RECITALES Y ARTÍCULOS

lunes, 22 de enero de 2024

UNA NOCHE EN EL CIRCO



 He venido al circo Raluy: el clásico, el de siempre, el que no lleva edulcorantes ni gasta melindres. He venido a recordar bajo esa patria de una carpa con banderolas, el sobresalto de un timbre de madrugada.

Salen los trapecistas, los veo arriba cómo enjugan sus manos en el talco, que así les salgan dedos de aguilucho, así calmen el sudor de quizá morder la dura arena: no tienen red, no quieren red. Entre sonrisas, seguro te dirán que solo arriesgan la vida. En la mitad del vacío de sus balanceos, uno se suelta. Y vuela. Y no hay nada ni nadie todavía. Aún las manos del otro, boca abajo, no están. Vienen. Están llegando. La emoción del alivio vuelve a soltarle. Y otra vez vuela, pero el trapecio solo, como un salvavidas, no ha llegado aún. Todavía está viniendo. Se pierde y se encuentra…

Abajo, de perfil de los labios, juntamos las palmas de las manos en el redoble último del más difícil todavía, y en ese rumor que acaso derrame lentejuelas, me vienen esos retazos olvidados de la infancia, cuando el circo no nos cabía en los ojos del sueño, y la volatinera inocencia nos cosía unas alitas a la espalda sobre la baranda del portal, o sobre la cimera de cualquier bordillo. Al acabar el número, pienso que estos trapecistas por arriesgar tanto la vida no la vivirán nunca. Que para que no se apaguen los vítores, jamás deben abandonarse. Eso de tentarse cada día la cordura, el corazón, los músculos, el pulso del valor, y comprobar que todo sigue en su sitio, y volar… Oh, cómo se reina dentro de uno mismo viviendo con la amenaza del azar, cómo se aguanta el murmullo del sueño inquieto de tal vez, alguna noche, dar un traspié mortal en el aire.

Luego viene el número del lanzador de cuchillos. Sale primero la mujer. Se reclina sumisa en la rueda de madera. Adopta esa postura del dibujo del Vitruvio de Miguel Ángel. El lanzador, el hombre, menos joven que ella, sale con su haz de puñales en bandolera. Va lanzándolos uno a uno… Y giran una, y otra, y otra vez antes de reflejar en su acero la sien de la mujer; de quedarse a un tris del frágil cuello; de clavarlos a una gota de la orilla de la cala de madera que dibuja su cintura. Los lanza entre las piernas abiertas, entre los muslos, timbrando lo más lejano, lo más íntimo, lo más oscuro. Él arriesga siempre hasta casi rozar el filo de su piel: pellizca hasta su vello rubio. Ella es una diana entregada esperando en silencio, lo incierto, el azar. De pronto, un levísimo reguero de sangre comienza a bajarle por la pierna. Miro a los lados, y nadie, nadie se da cuenta. El lanzador de cuchillos, mientras la ve sonreír, desclava, dolorosamente, y uno a uno, sus destellos de plata…

El amor es un collar de rubíes sobre la arena que, ella, bajo su pie, demora enterrarlo un instante…

Al salir de la función, deambulé por los alrededores de la carpa. Las nocturnas luces de neón, como un faro, barrían las ventanillas de los carromatos, y en uno, en ese breve momento luminoso, vi a la mujer herida tomando entre sus brazos al hombre, como si fuera un niño.

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado el 18/01/24 en el diario La Rioja



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