismo cruzando los domingos (la vida es ver
volver) ese mismo portón de madera.
Y esa pasajera
mano, la que más recuerdas por ser la última, vendrá a verte, pero, ¿ves cómo no
es la que te salva? Ya no necesita todo el tiempo la tuya, la huérfana tuya.
¿No comprarías una con palma y dorso que te
diera las caricias? ¿Que fuera el bastón de tu torpeza, la gasa limpia de tu
llaga? ¿Una mano de esas de andén o del puerto de las que se quedan
siempre a lo lejos como una bandera al viento esperándote, y que no te abandonara
nunca? ¿Una mano que una noche corriera lentamente la sábana blanca de tu
último sueño?
Hay un diario de una soldado de la edad
dorada, que leo cada noche en su espalda vencida. Lo acompaña mi dedo para no perderme
en sus renglones torcidos. Un diario que habla de soledad y ternura, de desdenes
hirientes, de batallas perdidas, de encontrar en las cuatro paredes alquiladas,
escondidos sollozos de madrugada.
“¿Sabes, Rubén? Le he llamado hoy corriendo, pero
corriendo. Hasta temblaban mis dedos en el teclado del teléfono, y me ha dicho
que todavía no podía venir. Perdón, pero se está muriendo su madre, le dije. Y
mientras acababa sus asuntos, como un bebé me ha cogido el dedo corazón…"
Que no te engañen. Que no te olviden.
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