Ahora ya no lo veo
sórdido, barriobajero, como de camorra a la puerta de una discoteca. Había
visto el mismo coche aparcado varios fines de semana en un escondido sendero
que conocía muy bien. Y en un pequeño claro del bosque, bien resguardado
de las miradas por un cinturón de maleza (se oía el rumor del río),
allí estaban con el torso desnudo dos jóvenes en un improvisado ring, pero sin
sus cuatro esquinas, ni sus doce cuerdas; sólo con la ley del ala del cuchillo
en las manos de un tercero, imparciales, sabias, que entremetiéndose entre
ellos, los domaba, los separaba, les reprendía, hasta que al final de cada
asalto, como al principio, sonaba el gong en el reloj de su muñeca que me parecía
el trino de un insólito pájaro nacido solo en este bosque.
Y en el rompecabezas de
una celosía de hojas y ramas moviéndose, los veía como a dos juncos de río
dándose cabezadas, como el baile en la pared de dos perspicaces llamas de una
hoguera, como si pugnaran dos vientos por aventar una goleta.
Y no, no era una pelea. No había odio.
Ni cuentas pendientes. Ni corona de laurel. Ni cinturón dorado. No había rubia
platino en la silla de la arena verde. Nadie jaleaba. Y me arranqué de los ojos
los prejuicios. Dirimían arte en el baile. Intentaban ser príncipes de la
finta. Uno con la plasticidad de una párvula mariposa: A veces danzaba al ritmo
de un swing, o en círculos como en el vals de un ave de rapiña, altanero,
bajadas del todo las defensas, mentirosamente indiferente. Fajador el otro, menos
alto, cuadriculado, rocoso, encerrado en la guarida de su guardia, blindado por
el escudo de sus tallados brazos. Y como con metro amarillo de sastre medían
distancias. Aprendices en la estrategia de esquivar el dolor, de cazar el
flanco desnudo, de esperar el momento de un gancho, de un crochet, de un
directo…
(Sí, dos hombres se estudian,
se golpean, uno con su astucia, con su audacia, el otro con su tenacidad, su
fuerza bruta. ¿Dicen de prohibirlo? Pero si no se escupen odio. Si no proclaman
guerras, esas que legalizan la muerte de niños jugando. Solo son dos jóvenes amantes
del boxeo, ese deporte que deja en el saco de arena el veneno de la vida, los
demonios de dentro, mientras tallan sus músculos con buril de renuncias. Dos
jóvenes furtivos aprendiendo el oficio de no poner la otra mejilla, y si aflora
lo animal, lo primitivo, será solo dentro de ese voluntario cuadrilátero de
doce cuerdas, en esos doce asaltos de tres minutos).
Otra oportunidad.
Como en la vida.
Y en el sudor de sus
espaldas, como en la piel del río Iregua, la tarde vencida tiraba a dar
relumbres de plata, inexplicable belleza.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja
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