RECITALES Y ARTÍCULOS

viernes, 20 de diciembre de 2024

MIENTRAS LOS MAYORES SE MATABAN

 


Fueron los cuáqueros, esos desconocidos amigos que aparecen en las desgracias, los que trajeron aquellas enormes cajas de madera llenas de azúcar, leche, harina y carne enlatada. Venían en barcos de Gran Bretaña, y que al empezar nuestra guerra civil paliaron lo que no tiene bandos: el hambre. Y fueron ellos quienes decidieron recopilar los dibujos de aquellos niños de la guerra civil española que, huyendo de los bombardeos, fueron evacuados hasta ese refugio seguro de las colonias escolares, dónde, como terapia, les hicieron pintarrajear en una hoja de papel, la mirada de su horror vivido.

 

Y mientras recorría la exposición “Lápiz, papel y bombas”, colándome por los dibujos naíf de aquellos niños que antes de la sinrazón vivían en el vientre de una nube de algodón dulce, me vino el terrible rostro de la guerra: La que sabe que los niños son esponjas empapándose de todo lo que ven y escuchan. Y lo sabe cuando les oye el ¡ay! al sonar la sirena, o el ¡ay! del bum de las bombas, que les hace bajar a trompicones las escaleras del refugio, o cuando su madre por alargar una vuelta más el tiovivo de la inocencia, les dice que todo es casi de mentirijillas, o cuando la maleta al cerrarla enseña en un pellizco la prisa, y en el autobús, en el tren, en el barco, vuelven la mirada hacia el paraíso roto de su barrio. La guerra lo sabe. Y les requisa la infancia. Les tuerce los renglones del cuaderno de sus días azules. Y sabe también que, más adelante, sin avisar, volverá aquella misma sirena del pavor en la oscuridad del sueño. Oh, la guerra, esa cuchilla hendiendo la carne débil y sagrada de un niño, lo sabe.

Y mientras sin haber vivido, los mayores se mataban, mientras medio millón de españoles iban dejando para siempre de moverse, en ese refugio de las colonias, probaron a extraerles esa morralla de adentro, esa mirada nómada del miedo:

¿Y por qué no dibujan su zozobra? ¿Por qué no tenderla sobre el raso blanco de una hoja de papel? ¿Y si así, ya afuera, la ven retorcerse como esa lenta agonía de un pez fuera del agua? ¿Y si así se liberaran? ¿Y si tan solo uno dejara de temblar?

“Yo he pintado un bombardeo en la cola de la leche. Yo un edificio en llamas de mi calle. Yo el día de mi evacuación corriendo al refugio. Yo a los camilleros con su ambulancia de cruz roja. Yo un campamento de milicianos. Yo a la gente levantando con rabia el puño a los aviones. Yo a mi padre cuando volvía a casa y corría a abrazarle y a registrarle los bolsillos”

Fue la terapia de baldear del pozo sagrado desde donde mira un niño, ese zarpazo de la guerra en la pureza. Dibujos de aquellos niños arrancados de sí mismos. Hermosos e inocentes dibujos, de cuya piel de lapiceros de colores, aún hoy sientes cómo se te empañan los ojos, de aquel mismo vaho del horror.

Rubén Lapuente Berriatúa    publicado en el diario La Rioja



jueves, 12 de diciembre de 2024

DULCES DÍAS AMARILLOS

 


Cuando trabajaba en las tiendas amarillas, un poco antes de que sonara el soniquete del despertador, empezaron mis aún atolondrados ojos, a pasar revista por esas oscuras habitaciones de mi cuerpo: buscaban el silencio o el germen de un runrún…

Abría la oficina y siempre con la caricia de los buenos días de la chica de turno de la tienda, mucho más madrugadora que yo.

Una mañana, nada más verme salvar la verja medio bajada, dejando el obrador y con paso decidido, se me fue acercando sosteniéndose en los ojos ese tsunami del desamor que revienta del fondo de un corazón roto. Y… ¡Oh Dios mío!¡ ¡Qué alud de bruma me vino! ¡Qué marea del llanto! ¡Qué ojeras de mar de amor herido! Solo buscaba un par de pulgares que descorrieran sus lágrimas. Solo, que no tenía otro a mano, el pañuelo de un pecho amigo para enjugarlas. Y qué me importaba si de amor huido moría. ¡Si era solo a mí a quien clavaba ese bello y dulce dolor mojado!  

 Una vez más el corazón apaleado de otra de las chicas de amarillo. Las que, a veces, me contaban sus devaneos. Las que, con sus manos, sin saberlo, con ese revoltijo de olores de napolitanas calientes junto a la de los panes recién horneados, me doraban hasta la misma luz de la oficina. Luego, ya me sumergía en los números, balances, nóminas, o en la rentabilidad de las colinas de dulzura de cada una de las cien cubetas de cada tienda; e iba recibiendo o viendo pasar a mercaderes que te volcaban su alforja de mil y una gollerías sobre la mesa. Tantas, que al final de la mañana parecía que fueras a dar un festín de cumpleaños en la oficina. Al mediodía, en la pausa del café, estallaba en la boca cualquier puñadito de dulzura. Siempre con un par de falsas moras al salir del trabajo, con las que hacía malabares hasta encestarlas en el confitero de mi boca.

Y castigado por vago el ascensor de mi casa, subía por las escaleras los cien peldaños todos los días, llegando a mi puerta acompañado por un viejo amigo de la infancia, aquel sapito al que sujetaba en el pecho los brincos que le daban los jadeos de mis travesuras. Y desde que lo he redescubierto, me asusta el saber que, desde mi primer llanto, aún no se ha echado ni una sola cabezadita. 

Y siempre comiendo frugal, que no fuera el estómago quien, de la tarde de un sueño de versos me la llenara de ripios, que la hoja en blanco bebe mejor la tinta, si uno se levanta de la mesa con un pequeño rugido en las entrañas.  

 Y de vez en cuando, un poco antes de que sonara el despertador, desenredando aún los hilos del sueño, mis aletargados ojos me llevaban hacia dónde creía estaba a punto de bostezar ese impresentable rebelde y sicario trocito de uno mismo. ¿Hipocondriaco yo? No hay radiografías del sueño. Y esa ansiedad solo duraba hasta que el psicólogo timbre del despertador me cortaba de raíz la sinrazón de mi soñada película.

Soniquete salvador anunciándome, a bombo y platillo, el nuevo y dulce y amarillo.

Rubén Lapuente Berriatúa  

Publicado en el diario La Rioja.



viernes, 6 de diciembre de 2024

UN GATO MEDIO MONTÉS

 


Últimamente mi terraza parece un degolladero. Un gato medio montés, que no me extrañaría nada viniera de sobrevivir al naufragio de una bolsa cerrada de plástico llena de tiernos maullidos que tiran al río, aprovechando que el murete de piedra de la terraza de mi casa es del mismo color gris que el de la piel de su tabardo, cada amanecer se calza aquí las alforjas de bandolero: Desenvaina el relámpago de su navaja.

Este sábado, limpiando un reguero de sangre, barriendo negras plumas de pájaros, me decía yo que como le cogiera, le iba a arrancar de cuajo y una por una sus veinticuatro vibrisas.

Yo estaba por dejarle el balcón entreabierto con una lata de Whiskas de señuelo, que se me había pasado por la cabeza el tener por entre mis piernas, de mascota, ese largo ocho de su alma salvaje. Dejarle mi mullido edredón, a cambio de oír su ronroneo virgen. Que viniera al reclamo del ala de mi mano, y pasarla luego sobre el suave jersey de lana de madreperla de su sinuoso lomo. Dejarle pasear por mi tejado, para verlo entrar luego por la claraboya del desván, borracho del licor de la luz de plata que destila esta hermosa luna del embalse.

 Pero, hoy, muy temprano, sobre el alféizar del murete, al verlo por primera vez, al mantenerme unos largos segundos ese arrogante uno azabache de sus ojos, yo tras el cristal, me reveló cómo debería uno ganarse la vida: que no le fuese nada fácil a nadie. Y pensé en mi

hijo, que ha tenido que buscarse el pan lejos de aquí, obligado por ese encadenado dominó de ladrillos, al que un leve soplo bastó para que se derrumbara el andamiaje de todo un país. Mi hijo, que a veces se presenta en casa por unas horas en un viaje relámpago. Y ni le insinúes si merece la pena venirse para tan poco tiempo, que, aunque solo se lo digas por el cansancio de las largas horas del viaje, te mira sorprendido, frunciendo el ceño, molesto. Mejor me callara. Se me olvida recordar cómo, absorto, le pillaba mirando entre las rejas del balcón, abandonando su bólido rojo, tan pequeño él, la belleza de esta sierra. Aquí restregaba su jabón de saliva en la roña de las rodillas, antes de cruzar la puerta de casa. Aquí, navegando con su tabla encerada por estas laderas de trinos, se hizo gorrión de un dios azul. Aquí, con el balón, driblaba pinos y chopos y hasta le hacia un sombrero a la intrusa vaca de turno. Aquí sintió el desasosiego al aguantar demasiado tiempo los ojos a una noche estrellada. Aquí se hizo muchacho tallado de naturaleza que le ha forjado como un arma para defenderse cuando las cartas le vengan mal dadas.

Ahora que enciende el motor del coche, ya no se me olvidará nunca que no eres de donde paces, sino de donde naces y te extrañan. Se va, sí, pero lo mejor de él se queda también aquí, esperándole siempre.

Volverá pronto, pero ya conociéndose hasta la raíz, sin miedo, como este gato medio montés, que por mí puede seguir ganándose la vida merodeando por mi terraza, desplumando pájaros.

Rubén Lapuente Berriatúa 

publicado en el diario La Rioja  noviembre de 2024



lunes, 18 de noviembre de 2024

EL RASILLO

 


De lejos parece de juguete, o como pintado de acuarela, o mejor como de postal de souvenir: esas estampas tan bellas que parecen de mentira. Y siempre como de cuento al verlo tallado en el claro de una verde esmeralda. Y si achicas los ojos para verlo más clarito, te enseña ese calado invisible de seda que una araña modistilla del bosque, le hila que te hila con rayos de luna.

Hace mucho tiempo, alguien se extraviaría por aquí, y al despertarse en esta dulce ladera de trinos, se apresuraría en colocar la primera piedra, raudo en talar los durmientes de su techumbre, veloz en apilar la sumisa leña al oír venir la rondalla fría del viento. Querría vivir con el ruiseñor en la rama. Con el aire puro del miedo de una corza. Querría como un marinero subirse a la cesta de la gavia del mástil del árbol mayor, a mirar la caricia de un océano de olas de agujas verdes que le acolchara la dureza de la vida.

Luego el río le puso la guinda: el espejo de mano para que presumido se viera el velamen rizado de su torso de piedra, con sus fieles golondrinas subiéndose al loco tiovivo de la torre, con su olmo de montaña de bandera, que desde la noche de los tiempos lleva el diario del pueblo caligrafiado en sus mil cicatrices. Y aunque ahora se le nota muy cansado de vivir, no le daremos el gusto de morirse de pie, zarandeándole cada vez que flaqueen sus párpados. Antes muertos que huérfanos del cobijo de sus viejas ramas, del latido de cobre de sus raíces que aún tiran de nosotros.

Y en las noches de verano nos baja esa otra luna llena reflejada sobre el embalse: navío redondo de plata que nos regala su luz melancólica, tan bella que buscas desesperadamente unos labios.

 Y tiene unas tijerillas de plata que en el sueño va recortando las uñas a nuestra alimaña escondida. Y si somos tranquilos y remolones, es porque el tiempo aquí siempre calza zapatillas de paño, esas de andar por casa.

Y en el crudo invierno, parece un paisaje de Frozen: ese resplandor floreciendo en la luz nevada. Sales a ese frío en las mejillas, pisas ese paisaje, y algo mágico pasa, como si tus huellas en la nieve fueran las primeras de la vida en la tierra, como si la nieve disfrazara de blanco el olvido, como si borrara los nombres de todo, escondiéndote la memoria herida: te resucita.

 Y cuando vuelvo a este pueblo después de unos días alejado, subo con prisa peldaño a peldaño estas calles de piedra, hasta el balcón de mi casa que abro a la belleza. Pero estos días me invade esa tristeza que te da cumplir años: de que esto no va a ser para siempre, que solo somos una breve mirada en el tiempo, que solo hay una enfermedad que mata y esa es la vida. Pero, ese alguien de adentro de mí, que aún no tiene mis ojos, esa aguja de la muerte siempre enhebrando hilo, se me despierta, se me remueve como si suspendiera un momento sus quehaceres, acompañándome ensimismada a contemplar la belleza. Y apoyado en el barandal de mi casa, con el pueblo a mis espaldas, cojo el móvil y me hago un selfi, más bien nos hacemos los dos un inmortal selfi.  

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja, noviembre de 2024






viernes, 8 de noviembre de 2024

EL PEZ QUE SUBÍA LOS RÍOS

 


Mira ese reflejo contracorriente. Esa luz de lomos plateados. Parece que boga una esquirla de luna en el río. Mira a su timonel, el que tira de su corazón, es un héroe, un loco romántico, enamorado.

Ahí lo tienes con su hatillo desnudo al hombro, dándose sin titubeos la vuelta en mitad del océano, como si de repente recordara haberse dejado el fuego de la cocina encendido.

Unos dicen que escucha en la noche profunda del mar el temblor de una oculta sirena a rebato del Universo. Otros que le persigue el destello de aquella misma estrella que le vio nacer. Algunos dicen que tiene memoria del olor o del roce de una gota dulce de su río, buscándole en su mar adentro.

Míralo, eligió el más largo e incierto y sinuoso camino a casa. Vuelve a su viejo moisés, a su niño antiguo, a su arrullo de lana de agua virgen, muy arriba, en lo más alto del río. Vuelve a sentir a su dios punzándole en la espalda la vieja memoria de todos sus antepasados. Vuelve al río donde nació. ¡Oh, debe de ser el único del Universo que sabe a qué ha venido a este mundo!

Vuelve para tenderse con su hembra en el mismo fresco lecho de freza de sus padres. Vuelve para florecer en la muerte echando a rodar, río abajo, la rueda eterna de la vida.

Pero… ¡Ay! En cada quiebro, aguas arriba, le acecha una trampa, un zarpazo, un furtivo pescador, un azud se levanta en cada trecho del río.

Oh, salmón salvaje, no llegará a tiempo la Naturaleza a enseñarte con una rama rota a la deriva saltar a la garrocha tu río de espinas. Ni a tejerte deprisa unas alitas de plata. Ni ese hombre que manda y ordena la Naturaleza dejará de varear el agua, ni te pondrá un funicular hasta el remanso del desove, que ya se ha encargado de adelantarte a destiempo la angustia, la muerte.

 

Oh, esa llamada en mitad del océano. Ese volver al viejo rumor del agua de tu cuna merecería ser sagrado, dejarte cumplir tu sueño, cerrar tu vida, pescarte sin muerte. Deberíamos en los pocos ríos de Asturias y Cantabria, que ya a duras penas subes, contemplar tu hazaña desde las orillas, animándote cerrando los puños como si fueras un ciclista subiendo el terrible Angliru.

De las granjas noruegas comemos el salmón. Allí, al salvaje, lo cuidan como oro en paño, respetan su ciclo de vida. Ay, pero aquí lo tenemos en cuidados intensivos, y además con la desfachatez de tener al pobre campanu (el primer salmón que se pesca de la temporada), subastado todos los años en abril por miles de euros a gloria de la carta de un restaurante. ¡Puaf! Solo falta darles un trofeo tanto al pescador como al restaurador que sonrientes y orgullosos se fotografían con él muerto en su regazo, sabiendo que se extingue, qué de los cuarenta y tres ríos, solo quedan ya trece que a duras penas sube nuestro valiente salmón español.

 ¿Y cómo nos va a respetar mañana la Naturaleza, cómo no va a ser vengativa con nosotros, si todo es un engranaje perfecto, y vamos limando y limando los dientes de la rueda de su paciencia?

 ¿Adivinas qué especie estorba y sobra en la tierra?

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La rioja 

                                                   


       

viernes, 18 de octubre de 2024

UNA CAJA DE CARTÓN DE ZAPATOS

 


Me regaló mi padre una caja de cartón de zapatos con la sorpresa de encontrarme dentro, que no me lo dijo, gusanos de seda. Y en principio era como tener latiendo en mi habitación un juguete que solo necesitaba retirar la agujereada tapa para contemplar ese pequeño asombro diario. Y como para aplacar su voracidad pedían siempre las solas hojas de un árbol, a la fronda de moreras del cielo subía yo el otoño en la salva de mi balón de futbol. Hojas que recogía y llevaba a casa como mi madre iba al mercado cada día.

 De entre los voraces gusanos de la caja, había solo uno al que yo distinguía por sus andares más sinuosos, y al que sacaba un ratito de su rutina dejándole callejear por entre el desorden de mi mesa. Y era nómada por el desierto coloreado de mis láminas, trenecillo por mi caligrafía, monstruo por detrás del cristal del tintero. Y como pasarelas de un barco pirata le obligaba a cruzar por mis dedos abiertos, hasta dejarle caer sobre su caja de cartón de Jauja, siempre alfombrada de morera.

Comiendo sin parar crecían más rápido que mi señal en los blancos azulejos de la cocina. Un día todos al mismo tiempo dejaron su voracidad, y desde el anclaje del aire en la caja, para hacerse la toilette de su mudanza, celosos de su intimidad, empezaron a trenzar alrededor de sí mismos como un féretro. Y era increíble verlos tejer su sueño: Hilar doblándose por la mitad como si bailaran la danza de las cintas. Y no dudaba ni se equivocaba ninguno, mientras veía a mi madre tejer, con titubeos y tristeza, un arrullo a mi recién nacida hermanita de azul zafiro herida.

Yo no sabía lo que era un hilo de seda. Luego leí que todo viene de cuando mientras alguien tomaba el té bajo una morera de su jardín, cayó a su taza humeante un capullo de estos, y cuando quiso sacarlo se deshilachó. Al cogerlo se dio cuenta de que podía enrollar el hilo alrededor de su dedo, sintiendo su calidez. Cuando la seda acabó de desnudar el capullo, el gusano apareció con el cabo del hilo en la boca, muerto. Yo no sabía que en la sericultura se ponen en agua hirviendo estos capullos, que hay que matar a los gusanos del interior antes de que despierten de su sueño, impedir que cierren el ciclo de su vida, matarlos por ebullición antes de que salgan y rompan y estropeen su bella mortaja, y así desenredar los más de mil metros de cada crisálida en un solo lucrativo fino hilo de seda.

Y eso de ver salir una extraña mariposa de donde solo había un compañero de deberes. ¡Y con prisa de aparearse, de preñar y tiznar sin medida las paredes de la caja, para luego morir!

 

¿Y cómo barre un niño que le exprime lo sensible ese paisaje alado de cadáveres? Recuerdo mis dedos despegándose de las alas de aquellas inertes mariposas, que desde mi ventana caían como una serpentina de carroza.

Y trastabillar subiendo la caja a lo más alto del armario, dándole un empujón contra la pared para no llegar a verla desde la puerta.

Y treinta años después no hacer caso a mis enanos pieles rojas de la casa, cuando pidieron una caja de cartón de zapatos…

Rubén Lapuente Berriatúa     publicado en el diario La Rioja




sábado, 5 de octubre de 2024

BOXEO

 


Ahora ya no lo veo sórdido, barriobajero, como de camorra a la puerta de una discoteca. Había visto el mismo coche aparcado varios fines de semana en un escondido sendero que conocía muy bien. Y en un pequeño claro del bosque, bien resguardado de las miradas por un cinturón  de maleza (se oía el rumor del río), allí estaban con el torso desnudo dos jóvenes en un improvisado ring, pero sin sus cuatro esquinas, ni sus doce cuerdas; sólo con la ley del ala del cuchillo en las manos de un tercero, imparciales, sabias, que entremetiéndose entre ellos, los domaba, los separaba, les reprendía, hasta que al final de cada asalto, como al principio, sonaba el gong en el reloj de su muñeca que me parecía el trino de un insólito pájaro nacido solo en este bosque.

Y en el rompecabezas de una celosía de hojas y ramas moviéndose, los veía como a dos juncos de río dándose cabezadas, como el baile en la pared de dos perspicaces llamas de una hoguera, como si pugnaran dos vientos por aventar una goleta.

Y no, no era una pelea. No había odio. Ni cuentas pendientes. Ni corona de laurel. Ni cinturón dorado. No había rubia platino en la silla de la arena verde. Nadie jaleaba. Y me arranqué de los ojos los prejuicios. Dirimían arte en el baile. Intentaban ser príncipes de la finta. Uno con la plasticidad de una párvula mariposa: A veces danzaba al ritmo de un swing, o en círculos como en el vals de un ave de rapiña, altanero, bajadas del todo las defensas, mentirosamente indiferente. Fajador el otro, menos alto, cuadriculado, rocoso, encerrado en la guarida de su guardia, blindado por el escudo de sus tallados brazos. Y como con metro amarillo de sastre medían distancias. Aprendices en la estrategia de esquivar el dolor, de cazar el flanco desnudo, de esperar el momento de un gancho, de un crochet, de un directo…

(Sí, dos hombres se estudian, se golpean, uno con su astucia, con su audacia, el otro con su tenacidad, su fuerza bruta. ¿Dicen de prohibirlo? Pero si no se escupen odio. Si no proclaman guerras, esas que legalizan la muerte de niños jugando. Solo son dos jóvenes amantes del boxeo, ese deporte que deja en el saco de arena el veneno de la vida, los demonios de dentro, mientras tallan sus músculos con buril de renuncias. Dos jóvenes furtivos aprendiendo el oficio de no poner la otra mejilla, y si aflora lo animal, lo primitivo, será solo dentro de ese voluntario cuadrilátero de doce cuerdas, en esos doce asaltos de tres minutos).

 Hasta el volteo de la mandíbula de uno besando la lona de yerba, da igual cuál, para levantarse, para ponerse otra vez de pie, otra vez en guardia…

Otra oportunidad. Como en la vida.

Y en el sudor de sus espaldas, como en la piel del río Iregua, la tarde vencida tiraba a dar relumbres de plata, inexplicable belleza.

Rubén Lapuente Berriatúa             publicado en el diario La Rioja



domingo, 22 de septiembre de 2024

EN EL FONDO DEL SUEÑO

 


“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, si me cita siempre solo en el fondo del sueño. Vuelan las luces de la mesilla sobre mis párpados cerrados, y ya él tira de un mechón de mi cabello. Ya es el capitán de mis labios casi dormidos.

Y me llama luciérnaga de su penumbra, y pequeña llama de amor puro, y mullido pajar de bruma, y sedal de su gatera, me susurra. Y entra en el cenador de mi cuerpo empapándomelo todo como el mar devora la arena de la orilla. Y hasta el primer rayar del día, me ama como en una guerra al último panecillo blanco y duro. Luego se desvanece llevándose el pobre botín de este corazón, tan molido a desventura e infidelidades.

Y en el lento despertar, de atizar yo tanto al alba el rescoldo de toda la noche, mojada de su sexo, enferma de mimos, todas las mañanas abro los ojos de golpe, confusa, sintiéndome terriblemente abandonada.

 En el remolino de la taza del café del desayuno, abstraída, busco en un rincón de mi memoria algún gesto igual al suyo, o ese rasgo en los ojos que se me esconde tan bien dentro. Y miro en el álbum de fotos, o en la galería del móvil, a la que me subo en ese ascensor del índice del dedo en la pantalla, buscando ese claro y oscuro instante de fulgor, que seguro es de alguien que vive. Y, Rubén, ya no sé dónde buscar para creerme que esto no es del todo una locura mía, que hay alguien de carne y hueso que sueña lo mismo, pero conmigo, y desesperadamente me busca, como yo, más allá de la orilla del sueño.  

Y cada vez más ansiosa, un par de grageas impacientes me adelanta cada noche en la ventana de mi habitación, esa pálida luna que siempre vislumbro bajo el vaivén de la niebla de su cuerpo…”-me decía.

 Somnolienta de impaciencia, de deseo, preludio de esos largos bostezos, al salir cada atardecer del trabajo, camino del pajar del sueño, seguro que adelantaría en el espejo retrovisor del coche el ritual de aderezarse de arrebol los labios, los pómulos, las mejillas. Que entraría, así, cada noche, tan bonita como una novia de cuento, a su fiel cita entre las sábanas. Hasta conduciendo ensayaría un guiño en el espejo del parasol del coche. Seguro que, hambrienta de sueño y besos, anticiparía también a destiempo el cálido regazo nocturno, con un titubeo de adormideras pastillas bailando dudosas en la palma de su mano, porque con una congelada sonrisa de placer, junto a su hilillo de sangre saliendo de la comisura de los labios, como un meandro de rímel rojo, entre un amasijo de hierros, de su berlina azul la sacaron despacio, pero muy, muy despacio, como si temieran al verla así, tan dulcemente dormida de muerte, se despertara de tan bello sueño eterno…

 

“No sé por qué le quiero tanto, Rubén, me decía, si me cita siempre, solo en el fondo del sueño…”

Rubén Lapuente Berriatúa  publicado en el diario La Rioja



martes, 10 de septiembre de 2024

MORTAL Y ROSA

 


Sobre mi mesa me puso Carmen en un vaso de agua, una rosa roja. Alguna vez las coge, yo también, cuando vuelves por el largo camino de comprar el pan en la tienda del pueblo. Un paseo agradable, tranquilo, entre casas con miradores verdes, y jardines donde algunas pequeñas rosas se cuelan por la celosía de las vallas o del enrejado, o por los mil vericuetos de los setos. Y me parecen como esas reclusas manos entre barrotes buscando un soplo de libertad. Y te piden que las salves, que las lleves a ver un poquito de mundo: a perderse por el bosque interior de uno mismo, o a la hucha sombría del escalofrío de un escote de mujer por la casa, o a medrar como nenúfar en un vaso de agua, o a ser en las páginas de un libro, mucho tiempo después, la hermosa sorpresa de alguien al encontrarse con unos pétalos ajados, y al adivinar quien los puso ahí, haga removerme en el olvido que seré.

Y es a la vuelta, con el pan bajo el brazo, cuando a la rosa más aventajada y vivaracha y vagabunda de todas las prófugas, ya elegida a la ida, la cortas con la uña la savia de su belleza: su cuenta atrás. Son de una casa blanca poco frecuentada, que supongo tiene de jardinero al libre albedrio de la Naturaleza.

Este rosal que sale a la calle a provocarte, milagrosamente, aun sube de la bodega de la tierra un olor sublime y primitivo, y sin necesidad de hundirte en su seno rojo. Estas afortunadas rosas habrán nacido de algún abismo inmaculado, y para atrapar esa fragancia, que casi puedes ver y tocar, seguro que antes han rasgado la sombra de una muchacha enamorada.

Y cortadas, todas te piden lo mismo: rodearlas, respirarlas, abrazarlas, agotarlas… ¡Y pronto!, que el tiempo no da salvaguardia a nada ni a nadie: no indulta la belleza.

Me la trae en un vaso de agua, y todo lo de a su alrededor se me empequeñece. Y hasta maquilla de un intenso arrebol las mejillas del aire que respiro.

Mirándola, admiras al artesano en sombra o a esa maga casualidad, tan mentecata por tardar tanto, que la ha tallado así, con esas caderas o acampanadas faldas tan imposibles de imaginar, y además le ha cosido el más exquisito perfume: su señuelo para subirse cada primavera al largo tren del viento. Parece una cortesana regalando, y solo para sobrevivir, todos sus encantos rosas a este faldero bosque de Cameros.

Y demasiado pronto se le cayó un pétalo. Enseguida otro le siguió. Yo ya trabajaba en mi mesa, mirándola de reojo, sorprendido, cuando cayó otro. Al poco rato, uno más, a plomo, como un terrible suicidio.

Otro cayó en el agua. El último lo sostuve, turbado, con la mirada fija, unos minutos, esperando lo peor…

 Mientras iba solapando, uno a uno, todos los pétalos, vino del ayer mi padre a recordarme aquellos días tan hirientes, al no poder dejar de oír su rítmico estertor, que no acababa nunca de apagarse…

Vino del ayer, dentro de esta rosa, a decirme que ver morir es mucho más duro que morirse.

Rubén Lapuente Berriatua

publicado en el diario La Rioja



domingo, 1 de septiembre de 2024

HUEVOS FRITOS CON PATATAS

 


Estamos criando unos viejos bancos. Son de carne de madera y huesos de hierro. Unos humildes bancos que nacieron de la pandemia, mirándose frente a frente, de acera a acera, para conversar sin el temor de que ese zarpazo de alimaña ciega nos pillara desprevenidos. Y ahí se van a quedar. Un regalo para los que vengan después: hijos, nietos, nuevos vecinos. Queremos que lleguen a ser como esos antiguos poyos adosados de las casas de los pueblos, hechos para ver pasar la vida, tomar el fresquito, cotillear, coser el mundo. ¿Por qué meterse en casa cuando en verano al atardecer el sol busca la otra mitad del mundo, y nos deja de rebote la dulce luz de la mesilla de noche de la luna?

Larga calle nuestra sin nada antes para poner las posaderas, que a cierta edad buscas la forma de una silla, el respaldo de una pared amable, hasta un cojín de borra de piedra en cualquier camino. Y no te entretenías demasiado hablando, que la espalda dejó de ser aquel joven junco meciéndose a la orilla del trajín de la vida. Sentarse en verano en la calle frente a tu puerta, más que un placer, es la mejor medicina para aliviar este viaje nuestro de la vida hacia el cansancio.

Luis tenía un viejo somier con patas. Antonio, unos viejos maderos con esa piel arrugada como de frentes de ancianos sabios. Y los dejamos ahí, sin saber si encajarían en el entorno, si los pájaros de esta dulce ladera de trinos de El Rasillo, diariamente, los condecorarían.

Luis, el maestro de obras, salió el primero a probarlos, a felicitarse mirándose orgulloso las manos. Amparo, cuando dejó las labores jardineras probó si sostendrían su fatiga en flor. Ángel y Susana comprobaron que eran de su cuerda, espartanos, lo primero y mejor para un respiro tras venir de sus largas caminatas. Pascual probó si resistiría su bonachona humanidad. Nieves acarició con los dedos el color verde hierba de sus vetas. La rubia Begoña halagó su minimalismo. Los peluqueros, tras tantas horas semanales de pie, les venían que ni pintiparados en sus días de asueto. Yo llamé al alcalde para que no los quitara de la calle por su demasiada humildad y sencillez, pero que ahí radicaba su belleza.

 Ahora al atardecer los bancos se llenan de nosotros. Quizá con el tiempo lleguen a ser como los poyos de los pueblos, algo que hay que proteger, y por qué no un día referente del Patrimonio de la Humanidad: el Facebook del vecindario.

La otra tarde en este nuevo comienzo del verano, nos sentamos los de siempre, los del entorno, los del verde barrio alto. Pero al ver venir por la calle sola a María José, semanas sin aparecer, nos recordó que no estábamos todos vivos. “Qué bien que estés aquí otra vez. ¿Hoy bajarás al huevo con patatas?”. No, aún no, nos dijo, buscando de soslayo el huérfano asiento de Antonio en los bancos.

La eternidad será un par de huevos fritos con patatas, los sábados, pero si compartes toda la vida con alguien. Y en ese breve “aún no”, cabía todo el hueco del dolor de quien ha perdido lo amado.  

María José, no tardes, te esperamos en los bancos.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 18/07/2024


lunes, 22 de julio de 2024

EL UNIVERSO EN UN GLOBO

 


A un simple globo lo he llamado universo. Lo avienta el soplo limpio de mi vecinito Yago, que le pinta dos bizcos ojos de pánico, y que al inflarlo más y más, los veo cómo se van separando, huyendo contrarios por la fina curva de goma. Y mientras sopla que te sopla, me descubre que, quizá, este incomprensible viaje espacial nuestro dentro de un redondo planeta azul, no sería muy distinto al de cualquiera de esos dos pintados ocelos con rotulador. Me revela que la piel de goma del globo, esa membrana estirándose como un chicle, es la manera de andar de nuestro universo. Veo los dos ojos en el globo cómo se alejan uno del otro. Pero no porque se estén moviendo con respecto al globo, que están pegados, sino porque el globo está expandiéndose, estirándose a medida que lo infla Yago. Se alejan los ojos pintados porque el espacio entre ellos, la superficie de goma, se expande. ¡Claro, no se mueven, no crecen, es simplemente la piel del globo que se agranda y agranda! Y no importa en qué punto te pares, si dibujara más ojos o si pusiera pegatinas, si los llamara ahora galaxias, voy a ver que todos los puntos se alejan entre sí. ¡Claro!, el tamaño del universo crece a medida que pasa el tiempo debido a esa fuerza misteriosa del big bang del inicio, que en el globo son los pulmones de mi vecinito. ¡Claro, el aire que insufla Yago, no es parte del universo! Y cuánto más separado estén los dos ojos, (un poco más, Yago, sopla un poco más, que aún no explota) veo cómo más rápidamente se alejan al inflarlo. ¡Y no es porque estén viajando!

Oh, el simple hecho de hinchar un globo pintarrajeado, me da más respuestas que cualquier oscuro tratado de mecánica cuántica o compleja teoría del universo.

Y lo lanzamos al aire. ¡Cuidado, que vamos ahí dentro! -le digo.

Ni el mejor guardameta llega como nosotros: con la coronilla, con las yemas de los dedos, con el trasero, con la punta del dedo gordo del pie izquierdo…

Y siempre rompemos algo en el juego, pero qué casualidad, siempre de lo que yo reniego: hoy, de ese odioso cobarde suicida gato de escayola, siempre al borde del anaquel, siempre asomándose obligado al precipicio, y por fin hecho papilla de caolín por nuestro fuego amigo.

 Pero, ¡ay!, en este infantil juego, quien la pifia, quien se descuida y deja que el globo toque el suelo, pierde y lo paga muy malamente: sin miramientos se le explota frente al paredón de sus mismas narices: se le da matarile, rile, rile.

Y el globo, en un ya sempiterno fingido despiste mío, bota y rebota en el suelo.

Mientras, frente a mi rostro, suspendo el globo por el rabillo del ombligo, mi joven asesino, desternillándose de la risa, se me acerca con el brillo de un alfiler entre los dedos, demorándose encima el muy vacilón en su ya enésimo parricidio…

Yo aprieto los ojos, los dientes, pliego las orejas, encojo los hombros... (¿Mi niñez no es la de Yago? ¿La eternidad no es una tarde con él?) Mientras otro globo, este ya con eco de fondo cósmico, se eleva feliz entre sus labios.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 3/7/2014

lunes, 15 de julio de 2024

MAR ADENTRO

 


Me contó la historia un viejo amigo que me encontré en la larga cola del pan de un domingo. Había leído un artículo mío sobre el suicidio: Si llegas a tiempo. Él tampoco llegó a tiempo. Un viejo amigo que fue marino. De los que llevan tatuado una golondrina cada cinco mil millas marinas. En un rincón de algún diario aparecería la triste noticia: Un marinero desaparecido tras caer en alta mar. Dejó una nota en un desvalido pósit azul: solo una frase amarga de alguien sin esperanza. Mi amigo la encontró al recoger su solitaria ropa en la cubierta: asomaba por el bolsillo de la camisa como el elegante ribete de un pañuelo en una americana. Y se la guardó en el bolsillo como un secreto, como un testamento del mar:

 

“Ya volvíamos, Rubén, a nuestro viejo y añorado puerto. El de la dulce y desafinada sonata de bocinas y gaviotas. El de la acicalada hilera de boquitas recién pintadas: Toda la fila feliz de nuestras mujeres, nada más vernos fondear en el puerto, agitando toda la larga espera del deseo en las ardientes alas blancas de las manos.

Semanas de tobogán de atunes bajando al vientre de salmuera del barco, preñándolo todo de recamadas luces heladas.

Una noche, un nuevo compañero del babel de los nocturnos ronquidos, haciéndome ese gesto de tijereta al acercarse dos dedos a la boca, abandonó la litera. Tenía, como si hubiera tomado un atajo en la vida, esa sonrisa que no acaba nunca de romperse, y una mirada envuelta en lejanías. Estábamos navegando, y por la arribada forzosa de nuestro pesquero por una avería, subió a bordo, nos acompañó supervisando las últimas singladuras.

Aquella noche era fría y con mar revuelta, y al no volver enseguida, presentí lo peor. Lo busqué en ese rincón favorito del fumador al abrigo de los vientos, y al ir acercándome, entrecerré los ojos para distinguir con más claridad en la penumbra un extraño bulto en el suelo.

Desde la cubierta, subiría el último placer de una trenza de humo hacia la arboladura de las estrellas. Volaría sobre la popa su apurada colilla, antes de que sus botas hicieran de noray a su ropa bien doblada. Una nota en un pósit azul, asomaba por el pequeño bolsillo de su deshabitada camisa.

Ya en el puerto, rota la fila de nuestras amantes boquitas pintadas, rodeándome de la cintura el brazo de carne de tierra de mi mujer, y caminando firme con el arrebol de sus mejillas hacia un barbecho tálamo anclado en los besos de antes de partir, al rozar mi mano en el bolsillo la triste nota, me buscó sobre la luz de acero de las aguas, el breve grito de charol de su memoria, como si me señalara  que esas amargas palabras que mis dedos iban amasando, las arrojara también a esas aguas que todo lo sumergen, todo lo abrazan…

 

El mar, Rubén, quiere a sus hijos desnudos. El profundo y puro olvido, habita mar adentro”

Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 19 Junio de 2024

miércoles, 26 de junio de 2024

SEMILLAS DEL DIABLO

 


Las guerras no apagan su voz cuando vuelves a oír cantar a los pájaros. En todas ellas, hay un visionario con galones y mando en plaza que ordena sembrar los caminos, los campos, con semillas del diablo: esas minas antipersona que mucho tiempo después de haber firmado la paz, día tras día, siguen trabajando insomnes y ciegas: Ni perdonan unas tiernas pisadas de niño. Y se quedan ahí, de carnada, al raso, como un eterno sanguinario tenderete de souvenirs. Y si no, que se lo pregunten a los sufridos vietnamitas, que cuatro décadas después del fin de la guerra, grandes extensiones de arrozales aún siguen contaminadas, y de vez en cuando oyen un estruendo: alguien se atrevió a cruzar los viejos caminos de su infancia.

Y no me cuesta demasiado probarme su inocente piel. Imaginarme que, bajo el asfalto de mi ciudad, sembraron esas semillas del diablo. Y salgo a mi calle como a las dunas del Sahara, como a un camino de Irak, de Angola, de Colombia, de Malí, de Nigeria, de Afganistán, de Ucrania, de Siria… Me imagino que soy uno de ellos, que tengo bajo los pies la espoleta, peor aún, dentro de la cabeza. Que busco, camino de la oficina, la huella del zapato de ayer en el reflejo de la acera. Y si pierdo el rastro, aprieto los dientes, los ojos, alargo la zancada, y que sea lo que dios quiera. Me imagino que mi hijo no llega de la escuela. Que es luego en el parque uno más del corro de muletas, o que me mira sin pestañear desde una silla de ruedas, y me rompe el corazón del alma. Hay tantos países que ni se lo imaginan: lo viven en carne viva. Les sembraron las veredas con fértiles semillas del diablo: “Es mejor mutilar al enemigo que matarlo", reza, a pesar del tratado de Ottawa que las prohíbe, ese lema en todas las ferias de la guerra:

-Eh, amigos. Venid. Que tengo algo para salir airoso de cualquier refriega. Mirad esta cucada, sirve para colapsar los hospitales enemigos, desmoraliza a sus tropas. Busca, principalmente, que mutile. Eh, os garantizo que no mata del todo, solo deja lisiados. Trunca vidas, pero a medias. Pensad que un cadáver solo da el trabajo de cavar un hoyo, pero un tullido en la guerra es una eterna carga para el enemigo, lo debilita. Y mirad esto, lo último, esta mina con alas de mariposa, aterriza en los campos como una inocente hoja de otoño, la han pintado con vivos colores… (ojalá me equivoque, y no las hayan hecho, así, tan atractivas, para atraer a esa innata curiosidad de los niños)
Ahora divido el número de víctimas anuales(gracias a dios que ya sabemos los que son y cuantos caen por minuto; no habrá dinero para desminar los campos del planeta, pero por lo menos da de comer a esa caterva de sociólogos que
 tan minuciosamente llevan la cuenta) por los días que tiene el año, y puntual, cada veinte minutos, dan su fruto...¡de brazos y piernas! 

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja   6/Junio/2024

jueves, 6 de junio de 2024

HORMIGAS

 


Por ahí andan debajo de una conocida piedra de mi jardín. La levanto muy lentamente, y las veo cómo entre sábanas de tierra aún remolonean. Aquí, en Cameros, todo es más lento, más tardío. Estarán en lo de sacar la patita o asomar la cabeza por la escotilla del hormiguero, por si todo ha vuelto ya otra vez. Buen negocio hibernar para las hormigas: envejecen jóvenes, no son por un tiempo esclavas del estómago, retrasan el deambular en la selva del comer y ser comidas o violentadas. Algunos humanos, los más frioleros y con crujir de huesos, y no digamos los que padecen el Síndrome de Grinch: esos que no saben cómo sobrevivir a la Navidad, se apuntarían a ciegas a ese letargo suyo de echarse una larga siestecita y desaparecer…

Cada verano entran en mi casa: El año pasado a mansalva por la rendija de la puerta. Es el aire quien les lleva el aroma del cerco de miel y de mermelada que queda en la cadera de cristal de los tarros, o el dulce olor de las mondas de fruta en la bolsa de basura, o la fresca caricia de las húmedas alas del fregadero, o les llega el temblor de unas pequeñas migas de pan al caer de la mesa, o el estertor de un insecto que llevarán luego en andas con el fervor febril de un Nazareno con la cruz a cuestas.

Sé que se comunican con sus antenas: ahí tienen el olfato y, sin nariz, las mueven segregando feromonas para encontrar y seguir el rastro de cualquier aroma errante. Aún no he levantado una barricada en la rendija de la puerta, pero estoy alerta cuando empiecen ese diario peregrinar hacia la catedral de mis fogones.

Para no matarlas, este año voy a colocar en alacenas y cajones hojas de laurel, canela, pimienta negra, dientes de ajo... Rociaré el umbral de la puerta con vinagre, que así no les llegue ni un tibio efluvio del aliento de mi cocina.

Mira, ahora salen. Van ligeras, pizpiretas. Sé dónde tienen el escondrijo, pero no tendrán nunca más su holocausto de agua hirviendo, que, como con las abejas, sin las hormigas la tierra sería más pobre, menos fértil.

Y a esa hilera de obreras negras les bajo un momento la traviesa barrera de mi mano: Las desoriento, las extravío (joder, como si la vida no les fuera ya dura, como si el espectro de una vieja sotana o de un sargento chusquero volvieran ahora a darme a mí un pescozón o un grito cada vez que no guardo el orden de cualquier fila). Otra columna entra ya con pinzados fardos de jugosos fiambres: Génesis gemela nuestra: cubil sin lucera, y batida diaria por un bocado que la campana del estómago les repica puntual al alba. Retiro mi mano y la fila se restablece. De pronto, una deserta de la hilera. Ahí, parada, abstraída, con la cabeza alta (sí, hormiguita, solo somos una breve mirada en el tiempo) la sueño como a una deslumbrada pastorcilla negra, como si mi mundana aparición fuera su mágica llamada divina… Pero no, baja la cabeza, y tozuda vuelve otra vez al instinto del orden en la larga hilera…

Todavía no me mira, como yo estrellas.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 23/5/24