Hacen Logroño. Y ojalá
no se les ocurra irse a las afueras, a una de esas galerías comerciales como
ciudadelas, que son de una tribu popular, de andar por casa, de bajar a la
calle donde habita la vida: que tejen memoria en cada barrio con los hilos de su
golosa algarabía. Que cimientan Logroño.
Todos los días del
año, hasta en Navidad y Año Nuevo, dejan escapar su aroma en cada barriada. Y en
cada tienda hay una chica que como una boca que enseñara su dulce paladar sube la verja de la golmajería a
toda la barriada. Antes, temprano, ha espantado ya el vaho del frío en la
harina, ha rebosado de mil y una delicias cada cubeta, ha dejado escapar el
perfume del caliente hechizo de lo recién horneado… Y espera, de pie, la marea
de una avenida.
Aquí compro yo el pan, los caprichos, y avanzando en la fila, miro a la
joven y bella dependienta cómo pesa en una balanza los dulces sueños de la
niñez, no sólo de infinidad de locos bajitos, sino también de los que como yo,
entrados en años, rescatamos los olores y sabores sin cerrar los ojos: dándonos
un dulce homenaje cada día.
La veo, - fantaseo yo, en la fila-, cómo embolsa en aljabas de papel barras
de pan como si fueran flechas de amasado amor de Cupido.
Y la veo entrar y salir de la trastienda, rauda, con ese dulce tesoro de bolsas
de gominolas de repuesto en el regazo. La veo como el mascarón de proa de esa
deliciosa goleta que es su tienda, vencedora de los embates de las olas de un infinito
mar de azúcar.
Y cómo la envidia este herido niño
grande que soy, por toda esa pila de chucherías tan a mano que tiene, que juega
con ventaja cuando le vengan esos días amargos de la vida, y ella, en un pispás,
los endulce echándose a la boca una bola de chocolate, o un pequeño corazón de
fresa con rocío…
Yo la nombraría adalid del barrio en ese cuento de ladrones y policías que
siempre llegan tarde, cuando la veo, que soy testigo, registrar los bolsillos a
angelicales niños o a elegantes y distinguidos caballeros o a señoras con
abrigos largos de pieles, y todo por un escondido tic de abanico flamenco que, por el rabillo del ojo, les descubre en las
manos. ¡Y qué vergüenza da verlo!
Avanzando en la fila, al anochecer,
al comprar yo el pan caliente de la cena, ha sostenido ya tantas miradas, que
cuando me toca a mí, ya todos los caminos, todos los atajos a sus ojos, los
tiene ya hollados…De pronto, desde la calle, como un trueno en el sueño, oigo
un viril silbido que la despierta, que la enciende. Entonces, echándonos con dulces
cajas destempladas y al tiempo que se lleva la última gominola a la boca, de un
tirón baja la verja de la tienda…
Y es en ese mismo dulce instante, cuando ella, lo veo en su rostro, comienza
a vivir.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el digital
nuevecuatrouno de La Rioja el 18/02/2020
nuevecuatrouno de La Rioja el 18/02/2020
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