Nada
más ver a esta pequeñuela trabalenguas con su peinado a la remanguillé, ya te dan
ganas de subirte a su cohete espacial rumbo a su planeta bajito. Y al abrazarla,
debo de oler al perfume “agua de risas” porque en un santiamén me lleva de la
mano volando a su ollita de grillos. Y es un poco antes del sueño, al levantar mis
rodillas la sábana de mi cama: esa bóveda de algodón celeste, cuando la rubia estrellita
protagonista, en un periquete, se me cuela dentro a trenzar su estrenada niñez
entre mis piernas cansadas ya de patear el día.
Y enseguida
le pone en guardia el lejano zumbido de aviones en mi boca, que me ha tenido toda
la tarde produciéndolos en serie para verlos caer en ese vals de papel cuadriculado,
a la rabia del barrendero de la calle, que con el entrecejo fruncido buscará en
las alturas una cara traviesa, de golfilla.
Y con
la escuadrilla de mi mano por afuera, sobrevuelo y bombardeo como una abeja nuestra
madriguera, provocando al alimón un tremendo zipizape de aspavientos artilleros,
con ametralladora de risas.
Luego, dentro de ese planeta, cada uno con la
zancada de nuestros dedos índice y corazón, nos hacemos como Dora, exploradores.
Y a un terrorífico grito mío, huimos despavoridos por la empinada ladera de mi pierna,
que en realidad es la encrestada espalda de un dragón que refunfuñando despierta.
Y le digo, que corra, que es un escupe fuego en busca de la carne de polluela a
l’ast de los domingos.
Al
hundir los pies de sus deditos en la ratonera de mi ombligo, de pronto mi
vientre titirita: -Pero, ¡corre, aún más, que estamos perdidos, que ahora nos
persigue la tos del cráter de un volcán resfriado, corre, que estalla, que si te
coge su fiebre te dan ese jarabe tan asqueroso!
Y subimos,
de dos en dos, los peldaños de los dulces huesos de santo de la escalinata de
mis costillas, hacia el oscuro bosque de mi pecho, cruzándolo con sigilo y de
puntillas, vigilados por dibujos de ojos de fieras que parpadean, entre siniestras
miradas de serpientes con unos de tiza en sus pupilas, silbando seseantes y ocultas
entre la maraña de mi negra jungla rizada.
Y
sin un rasguño, antes de alcanzar la combada ribera de luz de la sábana, paramos
en el refugio del bolsillo alto de mi pijama, dos dedos índices con sus dos vecinos
corazones perseguidos, ya exhaustos de aventura. Y como en mecedora y con
pantuflas, me parlotea tranquila en esa lengua virgen de los tres años: gorjeo
de luz del paladar niño que me deslumbra, y me revela que el verdadero éxito en
la vida, es llegar a tiempo a casa para cerrarle los ojillos a esta enana piel
roja mía, mañana la tuya.
Y
todo hasta que una voz cálida y firme de mujer, con palmadas de sargento: -chicos,
se acabó la juerga-, echa abajo nuestra montaña vacía, hiriendo mortalmente a Aina
de sueño, despertándome a mí del reloj parado que es la niñez, y… ¡ay!,
retornándome otra vez a este monótono planeta tierra de siempre…
Eh, pero
sólo hasta la noche de mañana.
Rubén Lapuente Berriatúa publicado en el diario La Rioja